Sorprendiéndome estos días por la premura con la que se propagan las noticias, hasta las más simples que tienen que ver con una pequeñísima marca algo mayor que un punto, pero menor que una letra, pensé también en las ondas con las que se transmite el miedo, esa emoción que contagia con la rapidez de un rayo y nos envuelve a los seres, humanos o animales (no sé si las plantas conocen el miedo) sin que podamos entender de qué fuente interna nace esa sensación que a veces no tiene viso alguno de realidad, pero que nos sobrecoge como si la muerte nos atrapase e inmovilizase para siempre. Como me acogió a mí una noche de mi infancia, una gabardina colgada de una percha en un cuarto oscuro.
Tan desgarradores avisos llegaron hasta la cocina. Y allá fue la abuela, que era de armas tomar, con un cuchillo que agarró de encima de la mesa.
Al poco volvió la abuela riendo, intentando que saltásemos del mundo del miedo al mundo real del colorante, pero era imposible, el corazón nos latía desenfrenado y la noche la pasamos en la cama, abrazadas mi amiga y yo, tapadas las cabezas con sábanas y mantas, sin apenas movernos del centro del colchón.
Y es que el miedo es un componente universal con el que nacemos y compartimos con otros animales, quizás el temor continuo a la muerte, a la desaparición, unido al instinto de supervivencia y en nosotros amplificado por las distintas culturas que nos han transmitido su temor a lo desconocido, a las fuerzas de la naturaleza que no podemos controlar o a lo que se escapa a la percepción y al saber de la ciencia.
En la antigüedad el modo de exorcizar los miedos eran los mitos, aportaban un orden a la realidad, la hacían entendible, al igual que los niños cuando escuchan un cuento de hadas, de príncipes o de ogros, saben dirimir las diferencias entre la vida real y el mundo de la fantasía. El pensamiento simbólico que aún conservan les ayuda a comprender que una princesa o una bruja malvada pertenecen a ese mundo encantado que existe mientras el adulto les lee el cuento y se acaba cuando termina el mismo. Así exorcizan sus temores, con personajes fantásticos que son representación de ellos mismos y que les ayudan a saber afrontar los peligros diarios de la vida.
El error y el rompimiento de esa catarsis necesaria para sobrevivir con energía los avatares de la vida diaria, ha ido imponiéndose con el estilo de vida basado en el mercantilismo más atroz, verdadero ogro que corroe hasta las entrañas la vida de las personas. Ya las máscaras del teatro griego se han convertido en nuestra propia personalidad, máscaras creadas en el taller de los mercachifles que nos imponen cuentos confusos que no justifican el miedo a los peligros porque solo tienen por objetivo la venta y el robo de los huevos de la gallina y del anillo mágico del hada.
Tras esta reivindicación (quizás controvertida) de los cuentos y mitos para superar los miedos de la infancia, paso a contar otra historia, esta vez tiene que ver con los hombres de negro reales.
Ahora nos tragamos todos los sapos, apretamos las sombras de la mente para que no nos estalle la cabeza, mantenemos a raya a la amígdala, no sea que se dispare algún mecanismo que nos haga gritar, pelear, salir corriendo o dirigirnos con un cuchillo a los que diseñan nuestras vidas y nuestros cerebros, a los ogros reales que han conseguido catalizar nuestro miedo ante los peligros y convertirlo en ciega aceptación y mansedumbre.
No intento que se titule “desesperanza” este texto, muy al contrario, reivindico el mito, el relato, la historia, la máscara, las salidas nocturnas de Drácula, el cuervo de Poe diciendo “Nunca más”, el aullido del hombre lobo, la dama del Lago aprendiendo las artes mágicas de Merlín y toda clase de vampiros que sigan poblando las hojas de los libros o las cintas de los films, incluso alguna zona de la percepción que por ahora nos es desconocida.
Solo apelo a un modo de catarsis para aprender a liberar la amígdala, hoy secuestrada, que desencadene todas sus reacciones naturales ante cualquier peligro de los muchos a los que estamos sometidos en nuestra vida diaria, sean momentáneos o tan alargados en el tiempo como la sombra inacabable de kilométricos cipreses que nos mantienen en el mundo oscuro de la servidumbre.