jueves, 24 de noviembre de 2022

LOS PREMIOS

    “Los premios” es el título de la primera novela de Julio Cortázar en la que unos cuantos ciudadanos de diversos grupos sociales obtienen como premio en un sorteo un crucero que tendrá insospechadas consecuencias para ellos. Pero los premios son, en general, la manera que tienen las sociedades de cualquier régimen político de recompensar aquellos productos culturales con los que se identifican y que representan sus valores, tal vez aquella concepción del mundo que pretenden imponer. Mediante los premios se pretenden marcar unas directrices de lo que es aceptable y de lo que no, de los libros que merecen leerse y de los que merecen como mucho un lugar en los kioscos de los aeropuertos o, mejor todavía, en el limbo de los libros por publicar. Y lo mismo ocurre con todos los demás productos culturales, ya sean películas, canciones, etc.

      ¿Por qué se premia a unos autores con los máximos galardones y, en cambio, a otros se les relega al ostracismo? Ante la evidencia que de que no existe ninguna aritmética ni geometría que permita determinar que obra es mejor que otra, los que entran en juego son los críticos que deciden la cuestión desde la atalaya de su propia formación cultural, sus propios prejuicios y, sobre todo, desde la perspectiva de la época en la que viven. Pero esa perspectiva de alguna forma siempre está influida por lo que son las relaciones de poder dentro de cada sociedad. Parecería inimaginable que una película como por ejemplo “If....”, de Lindsay Anderson (1968) ganase hoy en día la Palma de Oro del festival de Cannes. Los tiempos son otros, la época de la rebeldía ya pasó para siempre -o, al menos, eso se pretende- y el neoliberalismo no sólo es experto en forjar las leyes que regulan las relaciones sociales, sino también incluso en certificar aquello que es artísticamente aceptable, sobre todo a nivel de determinadas elites, por no hablar de los intereses de las diversas productoras cinematográficas. De la misma forma, la época de las vanguardias artísticas también parece otra reliquia del pasado, especialmente en una época en la que parece que el único progreso concebible pueda producirse en el marco de la tecnología. Ya pasó la época en la que Occidente pretendía proclamar su pretendida superioridad cultural en el terreno del arte, sino que ahora esas batallas se libran en terrenos como la “mayor tolerancia” hacia el movimiento LGTBI, y un mayor empeño en una determinada concepción de los derechos humanos muy propia de los países anglosajones que, sin embargo, excluye de manera deliberada cualquier componente que pueda poner en peligro el orden económico y jerárquico existente.

      Pero quizá algunos de los ejemplos más chuscos se den en el campo de la literatura, donde los premios concedidos a la medida de las grandes editoriales abundan a nivel nacional y, a nivel internacional, empiezan a jugar su papel las relaciones e influencias de la llamada alta política. Como curiosidad, podríamos repasar los nombres de los autores españoles que han ganado el premio Nobel de literatura. El primero fue José Echegaray, considerado el mayor matemático español del siglo XIX, ministro de hacienda en su tiempo, y que fue galardonado con el premio por delante no sólo de Leo Tolstoi, Anton Chejov u otros grandes escritores de fama mundial, sino también de otro célebre escritor español como fue Benito Pérez Galdós. No parece que los actuales lectores de Echegaray formen una legión que digamos. Algo parecido sucedió con el primer galardonado al citado premio, el poeta francés Sully Prudhomme, un ilustre desconocido para la inmensa mayoría de lectores en lengua francesa actuales. Pero los académicos de Estocolmo prefirieron otorgarle el premio a él antes que al monstruo literario Émile Zola en una decisión que habría alegrado a ciertos popes de la cultura más pro-establishment de nuestros días, como por ejemplo el adalid del atlantismo Bernard Henry-Levy.

