martes, 3 de octubre de 2023

WOKES IN WAR

 O de John O’Sullivan a Margot Robbie

 en unos pocos pasos prácticos



¿Cómo se mantiene un imperio a lo largo de los siglos? En épocas pretéritas, la respuesta era muy fácil: bastaba con acumular más y más soldados y mejores defensas. Como las mejoras en materia de armamento y estrategia militar eran escasas y muy alejadas en el tiempo, y no eran comunicables en el espacio salvo que se llegara al enfrentamiento bélico directo, los escenarios guerreros no se modificaban demasiado y triunfaba aquel ejército que disponía de unas tropas más disciplinadas o una superioridad armamentística muy elemental. En el terreno psicológico, se le prestaba muy poca atención a la propaganda, ya que la idea criminalmente ingenua de los pueblos que disponían de la suficiente población y/o poderío militar para someter a sus vecinos era la de una superioridad propia innata o, de una manera más primaria todavía, la búsqueda instintiva del propio beneficio. El mismo Imperio Romano no buscó otra coartada para sus conquistas que la de la presunta superioridad de su propia civilización.

Todo esto cambió con el surgimiento y triunfo de las religiones monoteístas, que por su misma naturaleza implicaban de manera indefectible una superioridad moral de inspiración divina sobre las demás creencias y países. Así ocurrió con la invasión musulmana de la Europa del sur, sólo detenida en la batalla de Poitiers (año 732). Siglos más tarde, las Cruzadas iniciadas por el Papa Urbano II (año 1096), y probablemente motivadas por la necesidad de aliviar las constantes hambrunas europeas, recuperarían el mismo espíritu pero en sentido contrario.

Si a los griegos les había bastado con denominar a los demás pueblos como “bárbaros” para justificar su sometimiento o una pretendida superioridad cultural, el arma de la propaganda requirió de una creciente sofisticación a medida que transcurrían los siglos. Cuando las diferentes naciones “cristianas” empezaron a repartirse el mundo tras el redescubrimiento de América, sus diferentes intereses empezaron a cristalizar en distintas versiones del cristianismo original. Inglaterra creó su propia confesión religiosa, una serie de principados alemanes abrazaron el luteranismo para eludir la presión asfixiante de la iglesia vaticana, y países como Francia —hasta el periodo revolucionario de 1789—, España y Portugal se disputaron el papel de primera potencia católica europea. Cada una de estas confesiones religiosas creó sus propios instrumentos de propaganda, y la España de la más que justificada “leyenda negra” vio como tanto los colonos ingleses, franceses, holandeses o belgas igualaban o superaban sus propios desmanes, ya fuera en las mismas tierras americanas u otros continentes.

El imperialismo norteamericano, que es el que nuestras generaciones han conocido, tuvo su inicio en una presunta guerra revolucionaria que no fue tal, sino una simple rebelión de una colonia contra una metrópoli que no podía pretender superioridad sobre ella, sino que compartía una misma lengua y casi una misma cultura. La cultura que ahora conocemos como estadounidense no es más que una versión asilvestrada y extremista del clásico darwinismo “avant Darwin” inglés, es decir, la creencia en los privilegios del más fuerte que ya venía enunciada en el “Leviathan” de Thomas Hobbes, así como en la creencia de la predestinación divina de John Wesley y otros teólogos e ideólogos ingleses. La misma creencia que llevaba al novelista Daniel Defoe a creer que su familia era una elegida de Dios por haber sobrevivido a la peste e incendio de Londres de los años de 1659 a 1666. Esa creencia fundacional de la potencia esclavista norteamericana cristalizó en el concepto del “destino manifiesto”, preexistente en estado germinal en la sociedad de aquel país, pero verbalizada por primera vez de forma expresa por el periodista John L. O’Sullivan en el año 1845:

El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.

Pero una vez conquistado todo el continente americano, ¿por qué detenerse allí? Cierto que algunos espíritus díscolos como Mark Twain advirtieron de que: “Es posible ser un imperio o tener una democracia, pero no ambas cosas a la vez”, pero estas voces críticas y reticentes fueron alegremente ignoradas como no podía ser de otro modo. Los Estados Unidos surgidos de la guerra de Cuba y Filipinas contra España comprendieron que no tenían nada que temer de ninguna potencia europea, y la primera oportunidad de empezar a construir un mundo a su medida no tardó en llegar. 

