lunes, 6 de marzo de 2023

EL MIEDO Y LOS MITOS

Sorprendiéndome estos días por la premura con la que se propagan las noticias, hasta las más simples que tienen que ver con una pequeñísima marca algo mayor que un punto, pero menor que una letra, pensé también en las ondas con las que se transmite el miedo, esa emoción que contagia con la rapidez de un rayo y nos envuelve a los seres, humanos o animales (no sé si las plantas conocen el miedo) sin que podamos entender de qué fuente interna nace esa sensación que a veces no tiene viso alguno de realidad, pero que nos sobrecoge como si la muerte nos atrapase e inmovilizase para siempre. Como me acogió a mí una noche de mi infancia, una gabardina colgada de una percha en un cuarto oscuro.

Vivíamos en una casa del extrarradio de una ciudad (provinciana, añadirían los madrileños), con un pequeño jardín delante y dos patios detrás. Tendría yo 8 años, rascaba un invierno de noches congeladas y cielos limpios. Acababa de morir un familiar hacía dos días y la casa se llenó de cubos, lágrimas y baldes con colorante negro para teñir las ropas, por el luto (entonces los lutos eran rigurosamente obedecidos). Del patio pequeño se pasaba a un cuarto que llamábamos “el cuarto chico”, solo contenía una pila de lavar de piedra y los trastes de la limpieza. Aquellos días colgaban también de un tendal improvisado, vestidos y abrigos que chorreaban aún el líquido negro del colorante. Esa noche nos mandaron llevar a una amiga y a mí un balde que cogimos cada una por un asa, como íbamos las dos no teníamos miedo de la oscuridad, era un cuarto sin luz eléctrica. El reloj del comedor daba las diez de la noche, la luna era brillante, al abrir la puerta la luz de la luna se coló dentro e iluminó con un aura mortecina el agua ennegrecida que chorreaba de las prendas colgadas, corría por las baldosas brillantes del suelo y nos salpicaba al pisar, al mismo tiempo que se encendieron vagamente los botones de una gabardina que colgaba del techo, con tan mala suerte que una ráfaga de viento movió la prenda y me rozó envolviéndome casi entera con las mangas. El balde se soltó de mi mano instantáneamente, como era natural el corazón se me salía del cuerpo, eché a correr gritando y generando en mi amiga otro grito “¡Un hombre, un hombre!”.
Tan desgarradores avisos llegaron hasta la cocina. Y allá fue la abuela, que era de armas tomar, con un cuchillo que agarró de encima de la mesa.

Al poco volvió la abuela riendo, intentando que saltásemos del mundo del miedo al mundo real del colorante, pero era imposible, el corazón nos latía desenfrenado y la noche la pasamos en la cama, abrazadas mi amiga y yo, tapadas las cabezas con sábanas y mantas, sin apenas movernos del centro del colchón.

Lo extraño de la experiencia no es que dos niñas tengan miedo de la oscuridad, sino que los adultos se contagien de los gritos desgarradores de los infantes, sin poder recordar de inmediato el hecho real de haber terminado de colgar la dichosa gabardina.
Y es que el miedo es un componente universal con el que nacemos y compartimos con otros animales, quizás el temor continuo a la muerte, a la desaparición, unido al instinto de supervivencia y en nosotros amplificado por las distintas culturas que nos han transmitido su temor a lo desconocido, a las fuerzas de la naturaleza que no podemos controlar o a lo que se escapa a la percepción y al saber de la ciencia.

Ver imagen interactiva haciendo clic en: El mundo mágico de los mayas (1964) - Leonora Carrington

En la antigüedad el modo de exorcizar los miedos eran los mitos, aportaban un orden a la realidad, la hacían entendible, al igual que los niños cuando escuchan un cuento de hadas, de príncipes o de ogros, saben dirimir las diferencias entre la vida real y el mundo de la fantasía. El pensamiento simbólico que aún conservan les ayuda a comprender que una princesa o una bruja malvada pertenecen a ese mundo encantado que existe mientras el adulto les lee el cuento y se acaba cuando termina el mismo. Así exorcizan sus temores, con personajes fantásticos que son representación de ellos mismos y que les ayudan a saber afrontar los peligros diarios de la vida.

El error y el rompimiento de esa catarsis necesaria para sobrevivir con energía los avatares de la vida diaria, ha ido imponiéndose con el estilo de vida basado en el mercantilismo más atroz, verdadero ogro que corroe hasta las entrañas la vida de las personas. Ya las máscaras del teatro griego se han convertido en nuestra propia personalidad, máscaras creadas en el taller de los mercachifles que nos imponen cuentos confusos que no justifican el miedo a los peligros porque solo tienen por objetivo la venta y el robo de los huevos de la gallina y del anillo mágico del hada.

Tras esta reivindicación (quizás controvertida) de los cuentos y mitos para superar los miedos de la infancia, paso a contar otra historia, esta vez tiene que ver con los hombres de negro reales.

Ocurrió cualquier día en el interior de un supermercado, alguien va a comprar con la lista de la comida semanal para la familia, coge cada alimento con una mezcla entre necesidad y peligro por no poder pagar a la salida. Espera que del monedero salga el genio escondido y le ayude. Pero la cajera, trabajadora igualmente vencida por los dueños del castillo, extiende el ticket, entonces se produce un fenómeno que ya no tiene que ver con el pánico momentáneo, la alarma que se genera ya no activa el sistema nervioso, ya no experimentamos temblores en las piernas, ya hemos perdido la respuesta de la huida que nuestro organismo nos proporcionaba en los momentos de peligro, ya no sale el grito de nuestras gargantas ni cogemos el cuchillo como la abuela de mi relato.
Ahora nos tragamos todos los sapos, apretamos las sombras de la mente para que no nos estalle la cabeza, mantenemos a raya a la amígdala, no sea que se dispare algún mecanismo que nos haga gritar, pelear, salir corriendo o dirigirnos con un cuchillo a los que diseñan nuestras vidas y nuestros cerebros, a los ogros reales que han conseguido catalizar nuestro miedo ante los peligros y convertirlo en ciega aceptación y mansedumbre.

No intento que se titule “desesperanza” este texto, muy al contrario, reivindico el mito, el relato, la historia, la máscara, las salidas nocturnas de Drácula, el cuervo de Poe diciendo “Nunca más”, el aullido del hombre lobo, la dama del Lago aprendiendo las artes mágicas de Merlín y toda clase de vampiros que sigan poblando las hojas de los libros o las cintas de los films, incluso alguna zona de la percepción que por ahora nos es desconocida.

Solo apelo a un modo de catarsis para aprender a liberar la amígdala, hoy secuestrada, que desencadene todas sus reacciones naturales ante cualquier peligro de los muchos a los que estamos sometidos en nuestra vida diaria, sean momentáneos o tan alargados en el tiempo como la sombra inacabable de kilométricos cipreses que nos mantienen en el mundo oscuro de la servidumbre.

E I R E N E