Todo cambia, cantaba Mercedes Sosa hace ya muchos años. Y quizá nada haya cambiado tanto como Europa. Barrios enteros que en los años 50 votaban a la izquierda o incluso al PC de los distintos países votan ahora a candidatos de la derecha, especialmente de la derecha extrema, como el Frente Nacional en Francia, donde los hijos y nietos de militantes del PCF han cambiado de bando. El voto de protesta contra el capitalismo se ha convertido de un voto de rechazo a la inmigración, y también en un voto en defensa de los derechos sociales cada vez más menguantes en la Europa salida de Maastricht, que algunos ven en peligro por la misma presencia de los inmigrantes que, según la extrema derecha, se quedan con todas las subvenciones o “paguitas” del estado.
Pero quizá el fenómeno más profundo sea que Europa se ha convertido en una idea abstracta de un continente que cada día tiene menos relevancia en el mundo y ya sólo es capaz de empatizar consigo misma. Europa ya ha renunciado a toda su independencia tecnológica, puesto que la llegada de las innovaciones se espera del Big Brother americano, ya sea en materia tecnológica, informática o incluso de vacunaciones en caso de pandemia. En lo militar, es un miembro dócil del club OTAN, ese que ha asumido la herencia de mantener por la fuerza de las armas el imperialismo occidental bajo la coartada de las famosas “guerras humanitarias”, otro de los hallazgos del lenguaje orwelliano de nuestro tiempo.
Eso al nivel de las élites. Pero al nivel de los pueblos, se ha conseguido que cale la idea del enemigo interno, simbolizado en los infelices que llegan en pateras a menudo huyendo de las guerras provocadas por Occidente. Y la reacción de las gentes, de manera especial entre las capas populares, suele ser de rechazo ante esa “invasión” de lo extranjero. Ya no se revuelven contra las clases dirigentes, sino contra los marginados, que casi siempre son las víctimas de las guerras organizadas por esas mismas élites, o de los regímenes despóticos apoyados por ellas. Y de esta forma se convierten en una especie de “pequeña burguesía” a escala planetaria, aunque ellos mismos no tengan asegurados ni siquiera esos 400 dólares o 400 euros que los servicios sociales de todo el mundo occidental dicen que son el mínimo indispensable ante una emergencia doméstica o familiar, y aunque se encuentren en serio peligro de no poder pagar la hipoteca de sus casas si pierden su empleo. La idea es que se sientan orgullosos de ser lo que son, unos blancos pobres, tal y como ocurre en el sur de Estados Unidos, incluso si apenas pueden pagarse una casa combinando dos empleos, tres contando con el de la pareja. Fenómenos sociales como el de los “menas” sirven como catalizador de todo el discurso racista, un discurso que sirve para nutrir de votos a la extrema derecha. Pero esta misma estigmatización de la pobreza se extiende a los blancos que caen en esas mismas situaciones de precariedad, y entonces el racismo se transforma en aporofobia. No han valido para nada generaciones de hacer lo correcto, generaciones de votar a quien se debía, porque cualquiera puede encontrarse con un salario de 700 euros y luego quizá en la calle. Los conflictos o traumas mentales que puedan surgir de estas situaciones de desempleo o incluso desahucio, similares por su nivel de angustia a los síndromes traumáticos ocasionados por estar en un frente de guerra, son tratados a pastillazo limpio y a menudo considerados una deficiencia genética de la persona que ha pasado por esa situación, dado que una sociedad reputada como casi “perfecta” no puede generar enfermos mentales.
Pero la conversión de la supuestamente tolerante sociedad europea -y occidental- parece ya imparable. Ya no es tiempo de pacifismo, sino de guerra, nos dicen desde las más altas instancias políticas, y no basta con dedicar una parte cada vez mayor del presupuesto nacional a la guerra de Ucrania y a las demás guerras que seguirán, los famosos “gastos de defensa”, sino que los antiguos niveles de libertad de expresión ya no son tolerables en una sociedad que se encuentra en un estado de belicosidad permanente. Las últimas directivas de la UE se dirigen a cercenar el discurso llamado subversivo en las redes sociales. Lo que empezó como una censura a “la propaganda rusa” se está transformando rápidamente en una persecución del pensamiento rebelde en las “zonas de conflicto social”, de manera que no se pueda llamar a la “acción violenta” contra las directrices de la UE. En tiempos no muy lejanos, se consideraba que este tipo de censura era privativa de estados “paria” del estilo de la maligna Corea del Norte, pero al parecer, el Occidente colectivo se siente ahora tan amenazado que tiene que recurrir a una puesta al día de los métodos que empleaba la policía del Zar de Rusia o cualquier otro régimen totalitario que haya existido en el mundo. Francia en particular parece incapaz de controlar a unas masas crecientemente rebeldes, enfrentándose a la vez a un conflicto racial y a la oleada de protestas sociales, resultado de haber llevado a la práctica los recortes y el aumento de la edad de jubilación recomendado no sólo por la UE, sino, sobre todo, por las biblias anglosajonas del neoliberalismo, empezando por The Economist.
España ha quedado por el momento relativamente al margen de esta oleada de protestas, y ha aceptado sin rechistar la elevación de la edad de jubilación a los 67 años, argumentada, lo mismo que en Francia y otros países, sobre la muy endeble base de una esperanza de vida cada vez mayor, cuando los datos de los años más recientes muestran justo todo lo contrario, en especial en Estados Unidos, pero también en los países europeos. Lo que se pretende enmascarar es pura y simplemente el retorno a la concepción victoriana del estado, un estado que debía servir sólo para mantener el orden público por cualquier medio necesario y para financiar la guerra. En España este curso de acción, iniciado por los gobiernos anteriores, no se ha revertido bajo el “Gobierno más progresista de la historia”, sino que solamente se han amortiguado algo sus efectos merced a instrumentos como el llamado cheque energético o un aumento del salario mínimo que no ha podido compensar la embestida inflacionaria. Por lo demás, este Gobierno “progre” ha asumido en todo lo esencial el discurso neoliberal emanado de Bruselas.
Por supuesto, nada de todo esto puede sostenerse sin el correspondiente armazón ideológico. Un armazón que justifique sin fisuras una pretendida superioridad moral de Occidente en esta nueva etapa de evangelización de los continentes crecientemente rebeldes y reivindicativos, especialmente África y América Latina, donde el brazo militar de la OTAN, convertida en auténtico gendarme universal presto a reprimir cualquier nación díscola, une sus esfuerzos con el brazo económico del FMI y el Banco Mundial, en suma, de las instituciones salidas de Bretton Woods.
Para mí la pregunta es cuánto tiempo tardarán los pueblos europeos en darse cuenta de que ellos mismos son también víctimas de todo este entramado, puesto que se les fuerza a apoyar un orden internacional y un estilo de vida que no sólo los enfrenta a la gran mayoría del planeta y arrasa con todas las conquistas sociales del siglo XX, sino que esta “conversión” implica también una renuncia en gran medida a la propia dignidad. El experimento social en marcha se basa en que unas generaciones pasto del Instagram, un instrumento de narcisismo todavía más poderoso que Facebook, desarrollen un individualismo tal que sean incluso incapaces de reconocer sus auténticos intereses comunes. De momento ese parece ser el curso que están tomando las cosas.