domingo, 25 de septiembre de 2022

DEIÀ, MITOS Y REALIDAD

Recordando a los antiguos juglares galeses, harapientos y flacos, que se juntaban a la sombra de los árboles para cantar versos, escribe Robert Graves en “La Diosa Blanca”: “Las tres cosas que enriquecen al poeta son los mitos, la potencia poética y un surtido de poesía antigua”.

Arribé a Deià el 7 de diciembre de 1985, el mismo día que murió Robert Graves muy cerca de donde me hospedé. No esperaba conocerlo, llevaba diez años inmóvil y callado por una demencia, pero quise palpar el aroma de ese pueblecito de apenas 800 habitantes, la mitad extranjeros y artistas, llegados a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, atraídos por el magnetismo de los olivos milenarios, el olor de los naranjos en los huertos con paredes de piedra, las higueras azuladas y los tonos rojizos de la sierra Tramuntana, todo envuelto en los turquesas marinos mediterráneos y en el mundo poético que creó Graves.

Mientras acomodábamos en la pensión maletas y trastes de pintar, escuchamos la noticia. Muerto el dios principal del Olimpo, alrededor del cual giraba la vida artística, intelectual y poética de Deià, pudiera parecer que llegamos tarde para comprender el origen de esa sinergia. Pero nada muere completamente, nos sumamos al movimiento esa misma noche. Las campanas tañían, seguimos a los vecinos que, colina arriba por las calles empinadas, con cirios encendidos en las manos y sin llantos, iban relevándose para llevar a hombros el féretro hasta la iglesia situada arriba, donde iba a permanecer el ataúd hasta la mañana. La luna menguante brillaba haciendo un último homenaje al poeta que tanto la reverenció.

Caminar tras los hijos del creador de “La diosa blanca” y de “Yo Claudio”, el día que reposarían sus restos bajo la sombra de un ciprés, era una extraña puerta de entrada en el mundo Deià. Al día siguiente lo enterrarían en el peculiar cementerio encastillado situado en la cima y desde el que se puede otear el mar en su inmensidad y la sierra de Tramuntana. Una pequeña losa cubrió su tumba, en la que alguien escribió a mano sobre el cemento húmedo este sencillo epitafio: Robert Graves, poeta.

Seguimos transitando la noche, deambulamos entre los bancales, olía a olivo, el espectáculo de la luna menguante con el perfil de una diosa blanca rompía la oscuridad. No muchas veces se ve un claro de luna tan resplandeciente. Provocaba en la mente la sensación de no vivir de día ni de noche sino en otra estancia donde los olivos vigilaban un sueño de luces y sombras primitivas. Era el reino de la diosa Luna.

En las afueras nos cruzamos con Joan Bibiloni, con quien coincidiríamos muchas veces. Nos presentaron, hablamos de la muerte como era natural y de la claridad de la luna, como también era obvio. En aquellos caminos nocturnos cualquier voz humana se amplía, descubrí así otro de los misterios por los que un músico queda atrapado en esos parajes.

Bibiloni siguió por la carretera con su guitarra al hombro. Y nosotros, mi compañero y un amigo, continuamos recorriendo los alrededores. Yo había leído “La Diosa Blanca”, recordaba el capítulo de “La Batalla de los Árboles” recogido de un poema galés medieval. Al parecer los druidas crearon un alfabeto adjudicando nombres de árboles a cada letra. Me había impresionado ese relato y entre bromas y lances poéticos fuimos componiendo otro abecedario con los nombres de las plantas que veíamos. Hacía frío, no queríamos despertar a la dona de la pensión a hora tan avanzada, así que dormimos en casa del amigo con la intención de buscar enseguida algo de alquiler cerca del acantilado.

A cien metros del llamado camino de los pintores que bordeaba los acantilados rosados, rodeada de terrazas de olivos y limoneros nos alquiló una casa la señora María, frente al mar, con la suerte de poder pagar con cuadros, transacción común en una aldea de artistas, lo que al mismo tiempo nos obligaba a no relajar en el trabajo.