El conflicto provocado por el resentimiento alemán de no haber conseguido tener su propio imperio colonial, pero deseado por todas las potencias europeas y que conocemos como Primera Guerra Mundial, fue la primera ocasión americana para plantarse en el continente europeo. Superando el sentimiento aislacionista imperante en los mismos Estados Unidos, el presidente demócrata Woodrow Wilson —un racista empedernido que organizaba en la Casa Blanca visionados privados de “El nacimiento de una nación” (David W. Griffith, 1915), probablemente la película más racista de la historia del cine, en dura competencia con “El judío Süss”, “El triunfo de la voluntad”, de Leni Riefenstahl y otras delicias de la cinematografía nazi—, llevó a su país a la guerra aprovechando el necio torpedeo alemán del buque Lusitania y la no menos torpe conspiración enunciada en el “Telegrama Zimmermann”. Pero ya no estábamos ni en los tiempos de Julio César, ni en los de las cruzadas medievales, sino que la propaganda tenía que ser un poco más sofisticada. Si tras los misteriosos atentados del 11-S, casi un siglo más tarde, la Casa Blanca recurriría al talento de los guionistas de Hollywood “para prevenir futuros atentados”, en 1917 se recurrió a la inventiva de un tal Edward Bernays para diseñar la propaganda necesaria para conducir la guerra. El propio Bernays definía su trabajo como “psychological warfare”, y tuvo numerosos imitadores que siguieron sus métodos, entre ellos un tal Joseph Goebbels, reconocido discípulo suyo. Por su parte, el propio Hitler proclamó con total claridad en su libro “Mein Kampf” que todo lo que sabía de propaganda y manipulación de masas lo había aprendido de los enemigos británicos, lo que no obsta para que los medios occidentales actuales y el público en general crean como a las Santas Escrituras lo que suele publicarse en la prensa de la Union Jack, sea prácticamente sobre el tema que sea.

¿Cómo cabe justificar cosas como los innumerables golpes de estado sanguinarios dados en América Latina y en otros países del mundo sin una creencia casi religiosa en la propia superioridad de credo económico, cultural, societal e incluso racial? ¿Hiroshima? ¿Nagasaki? ¿La guerra de Corea? ¿El genocidio cometido en Vietnam, donde murieron tres millones y medio de “amarillos para que no se volvieran rojos” a cambio de la vida de 58.000 soldados norteamericanos? ¿Las barbaries cometidas en el Oriente Medio, especialmente en Iraq y Libia —con cooperación, eso sí, de los “aliados” europeos?—. Todo esto sólo puede justificarse ante la opinión pública y ante la Historia a través de un lavado de cerebro intensivo a través de la propaganda como el que denunció el dramaturgo Harold Pinter en su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura en el año 2005, cuando el genocidio perpetrado en Iraq todavía estaba fresco en la memoria colectiva.

¿Pero qué ocurre cuando uno o varios de los pilares de esas creencias supremacistas se resquebrajan y ya no resultan aceptables para la opinión mundial en general y ni siquiera para grandes sectores de la propia población? Aunque muchos sigan creyendo con el viejo supremacista Rudyard Kipling en la leyenda de “The white man’s burden”, o sea, el deber civilizatorio del hombre blanco cristiano sobre los pueblos considerados inferiores, esa es una doctrina difícil de vender en un mundo cada vez más globalizado y laicizado, y en el que cada vez hay más naciones que comparten la peregrina idea de que sus derechos deberían ser por lo menos iguales a los de la gente de piel blanca. No basta con un V. S. Naipaul o con un Vargas Llosa para manipular la opinión pública mundial. A veces no basta ni siquiera con la CNN, la BBC y los medios generalistas de casi todo el mundo para defender ciertas ideas periclitadas. Por lo tanto, es necesaria una ideología que legitime un supremacismo de nuevo cuño, y por eso surgió, tras una trayectoria de varias décadas, lo que hoy conocemos como ideología woke. En definitiva, una especie de sucedáneo del cristianismo puesto al día.

