Ahora que en las elecciones generales se ha parado los pies a la ultraderecha, vendría bien saber algo más de este fenómeno de la alt-right o (derecha alternativa por “alternative right”). Hace unos días un periodista preguntaba a un sociólogo por qué tantos jóvenes votaban a Vox, un partido ultraderechista, reaccionario, retrógrado y casposo. Cosa que también sucede en Europa con los movimientos reaccionarios de Le Pen, Meloni, Zemmour, Salvini, Orbán, etc. Incluso en los países nórdicos, tan socialdemócratas y civilizados ellos. ¿Vuelve el fascismo?, ¿nunca se fue?, ¿se han olvidado las lecciones de la historia y Europa se ha vuelto nazi? Al enemigo hay que conocerlo bien para combatirlo y vendría bien saber de dónde viene y las causas de su éxito.
El periodista dijo que la razón es que esos jóvenes actúan como siempre, siendo rebeldes, inconformistas y desobedientes con el sistema, votando “a la contra” (algo parecido a los indignados del 15-M hace años). Pero el sociólogo dio una explicación distinta y sorprendente: esos jóvenes buscaban una identidad sólida en un mundo de identidades fragmentadas, cambiantes y líquidas (identidades de género, sexo, raza, cultura, religión, etc.). Ante esta multiplicidad y fragmentación de identidades interseccionadas, estos jóvenes buscarían la españolidad como identidad sólida, del mismo modo que sus homólogos europeos buscarían la “italianidad, francesidad alemanidad, hungaricidad, polonicidad”, etc. O sea, el occidentalismo y el Estado nación como refugio identitario. Esos votantes europeos reivindicarían la cultura occidental en un mundo de multiculturalidad inevitable porque, aunque Occidente ya no es el ombligo del mundo, mucha gente no acepta esta realidad. Como tampoco acepta la multipolaridad del nuevo orden mundial, otra realidad obvia.
Otra explicación plausible de este voto ultra sería el enfado y cabreo de los hombres blancos, heterosexuales, cristianos, conservadores y prooccidentales, que se sienten estigmatizados y culpabilizados por todos los males que aquejan el mundo: machismo, heteropatriarcado, capitalismo, colonialismo, expolio de recursos, degradación del planeta, etc. Este enfado occidental ultra iría en paralelo con la defensa de su identidad, porque los pueblos tienen ese inconsciente colectivo jungiano, esa memoria social y grupal, poso cultural y sedimento de tradiciones, usos y costumbres que pasaron de generación a generación. Esa identidad cultural entraría en competencia en el mercado de identidades atomizadas por clase social, raza, sexo, género, religión, etc.
Además, estos movimientos identitarios ultras serían una reacción contra la globalización, cuyas elites globalistas son el nuevo poder mundial, la nueva aristocracia, los nuevos señores feudales. Este nuevo poder global estaría en las grandes empresas tecnológicas (Big Tech), empresas farmacéuticas (Big Farm), fondos de inversión, empresas del complejo industrial-militar, banca y magnates que se reúnen en el Foro de Davos y el club Bilderberg. Ese es el poder actual, que actúa al margen de fronteras, identidades y culturas, el poder puro y duro de la plutocracia mundial, porque el dinero que manejan es superior al PIB de muchos estados. Y ante ese poder se rebelan estos soberanistas identitarios que pretenden recuperar su identidad tribal en los estados nación, su refugio del Occidente mitificado, su Arcadia idílica. Sería una lucha entre soberanistas identitarios contra globalistas de ese nuevo internacionalismo capitalista de plutocracia global. Así, este nuevo eje identitario-globalista podría sustituir al eje clásico derecha-izquierda. Estos soberanistas identitarios piensan que las decisiones se deben tomar en cada país, no en centros del poder global como Bruselas, Davos, Washington o la ONU, desde donde nos dicen como vivir y que estilo de vida adoptar (Agenda 2030). Les llaman antieuropeos, pero en realidad serían europeos de la Europa de las naciones. Y muchos de estos europeos serían los perdedores de la globalización, que ha originado deslocalización de empresas y desindustrialización, con el consiguiente empobrecimiento de la clase obrera. Esto explica que los votantes de Le Pen sean los obreros que antiguamente votaban a la izquierda y al PCF. Es extraño pasar del voto obrero a la izquierda al voto a la ultraderecha, lo cual iría en contra de sus intereses obreros, pero así es.
En el siglo XX el marxismo y su internacionalismo obrero pretendieron superar estos nacionalismos estatales con la identidad de clase o identidad obrera, pero no pudieron porque el Mono sapiens es un animal social que necesita raíces, una historia, un grupo del que formar parte y al que pertenezca, un pasado al que se sienta ligado y del que sea prolongación (el pasado no está muerto, que diría Faulkner). El ser humano busca certezas y seguridades y el mundo actual es inseguro e incierto. Los estados y naciones proporcionan esas certezas. También las religiones y culturas. Quizás sea que la identidad cultural y nacional pesa más que la identidad de clase. Por eso el socialista francés Jean Jaurés fracasó en su llamada a los obreros de los países enfrentados en la I GM para que no lucharan entre sí. Por eso de Gaulle decía, como buen jacobino, que un buen político debe tener sentido de Estado. Como todos los estadistas, supongo, porque quizás les preocupa más el sentido de Estado que la conciencia de clase (obrera).
Hay miedo por la llegada al poder de estos partidos ultras, pero el poder suaviza ideas maximalistas y tocar moqueta podría modular a estos partidos de ultraderecha, al igual que se normalizaron partidos de ultraizquierda (Podemos, Bildu) cuando el PSOE pactó con ellos (pactos con los que al principio no estaba de acuerdo parte del PSOE). Al igual que se normalizó en Europa la llegada al poder de Meloni: es lo que tiene tocar moqueta, que uno se hace pragmático y posibilista (como Bildu).
Vaya, llegamos al final de esta entrada fascista y no hemos hablado del fascismo primigenio y fetén, el de las camisas negras de Mussolini, camisas pardas de Hitler, camisas azules de José Antonio y nacionalcatolicismo de Franco. Bueno, no sé si queda algún friki fascista cafetero, pero el neofascismo actual acepta el sistema parlamentario y sus reglas. Ya si eso hablamos del huevo de la serpiente en otra entrada; o de si este “nuevo fascismo” es el brazo político del capitalismo o es el capitalismo el brazo económico del fascismo; o del Ur-Fascismo del que habla Umberto Eco; o de si este fenómeno es un nuevo “pensamiento mágico” y “nuevo romanticismo” en un mundo de fría racionalidad donde se buscan nuevos mitos y leyendas; o de si estos partidos ultras son neoliberales en lo económico; o de si Vox es una reacción contra el nacionalismo vasco y catalán, también identitario. O si esto produce una polarización en España, con el consiguiente rechazo a Abascal y a Otegi. Si esto fuera así, los extremos identitarios estarían conectados y se retroalimentarían porque todo está relacionado en esta guerra cultural. También podríamos hablar de si este “identitarismo” del pueblo es propio de él o ajeno, de la clase dominante. Si fuera lo segundo, sería un identitarismo exógeno, pero interiorizado por ese pueblo. Sea como fuere, el fenómeno de la ultraderecha ha venido para quedarse.