La reciente decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de revertir el veredicto tomado en el caso Roe vs. Wade hace casi 50 años y privar de esta forma a millones de mujeres del derecho al aborto , al dejar la decisión sobre el mismo al libre arbitrio de los estados, no ha pillado a nadie de sorpresa dada la composición del tribunal, en el que se encuentran seis opusdeístas encumbrados al púlpito en un país de mayoría protestante. A lo largo de las últimas décadas, el Partido Republicano no ha desaprovechado ni una sola oportunidad de colocar a alguno de sus juristas predilectos y ultramontanos en el alto tribunal, mientras que los demócratas han actuado con su proverbial tibieza –cuando no entreguismo- de siempre, evitando los conflictos con los republicanos sobre este tema incluso cuando parecía inevitable ensarzarse en ellos. Por supuesto, los jueces que han tomado esta decisión saben perfectamente que no sólo los estados que han legalizado el aborto seguirán permitiéndolo, sino que las mujeres que residan en estados antiabortistas emigrarán hasta encontrar un sitio donde puedan practicar la operación que buscan, ya sea Canadá, México o cualquier otro estado norteamericano. Pero aquí se trataba no sólo de demostrar quien posee verdaderamente el poder, sino también de tomar una revancha de todo lo ocurrido en las permisivas décadas de los años sesenta y setenta del pasado siglo. La muchedumbre misógina, racista y reaccionaria no iba a conformarse con menos, aún a riesgo de que las poblaciones negra y latina, al ver dificultado el acceso al aborto, puedan crecer todavía más de lo previsto en las próximas décadas.
Sin embargo, hay un aspecto que a mí es el que me parece más interesante, y que está escapando a muchos análisis. Y es la posibilidad de que, desde un punto estrictamente legal, el SCOTUS (Supreme Court of the United States) tenga pura y simplemente razón.
En efecto, en ninguno de sus artículos o párrafos menciona la constitución de los Estados Unidos el derecho a abortar. ¿Y cómo iba a hacerlo en un texto redactado hace 246 años por un grupo de patriarcas esclavistas y comerciantes de la Nueva Inglaterra?
Una de las ideas que hay que desechar es que la revuelta que tuvo lugar en la América del Norte tuviera un carácter revolucionario, a diferencia de lo que si ocurrió con la revolución de Cromwell en Inglaterra en 1640 y, sobre todo, con la Revolución Francesa, la cual, como han mostrado todos los historiadores que la han tratado seriamente, no fue una sola revolución, sino como mínimo tres que se desarrollaron de manera paralela; la de los jacobinos, la de la Montaña, y la revolución protocomunista que encarnaron hombres como Graco Babeuf.
La llamada Revolución Americana, por el contrario, fue una revolución de grandes terratenientes esclavistas del sur e industriales de los estados del este contra el dominio colonial inglés, que frenaba o impedía empresas como la expansión más allá de los Montes Apalaches o los conocidos impuestos y aranceles decretados por la corona británica. El hecho de que en Inglaterra se alzaran cada vez más voces pidiendo justamente la abolición de la esclavitud fue justamente un motivo adicional de alarma para los terratenientes esclavistas sureños. Lo que se vendía como revolución democrática era en realidad un régimen político de propietarios en el que sólo los hombres blancos con una cierta fortuna tenían derecho al voto y a participar en la vida política. En realidad, en esto no era muy diferente de los pocos países europeos que ya entonces tenían un régimen político con un embrión de democracia burguesa. El derecho a voto para todos tardaría más de siglo y medio en conseguirse y eso de manera gradual –hasta los años sesenta del siglo XX los negros sureños no tendrían un derecho a voto real- , y no sólo eso; cuando uno lee los textos de los artífices de la independencia norteamericana, lo que encuentra es una cierta pobreza intelectual si los compara con las obras de los enciclopedistas franceses o con todo el debate político que conllevó la Revolución Francesa. En un artículo reciente, el periodista Thierry Meyssan hacía notar la diferencia entre la concepción anglosajona de los derechos del hombre, que apenas reconocen sino el derecho a la propiedad y la libre expresión, y los derechos del hombre proclamados por los pensadores franceses, que implicaban una participación política constante de la ciudadanía. Los autores de la constitución americana –Washington, Adams, Madison, entre otros- tenían muy claro que los asuntos de gobierno tenían que estar en unas pocas manos. Algo parecido ocurre con el sistema electoral estadounidense, en el cual lo realmente determinante no es el voto popular, sino el voto de los delegados por el colegio electoral de cada estado.
