Si le hubieran dicho a mi abuela materna que un día podría (de seguir milagrosamente viva) dar un recado a todos sus hijos al mismo tiempo, sin siquiera hablar directamente con ellos voceando a un auricular, ni tener que ir a enviar un telegrama (evitándoles de paso el síncope de recibir tan agorero y sincrético papelillo), habría pensado que le estaban tratando de tomar el pelo, sin duda.
Pero si le dijeran que hombres y mujeres talluditos, vamos, de una edad en la que en su época ya tenían un par de rapaces y llevaban quince años trabajando a destajo para llevar a casa con qué preparar unos garbanzos… decía que si le dijeran que esos hombres y mujeres iban a estresarse y generar ansiedad por tener que dirigirse al carnicero para pedirle los avíos del cocido… entonces ya habría plantado los brazos en jarras y espetado que a dormir la mona a otra parte.
Pero la cosa es que ni en uno ni en otro caso le estaría nadie tratando de engañar. La universalmente instalada aplicación WhatsApp ha venido para meterse en cada uno de nuestros bolsos o bolsillos, y desde ese cálido, cómodo e íntimo rinconcito, ha ido moldeando no solo el modo de comunicarse de la generación llamada millennial, sino de casi todos nosotros.
Si Graham Bell sentó la base de un impensable cambio en la comunicación humana, haciendo posible que nuestro interlocutor no viese nuestro gesto, ni nuestra indumentaria, ni el entorno desde el cual entablábamos diálogo con él… los nuevos genios de las telecomunicaciones, de la informática y de la ingeniería han imprimido un vuelco al ya notable progreso en ese campo, ahorrándonos ahora, además, mostrar el tono de voz, los matices emocionales que inevitablemente transmitimos cuando articulamos palabra… pero también dotándonos de "tiempo", el tiempo necesario para pensar, reflexionar o indagar lo preciso a fin de dar (o no dar) respuesta a lo que quien nos aborda requiere de nosotros. Y no solo, porque nos ha regalado además la posibilidad de eludir conversar, la posibilidad trazar una cúpula de cristal sobre nuestro espacio y nuestro tiempo, contra la que se estrellen los intentos de penetración que consideremos intrusivos, extemporáneos, impertinentes o complicados de abordar. Nos ha permitido decidir. Decidir cuándo, cómo, a quién, qué decir… o no decir.
Entiendo perfectamente que a los muchachos y jóvenes de estos tiempos les cause ansiedad enfrentarse a un timbre que suena y tras el que se esconde la voz de alguien de cuyos propósitos no se tiene remota idea hasta que no haya comenzado a hablar… La verdad es que a mí también me pasa. Cada vez tengo que hacer un ejercicio de voluntad más grande para decidirme a marcar un número (salvo que sean del puñado de los íntimos). Existiendo la posibilidad de dirigirse previamente dando un recado, o proponiendo la futura conversación, cuesta decidirse a "presentarse" a la puerta de alguien (porque no es otra cosa que eso mismo lo que hacemos al llamar) forzándolo a mantener una conversación o a buscar argumentos para no hacerlo, prescindiendo de si se encuentra en un momento propicio para ello o acaba de decidir que es la última bronca que tiene con su pareja y va a pedir el divorcio… vamos, que puede no tener el patio pa farolillos.
Lejos de mí la intención de juzgar y aseverar que todo lo que traigan aparejado estas nuevas formas de comunicarnos sea positivo. Describo únicamente lo que creo es una evolución silenciosa y quizá a veces imperceptible, pero que la estamos experimentando la mayoría, no solo los millennials que además adolecen de problemas para pedir una libra de morcillo, un trozo de papada, el hueso de rodilla, el de jamón, un cuarto trasero de pollo, una sarta de chorizo y lo que a cada jubilado (por ejemplo, jeje) se nos antoje echar ese día al cocido.
Y también entiendo perfectamente su ansiedad y su rechazo a enfrentarse a esas interrogaciones (qué le pongo?, quiere el lomo de dos colores?, falda o babilla?, qué le hago al pollo… las pechugas en filetes y los traseros para el horno o para guisar?…) que son más un imperativo que conmina a una respuesta sin titubeos y en una jerga que, si se desconoce, se está vendido y acoquinado. A mí eso me pasa donde necesitaría dominar el inglés y no lo domino. Tengo que apañarme con lo que pueda pillar sin contar con el práctico diálogo y las socorridas preguntas que a todos los humanos nos han hecho comprender y hacernos comprender desde que nacemos. La información da el poder… pero sin el vocabulario preciso un ingeniero puede sentirse párvulo… solo hay que desubicarte para hacer tambalear tu seguridad.
Pues nada, esto no es más que un mensaje de whatsapp enviado al grupo Bosc Liminal, para que cada cual conteste o haga oídos sordos, ahora, más tarde, mañana, o nunca… un pequeño empujón para que la rueda del diálogo siga girando, sin el crispante sonido del tono de llamada, sin intrusismo y, espero, sin resultar impertinente. Y si lo es, haceos cuenta que soy carnicera y vosotros millennials… ojo ■
Buen comienzo del otoño a tutti y a Pavarotti