sábado, 19 de octubre de 2024

VIAJE AL CENTRO DE LISBOA EN OCHENTA HORAS

Desde mi más tierna e intuitiva* infancia, allá entre los 4 y 8 años, nunca emprendí, voluntaria u obligada aventura en la que, antes de partir a descubrir, no tuviera presente aquella sencilla conclusión, muy bien expresada por el poeta griego Constantino Cavafis en su clásico poema "Ítaca", a través de la cual se resume que tan importante es el camino como el destino.
 
(*) Intuición como "común teórica facultad para comprender ciertas cosas al instante, sin necesidad de realizar complejos razonamientos y de significado", lejos de toda relación con esoterismos.

Teniendo esto en cuenta, así como en la novela de Verne, dispusímonos a pronunciar nuestros nombres antes de dar el primer paso en el camino, dirección a la entrada secreta que delató el primer rayo de sol durante aquella fría mañana de noviembre.

— Pepeluí, que no es por ahí.
— Cierto, Di. Mu bien. Confundí el andén.

 Democracia pura en autobús lanza-dura
 En la Terminal 2, ya en el autobús lanzadera hacia la Terminal 1 del aeropuerto y subiendo por la puerta trasera, quedamos de pie a la espera de la siguiente pantalla a sortear. Antes de arrancar, un vigilante de la zona hizo lo mismo para recordar a los pasajeros la obligatoriedad de llevar puesta la mascarilla, aun cuando de los medios en las cadenas había desaparecido completamente toda noticia relevante sobre el apocalipsis zombi ocurrido años anteriores.

A nuestra derecha, en la parte posterior del habitáculo, un hombre acompañado con quienes pudieran ser sus dos jóvenes vástagos. Los tres de evidente descendencia africana, posiblemente de camino al encuentro con algún ser querido aún por aterrizar, habían olvidado dichoso atuendo, a riesgo de inminente divorcio con la señora ley. En clara intención por subsanar tan inmisericorde atentado contra la salud pública, el malvado villano Nebuslizador no optó por otra solución que no fuese echar mano del cuello largo de su jersey para taparse las partes tosendas en aras de vender cuello de jersey por nasobuco. 

— Allá fuera hay una tienda donde se pueden comprar, sugirió el implacable revisor. 

Pobre de ellos. Hasta aquel instante no supieron el injustificable error que cometieron. A saber del reguero de víctimas con las que sembraron el camino que selló para siempre su destino. 
Ante la imposibilidad de evitar el retraso que aquello les acarrearía sin siquiera tener la fortuna de divisar a algún vendedor ambulante que pasara cerca en aquel instante, no tuvieron más remedio que bajar por donde entraron. Con la misma expresión de desilusión que en tiempos renacuajiles lucía yo mismo descendiendo a los infiernos de la incomprensión y el desatino. Cabizbajo y absorbido por las vertiginosas y empinadas escaleras forradas de incandescente lava desde aquel endiablado bar, después de haber erogado hasta el último de mis veinte duros entre milloncetes, comecocos y gominolas, parpadeaba incesantemente en mi retina "Insert Coin, se acabó por hoy".

(Y bueno, corto el rollo porque se me va el santo a la batalla de Lepanto pasando del meollo)

La cuestión es que ahí no acaba el glorioso ejemplo de profesionalidad, valor e impagable gallardía que demuestran las fuerzas de seguridad de tercera categoría, segundo a segundo, minuto a minuto, hora tras hora y día tras día, velando incansablemente por la integridad y la salud de todos nosotros, los ciudadanos libres; incluso durante sagrados momentos en los que nos hallamos reforestando el planeta o con la portañica abierta.

Sin ir más lejos, a nuestra izquierda se encontraba otro señor de mediana edad con un par de orondas maletas, solo que de tez, cabello y piel de distinta tonalidad, además de inocentes, puros, cristalinos, brillantes y divinos ojitos claros, al que en cuestión de segundos le empezó a cambiar algo la cara. Como si de una figurita del tiempo que pronosticase anticiclón y bonanza, pasó a anunciar fuertes lluvias torrenciales y marejada o tifón del copón. Los desesperados intentos tratando de encontrar en evidente angustia la tabla de salvación para no perecer vanamente en Diluvio Universal, engullido por una ola de justicia, fueron de mayor tensión para mis ojos que cualquiera de las tandas de penaltis en una Final de Mundial donde jugase el equipo al que hubiera apostado todos mis ahorros. Una mezcla de pavor o terror, buscando solución a tal desagravio y haciendo frustrado ademán por encontrar el ansiado cáliz de plata como si la vida le fuese en ello, más sin obtener resultado.