Sin disfraces, sin apellidos, sin luces de escenario, los artistas se reunían en las calles, en los bares, en la cala, por los caminos del Teix, en todas partes, buscando una inspiración en un color, en un aroma, o entre los centenarios pinos que caían hacia el mar, donde a los pocos días de la muerte de Graves bajamos gentes vestidas de blanco para hacer un homenaje espontáneo a quien fue mecenas, musa y maestro poético. Alguien deslizó unos versos emulando a los bardos celtas. Mi compañero pintó un mandala blanco sobre una roca, otros bailábamos, dulce blancura de juventud, la verdad es que acabamos algo confusos tras innumerables versos y muchas botellas de hierbas mallorquinas y tunecinas. La pintora sueca que teníamos por vecina, trajo unos dulces que agradecimos porque mucha de aquella gente vivía sin mucho comer y con no poco beber.

Nos instalamos en la casa rodeados de olivos y ovejas grandes, rosadas y bravías como las ovejas griegas, dedicados a absorber y reflejar en la tela y en los papeles cuanto veíamos y sentíamos. En primavera ya pudimos hacer una exposición. Tomás (hijo de Robert) había montado una imprenta, nos hizo los carteles, era educado y afable. Varias veces me bajó en coche por el camino de la cala (enseguida contaré el motivo) que su padre había hecho arreglar, me contaba pequeñas ternuras de la infancia, cómo de niños los llevaba corriendo para bañarse, incluso un verano había alquilado una mula para llevarlos

El motivo de aceptar bajar en coche (algo para mí impensable, soy pedestre) tuvo que ver con los guardianes de Narcís Serra, entonces señor ministro, que veraneaba en una casa cercana. Ocurrió que una noche de luna clarísima, bajábamos mi compañero y yo andando con el caballete y la bolsa de los colores, con el deseo de esperar el amanecer en la cala, estirando así los sentidos que recogerían mejor el ambiente, cuando nos dan el alto dos guardias civiles, nos preguntan dónde vamos y qué vamos a hacer, era evidente pues llevábamos dos lienzos blancos montados, ¡que cómo íbamos a pintar de noche! dijo uno, mientras el otro cogió la bolsa de los colores y hurgó y hurgó tanto que sacó la mano manchada de óleo y no se le ocurrió más que limpiarse en su traje verde, hasta que quedó “hecho un cuadro”, y empezó a gritar “¿Con qué se quita esto?”. Menos mal que la cosa no fue a más y nos dejaron continuar.

Cada vez que venía al pueblo el señor ministro, era tan desagradable ver a los pistoleros apostados, que yo aceptaba cualquier invitación a bajar en coche.

De los 4 hijos de Graves y de Beryl, su segunda mujer oficial con la que vino ya de forma definitiva en 1946 (había dejado otros cuatro hijos en Inglaterra de la primera mujer) con quien más relación tuve fue con Tomás y con Lucía, mujer de dulce voz, traductora de las obras de su padre, también cantaba acompañando a su marido, el músico Ramón Farrán. La madre, Beryl, era una mujer tranquila, todo lo contrario a la locura de la poetisa Laura Riding, la musa inspiradora de la diosa blanca, que tanto había influido en Graves para bien y para mal y con la que se instaló en Deià por primera vez en 1929. De Laura contaban chismes los lugareños, (nunca escuché a los hijos hablar de ella), muchos hongos alucinógenos y una cabeza exhibicionista dejaron historias para contar y recontar.

La vida del escritor estuvo plagada de relaciones con mujeres a las que llamaba musas, mucho más jóvenes que él casi siempre, con la aceptación respetuosa de Beryl. Una de las últimas, una ilustradora, no recuerdo el nombre (se hacía llamar según el tiempo por dos nombres distintos) cuentan que convocó en la cala a un viejo ya Robert y al poeta sufí Idries Shah, los mandó desnudar y meterse en un círculo que ella había pintado en la arena con sangre de conejo, los embadurnó con la misma sangre y situando la mano derecha de cada uno sobre el corazón del otro, les hizo repetir: “Cuando uno llame, el otro vendrá”, dio un grito y marchó aporreando un tambor. Era manipuladora y narcisista.

