domingo, 30 de octubre de 2022

UCRANIA COMO MODELO

         La fiebre ucraniana se apoderó hace ocho meses de las clases dirigentes occidentales y no muestra señales de remitir. Todo lo que sea ucraniano es “beautiful” por definición, e incluso los premios llueven con la copiosidad de un diluvio sobre la atribulada nación mártir del este de Europa, estrangulada por el sanguinario oso ruso. Eurovisión, premio Nobel de la Paz a las ONGs partidarias del régimen ucraniano, apariciones constantes de Zelenski en los parlamentos europeos vía Zoom…Nada es suficiente para mostrar el más marmóreo e inquebrantable apoyo a la nación ucraniana. Por otra parte, las entregas de material militar al gobierno de Kiev continúan incesantes , sin miedo por parte de los distintos gobiernos a vaciar los propios arsenales y quedar mermados en su poder ofensivo, lo que demuestra que ya desde hace muchas décadas Rusia estaba designada como el único enemigo real. La misma España sabe que el riesgo de una contienda militar con Marruecos es casi inexistente, mucho más desde que el gobierno más progresista de la Historia abandonase a los saharauis a su suerte siguiendo una vez más las indicaciones del amigo americano.

           Ningún país ha recibido jamás tantas simpatías y apoyos por parte de Estados Unidos y la UE como el gobierno de Zelenski, elevado a la categoría de icono planetario de la llamada democracia occidental. Las condenas contra la “invasión” rusa se han sucedido con la regularidad de un tren de esos que admiraban a ciertos visitantes extranjeros cuando visitaban la Alemania nazi. Se ha lamentado hasta el infinito el éxodo de tantos ucranianos, “rubios y blancos como nosotros”, mientras se ignora con una indiferencia todavía más olímpica que de costumbre la masacre continua realizada por Arabia Saudita y sus secuaces en Yemen, el continuo fluir de inmigrantes africanos que continúan llegando a Europa, el inacabable drama palestino o catástrofes casi indescriptibles como la de Haití, ese país al que las potencias coloniales nunca le han permitido autogobernarse, por poner sólo algunos ejemplos.

Por supuesto, los medios informativos occidentales también han pasado por alto todos los bombardeos masivos realizados por el ejército ucraniano contra la población civil del Donbass en los prolegómenos de la guerra, fielmente registrados por la OSCE, y que fueron en escala creciente hasta el mismo día del ataque ordenado por Vladímir Putin. Mucho menos se ha mencionado en los medios convencionales la ley de pureza racial decretada por el gobierno de Zelenski en julio del 2021, que convertía a los ucranianos de ascendencia eslava en algo menos que ciudadanos de segunda, con respecto a los ucranianos de origen escandinavo “puros”, y también con respecto a la minoría tártara, históricamente enemistada con Rusia. Y por supuesto, las exhibiciones constantes de banderas y símbolos nazis por los miembros del batallón Azov y otras milicias nazis o neonazis ucranianas han sido minimizadas y a menudo respondidas con la frivolidad de decir que “los rusos también tienen escuadrones nazis” (¿??)

¿Puede explicarse todo eso únicamente en el marco de una lucha contra Rusia con el objetivo, a estas alturas ya declarado, de derrocar a Putin y poner en su lugar a un gobernante más dócil con respecto a Occidente? ¿Con una segunda intención de acorralar a China y rodearla de gobiernos hostiles para impedir la pesadilla que significaría para Occidente tener que reconocerle el estatus de primera potencia mundial en un futuro más o menos próximo? Porque de la misma forma que una Rusia en pugna con Occidente ha dejado de suministrar energía a los países europeos, una Rusia occidentalizada a la fuerza y bajo el influjo de personajes como Victoria Nuland podría negarse a suministrar energía a China, la auténtica bestia negra de Estados Unidos. Un método similar fue empleado por los Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo cuando la administración del presidente Roosevelt persuadió a los países del Golfo Pérsico de que no vendieran petróleo al Japón.

       Por supuesto que la dominación de Rusia y posteriormente China se han convertido en objetivos irrenunciables de un Occidente supremacista, pero alguien podría pensar que la afinidad con el actual gobierno neonazi de Ucrania sea todavía más profunda de lo que parece a primera vista. No sólo por episodios rayanos en lo grotesco, como las declaraciones de la inefable Annalena Baerbock, ministra de asuntos exteriores alemana reivindicando la memoria de su abuelo, alto militar de la jerarquía nazi “porque él también luchó a su manera por una Europa unida”, sino también porque cuando uno analiza en profundidad la verdadera naturaleza del gobierno de Zelenski ve reproducidos esquemas ya utilizados en la “revolución neoliberal” llevada a cabo por el general Pinochet en Chile, que no era otra cosa que la aplicación inflexible no tanto de los dogmas del nazismo como del neoliberalismo, aunque el escenario en Ucrania quizá sea todavía peor porque es la auténtica puesta de largo de un nazismo con connotaciones neoliberales y no de un cierto tipo de estado social paternalista, en contraste con el fascismo y nazismo clásicos.