Inmediatamente después de que nuestro héroe regional se apease del transporte sin que hubiera prestado la más mínima atención al Elegido a ser el próximo en "subir" al patíbulo, las puertas se cerraron y nos pusimos en marcha hacia la siguiente gruta, sin que este hubiese conseguido su objetivo y ni ganas por seguir actuando. De todos modos hay que reconocerle haber hecho muy buen papel, ayudado por el Apuntaor. Cómo no.

 Una bomba no, pero sí ciento dos
Aunque por el año de mi quinta y la ubicación a la que llegué a eres al check-in, después de pasar bajo el arco sobre el que pude imaginar el rótulo de bienvenida "El Control os hará libres", tras haberme desprendido de todo lo que se lleva en los bolsillos: la chaqueta, el cinturón, incluso el calzado, pude llegar a imaginarme cual cordero camino al crematorio en vestíbulo de Auschwitz. Delirantemente denigrante. Bonita manera de comenzar un viaje para liberarse del estrés. Me preguntaba quién se iba a ahorrar ese día unas perrillas en espuma de afeitar al colgar el uniforme, porque no se puede transportar un recipiente de más de 300 ml, pero sí se permiten todos los que quieras de 100 ml.

Una vez embarcados y de vuelta a la realidad, llegó el momento más emocionante cuando el pájaro despega del suelo. Imagino que es lo más cercano a aquello que cuentan sobre bilocaciones durante el sueño. El vuelo, de apenas una hora, da para ir dos o tres veces a la tualete a quien sufra de flojera intestinal. Más o menos como cuando aprieta la vejiga, obligando a buscar el baño con urgencia.

El aterrizaje es otro de esos momentos en los que, inevitablemente, a cualquiera se le puede llegar a pasar por la cabeza la idea de si ese día estará debidamente presentable para saltar a la fama ocupando la primera plana de todos los periódicos, pero normalmente pasa como en la lotería.

Con los pies en tierra, en el Humberto Delgado y con un día despejado, nos dispusimos a coger el Metropolitano para vérnoslas cara a cara con la siguiente gruta o pantalla: el check-in del lugar donde íbamos a pernoctar durante tres noches. Locas, locas noches. Ya contaré, ya. Exclusivamente la última.

Convenientemente, en la parada de Metro del aeropuerto había un señor muy atento que ayudaba a los visitantes a comprar billetes en aquellas endiabladas máquinas. Otra aventura con los dichosos bonos Viagem para quien no tenga ni idea de aquel sistema o no haya estudiado en su puta vida el portugueiro.
 Patinetes cual champiñones
Apeados en la estación de Campo Pequeno, caminando hasta el lugar de "descanso", se nos hizo extraño ver unos cuantos patinetes eléctricos sobre las aceras, dispuestos la mayoría de cualquier manera. Así como aquellas aceras hechas de adoquines de color blanco, de 5x5, de entre los cuales, en algunas zonas, brotaba la hierba que le daba a las calles cierto aire rústico. En calles con cierta pendiente, se combinaban adoquines blancos con otros oscuros más adherentes, para no dar con el coxis en el suelo los días lluviosos. Aléjate de las calles con adoquines blancos los días de lluvia, por Dios o por lo que más quieras. ¡Ay qué dolor! Más peligroso que echarse a una plaza sin capote a la hora de la verdad.

El día en que en Portugal estalle una Revolución, eso sí, los proyectiles idóneos en las calles ya los tienen bien tallaos y dispuestos todos, para que los piños de la madera bien merienden ese día.