Los dioses, las musas y las diosas tienen su reverso de la moneda y como lo personal se halla incardinado con las obras de arte, no sabemos en qué medida la inspiración surge del amor o del horror. Es la Triple Diosa, que se mueve entre la pasión, el tormento y la poesía.

Por las noches nos veíamos en el Charlie Tron's, un local donde podías encontrar a Mike Olfield, a Kevin Ayers bien cargado de alcohol casi siempre, al ambidextro Ollie Halsall, a Bibiloni y a otros grandes, que pasaban por invisibles y tocaban el piano o la guitarra de forma espontánea, acudía también la banda de Tomás y Juan Graves, me sentaba al lado de Lucía en un extremo del local y observábamos el espectáculo artístico-lisérgico. En ocasiones yo no sabía a quién escuchábamos, se hacía música, se bebía, se cantaba, y algunos se cargaban de polvos blancos. Pura inspiración, locura, teatro, y bastante desfase, que vivirlo entonces semejaba una pasión encendida por la vida, pero no muy tarde percibimos el peligro. La moza que entonces estaba con Ollie nos alertó de las consecuencias. Deià descarga sus largos látigos sobre la cordura y si no sabes parar a tiempo te traga como una planta carnívora. “Mallorca es el paraíso, si puedes resistirlo”, avisó Gertrude Stein a Graves, la primera vez que vino. Por eso Bibiloni un día dijo que pronto regresaría a Manacor, Tomas Graves y su compañera también marcharon a vivir a otro pueblecito malloquín, el magnetismo y la conjunción de arte, hierbas y locura no se puede soportar mucho tiempo.

Al llegar el verano apareció por allí mucha gente, entre ellos la recua de Almodóvar, se instalaron en Llucalcarí, una aldea próxima con una playita paradisíaca de barro donde nos enlodábamos, el contraste de sus modos exhibicionistas y groseros con el ambiente tan límpido me provocó tal náusea que aún no me ha desaparecido.

Otro habitante era el pintor alemán Mati Klarwein, un tipo simpático que atraía a su alrededor a una corte de aduladores que lo tenían como un dios o un benefactor más bien, a él le molestaba. Mati era el pintor rico, su obra merecía ser bien considerada, había pintado años atrás la portada del disco Abraxas de Santana, con la Diosa Negra que anhelaba Robert Graves. Por las noches se sentaba en el bar, siempre al fondo, ocupando dos o tres mesas para su círculo de “moscas”. Murió hace poco y está enterrado también en el cementerio de Deià, al igual que Kevin Ayers, y un número grande de artistas que dejaron allí su sombra.

Podría alargar el relato con muchos nombres y experiencias, pero no es el soporte adecuado. Acabaré solo hablando de Maciá.

Maciá, el payés, tenía cabeza de pájaro, hablaba poco, sonreía a foráneos y vecinos, lo saludaban como al tonto simpático del pueblo. Por las noches en el bar permanecía largas horas apoyado en la barra con una cerveza. No miento si digo que fui de las pocas personas que pasaban tiempo charlando con él, le preguntaba por su huerto, las patatas que decía eran las mejores. Me contaba historias, unas verdaderas y otras fantásticas, tenía un profundo conocimiento de las plantas, de los árboles, de las hierbas, y adornaba los relatos con versos de la mitología celta.

Transcurrido el tiempo, pienso que fue el campesino Maciá, quien absorbió mejor el aura poética del entorno que Graves había adorado y había reflejado en su obra, mucho más que cualquiera de los mil artistas que lo han intentado con sus aperos.

Entre tantos dioses, tanto arte, tanta locura y tantos desfases, ese payés sencillo representaba una claridad encendida, el verdadero espíritu de Deià, la tierra y la luna que cautivaron a Robert Graves 50 años atrás.

Para los druidas celtas Maciá hubiese sido el manzano silvestre del alfabeto.

E I R E N E