Entre la mucha información que se ha omitido sobre Ucrania de manera interesada, se ha escamoteado el hecho de que Ucrania ya estaba sufriendo un éxodo masivo de sus ciudadanos años antes de la intervención rusa –yo mismo he conocido a algunos de estos inmigrantes debido a la pésima gestión de la economía debida a la camarilla que emergió del golpe de estado de Maidán. Ucrania no sólo era uno de los países más corruptos del mundo, sino que, a pesar de sus considerables riquezas naturales, también el más pobre de Europa, con un 24% de la población en situación de pobreza extrema.

En cuanto a Zelenski, desarrolló una muy hábil campaña mediática basada en la lucha contra la corrupción y en buscar la paz en la cuestión del Donbass, lo que le valió una más que rotunda victoria electoral. La realidad de su gobierno ha sido todo lo contrario. No sólo ha sido apadrinado por los mayores y más corruptos oligarcas de Ucrania, sino que desde su llegada al cargo fue un fiel seguidor de las políticas rusófobas de su predecesor Poroshenko, solicitando de manera constante el ingreso de Ucrania en la OTAN y pidiendo que se le entregasen armas nucleares. Unas armas nucleares que podrían alcanzar Moscú en cuestión de cinco minutos tras cubrir los 300 kilómetros que separan a Ucrania de la capital rusa.

Pero quizá lo más revelador haya sido toda la política interior de Zelenski, tanto en lo político como en lo económico. Los catorce partidos políticos de izquierdas –entre ellos lo que sería el equivalente ucraniano del PSOE suspendidos al inicio de la guerra con Rusia bajo la acusación de “rusófilos” han sido ilegalizados de una manera definitiva. ¿Toda la izquierda era “rusófila? Y en lo económico, se ha dedicado no sólo a seguir uno por uno todos los postulados más estrictos de la dogmática neoliberal, sino que también ha cercenado la libertad de los sindicatos de una manera que recuerda claramente a las trabas que se imponen en la mayoría de los estados USA a toda actividad de las organizaciones de las clases trabajadoras en los que la huelga es considerada una infracción del “right to work” de los demás trabajadores. O sea, los no huelguistas o esquiroles. Por supuesto, todo esto se justifica por las necesidades de la guerra. Siempre son las situaciones de crisis y emergencia las que han dado lugar a las grandes contrarreformas del capitalismo en las últimas décadas.

Independientemente del resultado de la cruentísima guerra con Rusia, el resultado para una UE definitivamente empobrecida y dependiente de la carísima energía suministrada por el sempiterno amigo americano será un descenso a una irrelevancia todavía más profunda y, sin duda, la liquidación patrocinada por nuestros políticos de cualquier rastro del llamado estado del bienestar, esa especie de refugio provisional del capitalismo erigido décadas atrás con el único fin de evitar la expansión del socialismo, ya fuera de matriz soviética o con sus posibles variantes europeas. El regreso casi seguro a un infierno sin duda diferente del de la Europa bárbara del siglo XIX, cuando las clases trabajadoras europeas carecían de casi cualquier derecho social y su esperanza de vida era paupérrima, pero que no por ello será menos temible. Y lo que es más, se nos argumentará de manera irrebatible, al igual que en otras crisis recientes del sistema, que todo este proceso es inevitable porque la causa de luchar por la libertad de Ucrania valía la pena.

Aún en la muy relativa y tenue prosperidad actual, muchas personas viven en el sur europeo un anticipo de este futuro. Para quien esté interesado en conocer más detalles del perfil que podría tener, sería interesante la lectura de “Nickel and Dimed”, un libro de la recientemente fallecida escritora norteamericana Barbara Ehrenreich. En el mismo se narran las miserias de las trabajadoras y trabajadores estadounidenses que, aún trabajando en dos empleos, no pueden encontrar otra vivienda que el alquiler de una roulotte o a los que no les queda más remedio que pernoctar en sus propios vehículos dado que incluso los alquileres más bajos son del todo inaccesibles. La única esperanza real de encontrar una vivienda potable es que un pariente algo más aposentado les dé cobijo, ya trabajen como camareras, recepcionistas, reponedores o cajeros del Walmart, teleoperadoras o señoras de la limpieza “kellys”, se las llama aquí. En cuanto a una asistencia sanitaria digna, es mejor no esperar extravagancias. Como era casi de esperar, este libro, cuyo título en castellano es “Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos” (RBA), no ha tenido el mismo apoyo mediático que las elegías al fantoche Zelenski, pero quizá por eso mismo sea tanto más revelador del modelo económico y del futuro que nos aguardan.

V E L E T R I