 Llegada al hotel y la Odisea para entrar en él
No andaba muy equivocado en cuanto a mi temor por la Odisea que íbamos a pasar para efectuar con éxito la entrada en la habitación. Ante nosotros, ya había una pareja de ancianos del norte europeo viéndoselas y deseándoselas con la pantallita táctil del portal intentando acertar con la clave correcta y necesaria. Y así fue.

A la compa la habían facturado con el nombre de "Na Na", y a mí me habían cambiado el primer apellido por el segundo. Por suerte, había un teléfono de la esperanza al que aferrarse para resolver el problema, y después de media hora devanándonos los sesos, dimos con la llave. ¡Uff!

Ese día, poco tiempo hubo más que para comerse un durum en el bar de al lado, comprar algo en el colmado y planificar la ruta del siguiente día.

 Placentero despertar por cortesía de la Terminal
No hay nada como despertarse con el cálido sonido de esos pájaros de Ryan Air que transportaban cientos de tarjetas visa a lusitanas tierras. La trayectoria de la pista, tanto de idas como de vueltas, justo pasaba a unos cientos de metros sobre nuestras cabezas en Bairro do Rego. Pobres quienes hayan de soportar, a intervalos de media hora metronométrica, la musiquita de los...ones, 24/7, 365 días al año. Qué recuerdos me trajo de cuando, en el barrio, los veíamos pasar tan cerca, tan cerca que casi se les podía arrancar las pegatinas de un manotazo. Aun así, la diosa fortuna nos quiso compensar con ventanas de doble cristal y cámara de aire, que para eso somos pseudoguiris, ¡ostia ya!

 Take a walk on the guay side
A unos 5 kilómetros de allá se encontraba el puerto y, como habíamos llegado para ver ciudad y nos pillaba cuesta abajo, pasamos del metropolitano y decidimos rodar por calles secundarias, tal vez más tranquilas e interesantes que lo típico en cualquier gran capital europea, megapija y harto fea, evitando arterias principales y así escapar del estruendo automovilístico urbanita.

La diferencia es bestial de una calle a otra contigua y paralela, ya que la gran mayoría eran circuitos de motocross asfaltados, si así se lo puede llamar. Aconsejable llevar patucos de puro trekking para quien no disponga de seguro médico que cubra lesiones de tobillo laxo. A excepción, los edificios antiguos abandonados eran notables; casi una obra de arte abstracta. En uno de ellos, desde el mismo balcón del segundo piso, brotaba una joven y crecida higuera a la que no pude evitar hacerle una instantánea. E hilos de cables en otros, cual despeinada madeja esperando a que los servicios competentes la ovillaran. Por un momento creí ver una pareja de cizallas que habían anidado ahí y daban de comer a sus pequeños alicatuelos.

Aun así, conseguimos descansar oídos y pies, para lo que nos quedaba, camino de bajada hacia el Tajo.

Ya llegando al último tramo de la última y principal rambla que desembocaba en la inmensa plaza central a la vera del puerto, un pavo con cara de estraperlista nos ofreció, susurrando entre interrogantes, si queríamos algo de coca. A mí me extrañó porque no era Pascua y le dije que no. En fin, tampoco recuerdo ahora si la coca se come en Pascua, pero como allá había tiendas de pastelitos para dar y vender… pues no sé, tú. ¿Qué iba a ser? Igual las había pasado por Extremadura.

Inesperada visita a lo desconocido (música de De Tuailin Soun, maestro, por favor).

El caso es que aquella mañana-tarde casi nos pasamos más rato del palo "divagando ando" por la parada en la que sacar billete que visitando na. Eso sí, hicimos una de piernas por la joía plaza que, ¡Ay, mi má!, con tanto de aquí pa’ allá. ¡Santa María, José y olé! Lo mismo que unos niñochicos en un parque con único billete pa’ gastar, a punto de cerrar y cientos de atracciones, pero solo una a disfrutar. El tiempo pasaba volando. En un principio, queríamos acercarnos hasta la desembocadura del Tajo a probar las cosas típicas, pero los tranvías viejunos tardaban demasiao en llegar, iban repletos cual lata de sardinas, mucha cola y no atraía.

Cual pollos sin cabeza, se nos ocurrió pensar (si me lee esto la partener, me cruje en cero coma, por lo de "nos") en coger y mirar a ver si el ferry nos podía acercar.

