Por ejemplo: Colón no descubrió América, descubrió el sistema-mundo europeo y este existió como tal cuando supo de la existencia de América.
Es decir, cualquier ente o entidad y su identidad (rasgos que caracterizan al sujeto o a la colectividad frente a los demás), solo pueden existir como consecuencia de su relación -a menudo polémica- con el otro. Dicho más gráficamente, un cuerpo solo puede situarse espacialmente en relación con otro, no tiene ese cuerpo una situación espacial inmanente, intrínseca, que lo sitúe individualmente en ese sentido.
No existía -por ejemplo- una identidad palestina anterior a la existencia de Israel. Por extensión, ni un solo grupo humano, una persona, etc., incluso los elementos del universo, pueden existir si no es en relación con otras cosas. Nosotros no vemos un color, vemos la diferencia entre varios colores; si solo existiera un color, no veríamos ningún color. Lo que vemos son diferencias, contrastes, siluetas solo visibles si se recortan sobre un fondo diferente. Y esto sería aplicable a cualquier grupo humano que tenga la pretensión de tener cosas en común, pero que tendría dificultades para definirlas. Por ejemplo, ¿Qué tienen en común los judíos? Nada! Lo era el ateo alemán Engels y lo es un creyente judío estadounidense; uno hablaba alemán y el otro habla inglés, hay judíos asquenazíes rubios que se asentaron en la Europa Central y Oriental y judíos negros en Etiopía. Preguntémonos qué es un gitano, es evidente que es uno que no es un payo. Y un payo ¿qué es?, pues uno que no es gitano. No hay más, eso es así.
Abundando en todo eso, se puede afirmar que Israel como nación que se erigió en Estado surgió del antisemitismo. Fue el antisemitismo el que le dio identidad.
Asentada la premisa, digamos que la nación catalana, por ejemplo, la identidad cultural e histórica catalana existe, no porque esa identidad se haya formado por sí misma, sino que lo ha hecho en relación a otras identidades diferentes a ella que la rodean. Son «los otros», es la mirada de «otros» quien le devuelve el status de ente diferenciado y viceversa.
Lo mismo ocurre cuando hablamos de ideologías. Yo no me identifico, por ejemplo, como anarquista o marxista o liberal, sino que son los otros, los que me identifican como tal.
La identidad no es un fenómeno natural; las jirafas no tienen identidad pues no tienen nombre ni lo necesitan, van a su bola vacilando con su largo pescuezo por la sabana o los bosques abiertos sin esa preocupación.
La identidad es una dinámica, un fenómeno dialéctico, siempre está en movimiento y su contenido es arbitrario y es la resultante de conflictos, de intereses, etc., y la chispa que encienda el conflicto puede ser cualquier cosa, qué más da.
En cualquier realidad, la que sea, yo puedo tener una identidad, pero si tuviera que definirla o discutirla con los que supongo que la comparten y se sienten orgullosos de ella, sería un lío, pues es un tremendo cristo verbalizar lo que somos y tenemos en común con los semejantes, con los que nos sentimos más apegados.
Este es el caso de Catalunya, o de cualquier otra nación. ¿Qué tenemos en común los catalanes? Podemos hablar del apego a la tierra (un factor entre muchos posibles), pero ¿Qué hacemos con el que no lo tenga y esté por otros apegos? ¿No lo consideramos catalán?
Por eso el factor de integración, contiene a su vez el factor de exclusión. Es decir, todo lo que puede integrar a unos puede hacer sentirse excluidos a otros. Además, ¿cómo se mide todo eso? ¿Existe «un solo pueblo»?, ¿Qué es ser catalán?. Sabemos qué es ser español pues es objetivable en la medida que implica una nacionalidad administrativa.
Por tanto, más allá de querer definir la identidad catalana, lo que importa es saber en qué consistiría una Catalunya libre. Cualquiera que aquí estuviera, sería catalán por definición aunque solo hablase chino mandarín, llevara el chador o se sintiera solo andaluz. Por otra parte, ni el español más acérrimo se negaría a tener, además, los derechos de ciudadanía de Catalunya si aquí viviera.
En
un hipotético Estado independiente catalán, a ninguna persona
establecida en Catalunya, se le podría negar la ciudadanía
catalana, estuviera o no de acuerdo con la independencia o no hablara en catalán.
Por otro lado, cualquier Constitución estatal es incompatible con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que afirma en su Artículo 1: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»; en contraposición, nuestra Constitución proclama en su Artículo 14: «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», y eso implica que los que no son españoles, no son iguales ante esa Ley. Por eso, y entre otras razones, se trata de manera diferencial a los que llamamos inmigrantes, puesto que no tienen derechos de ciudadanía. Y también por eso, cualquier proyecto de independencia, ha de observar que no puede adjudicarse la ciudadanía a partir de valores morales, culturales y de origen.
Finalmente, si hay alguna cosa que caracterice históricamente y de manera amplia y profunda una cierta identidad catalana, es la lucha social, la lucha compartida, las barricadas, los contenedores ardiendo, la oposición al Estado heredero del franquismo haciendo nuestras las calles; eso sí que es cultura popular y tradicional reivindicable. Esa ha sido fundamentalmente (hasta ahora) la historia de Catalunya que más nos identifica hoy. Esa es buena parte de nuestra identidad compartida.