La ideología woke, a diferencia de las teorías revolucionarias de los Black Panthers de los años 60, no aspira realmente a cambiar el sistema, sino a integrarse “mejor” dentro del mismo. Sus herramientas para conseguir ese loable objetivo son a menudo tan esotéricas y confusas como un episodio de “Expediente X” o de “Cuarto Milenio”, pero la misma modestia de lo que supuestamente se pretende obtener le da un aura de aspiración realista que resulta seductora. Su lucha antirracista se limita a pedir, como máximo, menos uniformados en las calles o incluso la supresión de las fuerzas policiales, una petición arriesgada en un país en el que, por ejemplo, abundan los francotiradores caprichosos que empiezan a disparar contra la multitud por los más diversos motivos, uno de los cuales suele ser el mismo racismo endémico de la sociedad estadounidense. También se suele exigir la enseñanza generalizada de la CRT —Critical Race Theory—, una doctrina que tiene la virtud de llevar al paroxismo histérico a los gobernadores estatales del Partido Republicano. Pero eso sí, se da casi por supuesto que, una vez superado el racismo, “The City on a Hill” americana —otra referencia bíblica— de la que hablaba Ronald Reagan se impondrá en los cincuenta estados de la Unión.

En temas de feminismo, la ideología woke, aunque por su misma difuminación esto pueda parecer discutible, pone mucho más énfasis en la lucha de cromosomas que en la lucha de clases. Es decir, tiende más a la androfobia —un clásico del feminismo estadounidense también exportado a Europa— que a la teoría de la explotación capitalista de las clases trabajadoras (1). Por lo tanto, su feminismo a lo Barbie no se preocupa demasiado de la suerte de millones de trabajadoras, a menudo madres solteras, que necesitan dos puestos de trabajo distintos para pagar el alquiler de una simple habitación, sino de la indispensable lucha entre Barbies y Kens para conseguir que algunas mujeres alcancen los mismos privilegios que algunos hombres y tengan salarios que sean 250 o 350 veces superiores a los de los empleados medios de su misma compañía, como es el caso de Mary Barra, la actual presidenta de General Motors y otras próceres del capitalismo yanqui actual. Todos los temas LGTBI, como es natural, se tratan también desde una perspectiva similar, como si la vida de un homosexual o transexual sin techo fuera la misma que la de un millonario gay. Por otra parte, personajes como Madeleine Albright, Hillary Clinton, Victoria Nuland o la inefable Margaret Thatcher —esa misógina irredenta a la que algunos/as todavía tienen la inmensa jeta de presentar como icono feminista—, han demostrado con creces la misma implacabilidad o similar que la del presidente Truman cuando la bomba de Hiroshima.

Con todo este arsenal ideológico en las cartucheras, la visión woke de la política exterior estadounidense era bastante previsible. Como es natural, se trata de combatir el totalitarismo, la homofobia y el machismo allí donde se encuentren, dado que esta es la nueva religión que justifica las conquistas actuales a la manera de una nueva Jerusalén, pero preferentemente en aquellos países que no tengan una visión amable del imperialismo yanqui. De ahí que en cierto artículo de prensa cuyo autor no recuerdo, se le reprochase a China el no ser capaz de producir un personaje como Lady Gaga, dado que al parecer la cultura china tiene la obligación de ser un calco de la yanqui, mientras que cierta periodista del The Guardian, otro célebre vocero del imperialismo anglosajón con etiqueta y reputación de “medio fiable”, una tal Emma Graham-Harrison, escribía en un artículo reciente que el ex primer ministro pakistaní Imran Khan, nada partidario de unirse al esfuerzo otánico en Ucrania y por ello derrocado en una típica maniobra de lawfare, era “un playboy diletante y misógino”, presumiblemente porque la tal Graham-Harrison había realizado un examen sobre los militares y políticos adversarios paquistaníes de tendencia a menudo islamofascista que les eximía de estos pecados. Ejemplos de este tipo podrían citarse a montones en la prensa supremacista anglosajona, pero este artículo ya empieza a ser demasiado largo para su propósito. En cualquier caso, las cruzadas y guerras con abundancia de “efectos colaterales” del presente y del futuro ya han recibido la bendición de la nueva Roma.

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 (1El libro de la autora Barbara Ehrenreich “Nickel and Dimed: On (Not) Getting by in America” (traducido en España como “Por cuatro duros: cómo (no) apañárselas en Estados Unidos”) sería una de las pocas excepciones en este sentido, aunque sería bastante discutible adscribir a Ehrenreich al movimiento “woke”.

V E L E T R I