— Tal vez cruce pallá y luego tire pacá y, casi directos, nos apeamos o saltamos antes de llegar al mar. Así que sacamos reglas, escuadras y cartabones, estudiamos las mil y una líneas y, casi al pito pito, jolgorito, cogimos la que creíamos más oportuna.

Muy curioso el interior de la embarcación. Más que un barco, parecía un superchumbo, como el avión. Se podía organizar una conferencia allá pa’ entretener al personal que no tuviese con quién hablar, de lo que fuera menos de física cuántica, porque el trayecto no duraba más de media hora, o proyectar un par de cortos en pantalla extragrande, como la de Vacaciones en el Bar. Aunque, por las pintas del resto de pasajeros, también parecía, con mucha imaginación, la sala de espera de urgencias de un hospital. Todos de allá y currelas.

Se pone en marcha y ya, al instante, comprobamos ciertamente que teníamos razón y que la cagamos hasta el colodrillo por la nula observación. Como que no, que ese no iba pallá porque, lo primero ya dicho, de aquellos usuarios no tenía ¡ni uno! pinta guiri de los "ir a visitar" y, lo segundo, que el trayecto o vector no era paralelo a los márgenes del río, oséase, longitudinal, sino transversal, como de lao a lao cruzar y ahí os quedáis, porque ya no hay vuelta atrás. De esto sí que a mí nadie me iba a enseñar, que pa’ eso fui un crack en las clases de Descriptiva cuando pintaba rayas violando abscisas. Quede claro y llano. Bueno —pensamos—, por lo menos algo nuevo veremos si no naufragamos. La aventura es la aventura y esta, nos guste o no, nos la tragamos. ¿Sí o no?

 Pos eso, que al final llegamos a puerto. A uno que parecía muerto
— ¿Sabes a qué me recuerda? A mi barrio en domingo. Me sentía como en casa, pero en portugueiro. La mar de contento.
— ¿Y a qué hora y hacia dónde vuelve a zarpar esto? —preguntamos al de la cabina.
— A tal hora y pa’ Lisboa —responde.
— ¡La rrreconcha la lora!
— No importa. Busquemos algo pa’ comer o aquí empanaos se nos pasa el tiempo y ni comemos, ni cenamos y en los asientos de la drasana nocturnamos.

 Échale a andar y sí, había vida, allá a lo lejos. Divisamos unos cuantos bares o pastelerías, pero o alguno, por lo caro, no convencía, o ninguno de los que quedaban abiertos servía porque habían chapao la cocina.

— Bueno, no nos pongamos nerviosos, tú, aunque siempre nos pase lo mismo. ¿Qué le vamos a hacer? Es nuestra cruz. Lo que es yo, tampoco es que tenga mucha hambre después del café de las diez, pero algo habrá que comer si queremos volver a pie.
— Pues caminemos mirando en el Gúgul Maps a ver qué hay por aquí y hagamos ruta hasta la hora de la cena, que algo abrirá.

Y caminando, caminando, cruzando un puente sobre unas vías de tren, empezamos a ver una serie de murales y grafitis en las paredes de algunas naves industriales, por cierto, bastante originales. Uno de ellos era una patera graaande, grande, dibujada con aparejos de pesca y algunas tablas de barcas viejas. En puro relieve. En otra fachada de nave, un par de medusas gigantescas con cabos y cabos reciclaos representando tentáculos, picotazos o cnidoblastos.

También dimos con la terraza de un bar muy curiosa. Cada una de las mesas (6 o 7 en línea), con sus correspondientes sillas, estaba cubierta por una robusta carpa tipo iglú, hecha de tubos, de aluminio posiblemente, que se ensamblaban entre sí a modo de estructura, formando triángulos isósceles. A su vez, estaba cubierta con una membrana transparente de plástico para evitar los fuertes vientos y no perderse las hermosas vistas de la ría, en ese momento en marea baja. ¡Incluso había un molino por allá, de los antiguos, sin funcionar pero a plena vista!

— Oye, qué interesante. Nunca había visto esto en ninguna parte. Tengo sed.