Por lo tanto, nada de lo ocurrido en ese Tribunal Supremo puede venir como una sorpresa. Pero el tribunal en cuestión no se ha limitado a cercenar el derecho al aborto de las mujeres norteamericanas. También ha privado casi de competencias a la EPA Environmental Protection Agency) al determinar que también en este asunto son los estados los que deben tener las competencias a la hora de determinar cuántos gases y sustancias tóxicas pueden desprender las empresas en sus procesos de producción. Se trata de volver a un tema preferido de los republicanos en las últimas décadas; minar las competencias del gobierno de Washington a fin de mantener con mayor facilidad los numerosos reductos de supremacismo, radicalismo religioso y desprecio total al medio ambiente en beneficio de las grandes compañías. Todo eso bajo el rancío lema de los “state rights”, invocados en su día por el mismísimo Ronald Reagan. Por supuesto, que el mantener esta política ecocida implica también un negacionismo no sólo religioso sino también referido a las cuestiones del medio ambiente.
Pero esta extrema derecha norteamericana no se limita a orquestar todas estas campañas dentro de su propio territorio, sino que sabe exportarlas al resto del mundo, a menudo bajo la batuta de Steve Bannon, el más famoso de los consejeros del anterior presidente Trump, y líder autoreconocido de la llamada Internacional de la Alt-Right, la derecha alternativa con sus verdades alternativas y casi sus universos paralelos. Una de sus teorías favoritas es la célebre “Replacement Theory”, según la cual unas élites mundiales, probablemente dirigidas por George Soros, estarían llevando a cabo un plan para sustituir a la raza blanca por la raza árabe o africana en Europa, y por las diversas minorías étnicas en los Estados Unidos, donde la mayoría WASP, que según los cálculos dejará de ser tal alrededor del año 2044, se convertiría en minoritaria en su propio país.
También la práctica del llamado “lawfare” se ha extendido de los Estados Unidos a muchos países del mundo. El caso de Brasil y la persecución política a los líderes progresistas Lula y Dilma Rousseff fue paradigmática en este sentido dentro de la famosa operación Lava Jato, un muestra de manual de cómo una operación policial y judicial puede convertirse en realidad en una purga política. Pero operaciones muy parecidas se han dado en países como Polonia y ¡oh, herejía!, en la Ucrania del supuesto héroe de la democracia Zelenski. En España tenemos nuestra propia casta judicial, poco menos que inamovible e inasequible al desaliento, y , mucho más todavía, a la renovación.
En la Edad Media y en los siglos que precedieron a la Revolución Francesa, se tenía por verdad establecida que los reyes lo eran por derecho divino. Más tarde, la aparición de la Ilustración y de la democracia burguesa dio fin a esta idea, aunque no necesariamente a la monarquía que se ha perpetuado en diversos países europeos bajo la apariencia de la monarquía constitucional. Pero en las modernas democracias limitadas, en las que la voluntad de la ciudadanía cada vez cuenta menos y la de los poderes en la sombra cada vez resulta más evidente y asfixiante, los jueces de instituciones como un tribunal supremo , especialmente si su mandato es de por vida, han adquirido un cierto halo de divinidad. El que muchas de sus decisiones sean consideradas como delirantes por los ciudadanos es un riesgo que el sistema ha decidido asumir alegremente.