      Y quien fue auténticamente maldito para ese premio fue el ya citado Pérez Galdós, al parecer debido a fuertes presiones del propio gobierno español, que no quería que un escritor de tendencias socialistas o, cuando menos, excesivamente progresistas, ganase el premio. A lo largo de la historia de los Nobel de literatura, estas incongruencias e intromisiones de la política han venido sucediéndose, y justamente la lista de los primeros galardonados es especialmente devastadora para la credibilidad del premio una vez pasada por el implacable tamiz del tiempo. Prácticamente ninguno de los 15 o 20 primeros galardonados ha significado absolutamente nada para las generaciones posteriores que, por el contrario, han inmortalizado la obra no sólo de los autores ya citados, sino la de muchos otros como Joseph Conrad, James Joyce, y un largo etcétera. Por no hablar de las décadas de los 80-90 cuando casi uno de cada dos o tres premiados era un europeo del este, por supuesto siempre contrario a los regímenes socialistas de la época. Mijail Sholojov, el autor de la célebre novela “El don apacible” fue el único autor ruso no disidente que obtuvo el Nobel, y eso ocurrió a principios de la década de los 60, justo cuando la URSS se encontraba seguramente en lo que fue su mejor momento histórico y de mayor influencia mundial. Pero el Nobel de literatura también acompañó de alguna forma la famosa “guerra contra el terror” del presidente Bush, cuando le otorgó el Nobel apenas un mes después de los oscuros atentados del 11-S nada menos que a V. S. Naipaul, un autor al que bien podría considerarse el Kipling de nuestra época, ya que a lo largo de toda su vida y carrera literaria se dedicó sin cesar a denigrar cualquier proyecto político emprendido ya fuera en América Latina, África o Asia que no se encontrase bajo el patrocinio directo de la visión del hombre blanco occidental y sus instituciones; véase novelas o ensayos como “Guerrillas”, “In a Free State”, “The Return of Evita Perón”, etc. El blanco favorito de Naipaul probablemente fuera el islamismo bajo casi todas sus formas, y su candidatura fue promocionada durante décadas por las grandes revistas y publicaciones del mundo anglosajón hasta obtener el codiciado premio.

    También es cierto que el premio ha sido concedido también a célebres escritores de izquierdas, como Jean Paul Sartre -el único que se permitió el lujo de rechazarlo-, José Saramago, Gabriel García Márquez y alguno más. Pero en conjunto, el premio ha mostrado una cierta propensión a regar más a aquellas plantas literarias que el atlantista Josep Borrell habría querido ver crecer en su jardín. Y quizá el premio más estridentemente político de todos fuera el que se le concedió en su día a Alexander Solzhenitsyn, el autor de “Archipiélago Gulag” y paseado en su día por todas las televisiones del mundo occidental de una manera similar al agasajo mediático con que hoy en día se obsequia a Vladimir Zelenski. Poco podía imaginar Solzhenitsyn que cinco décadas después él mismo estaría incluido en el estigma con el que el Occidente oficial ha cubierto todo lo relacionado con Rusia, incluyendo a sus escritores y artistas.

    Y si bien los premios literarios en principio no deberían estar influidos por las consideraciones políticas, hay otros que ya han nacido con una clara vocación ideológica, tales como los premios Nobel de economía o el de la paz, por no hablar del inefable premio Sajarov, cuya lista de galardonados es una auténtica “wish list” de la CIA. Como es sabido, el Nobel de economía no entraba en absoluto dentro de los planes de Alfred Nobel cuando él instituyó sus galardones, sino que fue un premio instituido por el Reichsbank sueco “en memoria de Alfred Nobel”. Dicho premio no tardó sino unas muy pocas ediciones en galardonar a los grandes popes de la religión neoliberal, Friedrich Hayek y Milton Friedman. Con ello se sacralizaban en gran medida los criterios económicos que iban a regir las sociedades occidentales en las décadas siguientes, los mismos que iban a revertir los progresos sociales de la primera mitad del siglo XX y a ensanchar las desigualdades sociales hasta los niveles de la época victoriana en una espiral que parece no tener fin y que las diversas crisis económicas y sociales de los últimos tiempos no han hecho sino alimentar todavía más.

    En cuanto al Nobel de la Paz, sin llegar a los extremos del premio Sajarov, también ha demostrado a lo largo de los años un claro sesgo occidental por no decir atlantista. Su último premio, dedicado a un activista político bielorruso y a un par de ONGs conocidas por su activismo contra el gobierno de Moscú puede enmarcarse, a un distinto nivel, dentro de la oleada de propaganda proucraniana que ha llevado al régimen de ese país a ganar incluso el que quizá sea el más hortera de los premios internacionales posibles, el del festival de Eurovisión del 2022. Pero es justamente a este nivel popular y del subconsciente colectivo donde los diversos premios más buscan ejercer su influencia y a determinar corrientes de opinión dentro de las naciones que favorezcan los intereses ocultos – y los no ocultos- de aquellos que los promueven.
  V E L E T R I