Y continuamos la búsqueda. Total, que navegando, navegando por una calle a barlovento, cómo no, dimos con uno de esos kebabs que no cierran nunca jamás, ni pa’ ir a cagar, y aprovechamos pa’ pedir y ver no sé qué partido de la Urocopa o Mundial. Qué más da. Lo importante era jalar, solo jalar, ná más que jalar y luego, por supuesto, aliviar.
 De Belém a Chiado y el pastel trempado
A la mañana siguiente, nos levantamos biiien frescos y mejor lubricados. Como una rosca. Esta sí que la íbamos a conseguir, costase lo que costase, aunque tuviéramos que pillar un taxi. Así que nos dispusimos a coger el suburbano para volver a la plaza y nos fijamos en un pequeño detalle del que no nos habíamos percatado. Las agarraderas del techo en los vagones tenían una forma curiosa, muy extraña. Tal vez el encargado de su diseño tuviese lejana relación con algún verdugo de tiempos pasados porque realmente parecían sogas listas para enviar un sutil mensaje a trabajadores rebeldes, ya de por sí, históricamente maltratados.

Una vez en el puerto, desistimos una vez más de coger los antiguos tranvías, puesto que pasaban autobuses que hacían el mismo servicio pero con mayor espacio dentro y no tan saturados. Con verlos de cerca ya habíamos cumplido y no merecían tanto desvelo.

Por fin llegamos a Belém y paseamos el resto de la mañana por los alrededores del Padrão dos Descobrimentos y el Centro Cultural de Belém, hasta que empezaron a sonar las tripas. Por suerte, ese día encontramos un lugar donde al final pude probar el famoso bacalao que por allá es plato típico, muy sabroso y apreciado. Además, el buen atino del maestro cocinero quiso que como guarnición vegetal, en lugar de patatas fritas, el filete fuera acompañado verduras al vapor, entre las que se encontraba una de las que tenía entendido que a ciertos paladares hacía huir: el odiado por muchos y de supuesta mala reputación, Mr. Brócoli. A pesar de no haberlo probado en toda mi vida, logró cautivar mis sentidos ópticos de tal manera, por tan atractiva combinación de colores blanco y verde hipnotizantemente brillantes que, sin dudarlo, preferí probar. Y no fue para menos, porque me dejó alucinado y me supo a poco de lo rico que estaba. Nada que ver con la textura únicamente pálida, blanquecina y demasiado tierna, a mi parecer, que adquieren cuando se hierven.

Una vez despachados y con el estómago bien aprovisionado, decidimos acercarnos a la emblemática torre medieval defensiva de Belém, situada en la misma la orilla arenosa del Tajo. Esa tarde, la marea quiso dejarnos al descubierto la totalidad del Monumento hasta los cimientos. La mayor parte del puerto, excepto por ese lugar, estaba protegido por muros de contención de piedras talladas en peligrosa pendiente, para quien pudiera, ante la falta de atención o descuido, resbalar y caer hacia el "mar". No conozco su historia, aunque se deduce perfectamente, por su descripción, cuál era su función y para lo que fue construida. Desde la zona del Padrão partieron las primeras naos portuguesas en siglos pasados aventurándose a descubrir nuevas tierras al otro lao del Charco, para desgracia de exterminados.

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Aquella tarde, la luz de aquel cielo gris medio encapotado le daba un tono a la torre siniestramente encantador. Una verdadera joya de la arquitectura, con una tarima de madera por la que se podía llegar hasta lo que parecía su puerta principal. Muy cerca de la construcción, unos cañones en los jardines contiguos, ignoro la época, pero parecían más propios de principios del siglo XX, avizoraban otra obra de bronce, a tamaño natural, del famoso Hidroavión Lusitania - Monumento a Gago Coutinho y a Sacadura Cabral, el cual perteneció a un grupo de tres aparatos, del que fue el principal y con los que se consiguió la primera travesía del Atlántico Sur hasta Brasil, en un recorrido de "8.383 kilómetros en 79 días (62 horas y 26 minutos de vuelo efectivo)".

Poco más dio esa tarde por hacer, más que caminar hacia la parada del bus de regreso, atravesando el Jardim Vasco de Gama, hasta ir a tomar un café al lado del museo de Cordoaria Nacional.

A pie, de nuevo, ya en la mega plaza del puerto, con algo de llovizna traicionera (que cuente quien le haya echado mandarinas a caminar tan alegremente por aquellas pendientes con calzado de goma), y subiendo la ramblita de los pasteles para echarnos la última pateadita del día hacia el barrio de Chiado, parece ser que a aquel ventambulador del que ya hablé anteriormente, o lo habían finiquitado por baja productividad o es que entre ellos tenían un acuerdo de no intromisión por competencia desleal, porque se nos cruzó otro distinto. Ignoro si de la misma empresa, pero este en lugar de coca nos ofreció chocolate. Aún no entiendo por qué hablaban tan bajito. Me recordó a aquel título de una película del Robe Retfor en versión portuguesa ("El Hombre que susurraba a los Turistas"). Será que no dispondrían de carné de Manipulador de Alimentos, de permiso de trabajo, de contrato, o qué sé yo. En fin. Otro al que le dije que no.

Mientras aún quedaba hilo de luz diurna, aprovechamos para acercarnos a ver aquella famosa estatua del famoso escritor sentado, y seguidamente tiramos como las cabras, todo para arriba y a la aventura, entre tanto jaleo de tráfico peatonal, hasta que decidimos bajar por otra calle con otra pendiente de eslalom gigante que te cagas, pero casi nada transitada. Por algo sería. Imagínense. Sanos y salvos, pasada la prueba reina, entre varios giros de esquina, dimos casi de bruces con un llamativo rótulo con letras de neón, color fresón, cuya exposición de escaparate me dejó algo perplejo, porque en principio pensé que sería uno de esos lugares donde la gente va a ventilar las ingles de rancias sobrecargas a altas horas de la madrugada. Pero en cuanto nos fijamos bien, no tenía pinta de serlo. Y allí, expuesto, había un cipotón de kilo, chorreando lo típico por su ladera sur. Atípica pastelería donde se encargaban esa clase de formas bizcochales para regalo de glotones/as especiales. Si aún hubieran colocado alguna otra variedad, igual me lo pienso para regalármela. Pero no, aquella era la única obra maestra expuesta y tampoco entramos a ver nada más porque no había necesidad. El cansancio pesaba más que las ganas de descubrir más. Sin saberlo, aún nos faltaba la última pantalla.

Aquella última noche en el apartamento, puedo asegurar que fue de lo más bestial e inolvidable que jamás viví. Un sin dios de campeonato. Uff. Que si ahora tú, que si luego yo. Que si no, no, que me toca a mí y más tarde a ti. Probemos acá y luego aquí. Que si no por ahí. Y yo que sí. Uno y otro más, 3+1 sin cesar. De todas las maneras habidas y por haber lo hicimos durante ¡casi tres horas consecutivas!, sin apenas pausa ni demora. No más que una durante diez o quince minutos pausamos a devorar buen trozo de embutido, a recuperar aliento y fuerzas. Pese a todo, mereció la pena el esfuerzo, para la edad que tenemos, porque la explosión de satisfacción a través de la chimenea del volcán...(cof, cof, argff...aahjú, atchís..ahjú)

(Con permiso...un segundo. Me urge respirar)

...no se hizo derrogar. En cuanto ella cayó completamente rendida, llegó sin avisar debido a que al parecerme esfuerzo insuficiente, le apliqué mayor tesón y candela durante media hora más, quemando del todo las proteínas porporcionadas por el salchichón. Quise profundizar tanto o más para caer como lirón en almohadón. Y después de agotar las últimas energías llegó el momento de la apoteosis final: 

— Ya, yaaa, ya. Uh, ah, oh, aaah.

Con pleno chorreón de alegría y emoción, la mar de contento estaba. 
Y para que fuese testigo, no pude evitar desvelarla.

— ¡Por fin, Di, que sí! ¡LOGRÉ HACER EL CHECK-IN!!! ...de los billetes de vuelta en avión, claro está ■

 ¿Qué estabais pensando, pilluel@s? Ntch. 
 Como buen caballero que soy, esas otras cosillas me las reservo.