jueves, 30 de noviembre de 2023

TEORÍA DEL EXPOLIO



¿Qué es lo que define y separa a un expoliador de un expoliado? ¿Siglos de civilización y cultura? ¿Una tecnología superior? ¿La invasión de un país por parte de otro con unos recursos muy superiores? Todas esas circunstancias pueden coincidir para realizar un perfecto expolio, pero quizá el expolio más efectivo sea aquel basado en una supuesta superioridad moral y/o civilizatoria. Es esencial que, aparte de la fuerza bruta, expresada en tropas, bombas y cañones, el expoliador sienta que le acompaña una especie de derecho moral que le autoriza a despojar a otros pueblos de su territorio e incluso de su derecho a existir.

La teología cristiana, y en general la de las tres grandes religiones monoteístas, fue una gran propiciadora de este tipo de expolios. Las cruzadas fueron la primera incursión masiva del Occidente colectivo en territorios extraeuropeos justificada por unas creencias religiosas. Al tiempo que se le daba salida al excedente de población europeo en proporción a los recursos alimentarios, se iniciaban operaciones de saqueo destinadas a enriquecer a las clases dirigentes feudales de la época. Muchas de las conquistas occidentales de aquella época -la toma de Jerusalén, por ejemplo- tuvieron muy poco que envidiar a las operaciones de genocidio masivo de Genghis Khan, que les seguirían muy poco después, o a las masacres más sanguinarias del Imperio Romano. Ese filón inagotable de la supuesta superioridad moral de la doctrina cristiana sirvió también para justificar la persecución masiva y escalonada de los judíos en las distintas naciones europeas, y jugó un papel todavía más importante en la posterior conquista de las Américas. El exterminio y sometimiento de los pueblos indígenas no habría sido posible de una manera “razonada” sin la convicción de esta superioridad civilizatoria. Pero quizá lo más trágico ocurre cuando las mismas víctimas de estos procesos llamados civilizatorios llegan a creer en la superioridad de sus mismos verdugos. Ese fue sin duda el caso de los pueblos indígenas de lo que hoy conocemos como la América Latina, donde mayas, aztecas, incas, etc., sucumbieron a la superioridad militar española y acabaron renunciando a su propia cultura y tradiciones, de manera que la religión traída por los intrusos acabó imponiéndose de manera irrebatible, y la Pachamama cedió su puesto al interminable elenco de vírgenes y santos de la doctrina católica, hasta que ha vuelto a ser reivindicada en los últimos tiempos.

El proceso fue solo ligeramente distinto en la América del Norte, donde la abundante presencia de mujeres protestantes que acompañaban a sus esposos, huyendo en grandes grupos de la persecución y/o intolerancia religiosa encontrada en Inglaterra, hizo innecesario el mestizaje y, a la postre, favoreció una limpieza étnica mucho mayor que la realizada por los españoles con el auxilio de las enfermedades víricas traídas por ellos. El o la indígena, ya fuera cherokee, navajo, apache o de cualquier otra estirpe, solo podía ser enemigo, puesto que era inimaginable como compañera sexual, con lo cual su existencia suponía meramente un obstáculo para la expansión del pueblo colonizador, y ni siquiera era apetecible como mano de obra, puesto que para ello ya servían los esclavos negros, mucho más desubicados en lo territorial y lo espiritual y, en su mayoría más dóciles, por ese mismo desarraigo. Por supuesto, también los negros que eran traídos a América como esclavos fueron evangelizados, y de esta forma adoptaron la religión de sus opresores. Pero el suyo fue siempre un cristianismo como de segunda clase, segregado, una graciosa dádiva que les había otorgado sus amos. ¿Cómo podían ser auténticos cristianos si incluso se dudaba de que los negros -o los indios- tuvieran alma? Por lo demás, el pensamiento occidental tenía una larga tradición de justificación de la esclavitud. Tanto Platón como Aristóteles habían respaldado con numerosos argumentos la existencia de la esclavitud. Cuando Platón habla de su comunidad igualitaria utópica, aparte de lo dudoso del conjunto de sus argumentos, se da por supuesto que los esclavos jamás podrán ser parte de esas élites que gozarán de ese sucedáneo de comunismo. Ese cristianismo de consolación de los negros de Estados Unidos empezó a ser cuestionado abiertamente solo en el siglo XX, cuando muchos negros derivaron hacia el ateísmo y aun muchos más abrazaron el Islam como una muestra de rebeldía hacia la cultura cristiana anglosajona imperante. Un ejemplo extremo de este caso sería el célebre Louis Farrakhan, un reverendo protestante más tarde convertido al Islam, y desde hace ya décadas líder de la llamada Nación del Islam, además de antisemita convencido y militante.

La joven nación norteamericana pronto supo desarrollar su propia retórica de justificación del expolio masivo. La famosa frase del presidente James Monroe, “América para los americanos”, pronto se convirtió en un “América para los americanos del norte”, a medida que los Estados Unidos iban desplazando a las antiguas potencias europeas del continente y apoderándose de las nuevas naciones de la América Latina, originadas bajo el patrón del clásico caciquismo español y la sombra de la Iglesia Católica. La nueva nación yanqui no solo supo extender sus tentáculos, sino que también supo protegerse a sí misma durante todo el siglo XIX que puso los cimientos de su colosal potencia industrial. Proteccionista a ultranza en lo referente a la llegada de mercancías extranjeras a su territorio, no vaciló en absoluto en piratear todas las tecnologías y métodos de producción que pudo, especialmente del Reino Unido y Alemania. Justo lo mismo de lo que acusaría a China siglo y medio después. La idea del excepcionalismo yanqui y el “destino manifiesto” de los Estados Unidos harían el resto a la hora de cimentar la creencia americana en un supuesto derecho a regir los destinos del mundo, una idea recientemente reafirmada por el propio presidente Joe Biden.

En el caso de los nazis, dicha superioridad se argumentó esgrimiendo la grandeza de las obras de Bach, Mozart, Beethoven, por citar a algunos entre los músicos, o a Goethe, Kant, Hegel, Schiller, Novalis, Hölderlin, Schopenhauer o Nietzsche entre los filósofos, poetas y escritores. De esta forma, los autores de obras sublimes se convirtieron en involuntarios testaferros de los genocidas nazis sin derecho a réplica (por supuesto, el judío Karl Marx, el mismo que renunció de manera explícita al judaísmo y al sionismo, tan alemán como cualquiera de los otros, no figuraba en este grupo de elegidos). Estos genios proporcionaban la coartada para una masacre sin precedentes en la historia europea y sin apenas precedentes en la universal. Cualquier matarife de los campos de exterminio podía presumir de pertenecer a la misma nación que Beethoven o Goethe. Los nazis supieron explotar de manera magistral el eterno complejo alemán de inferioridad en lo colonial -además de las humillaciones impuestas por el tratado de Versalles-, es decir, el no haber sido capaces de construir un imperio siguiendo los patrones de Inglaterra, Francia o España, una consecuencia de la tardía formación del estado alemán como tal. Lo que Bismarck había iniciado como una afirmación e imposición del estado alemán dentro de Europa, fue elevado primero por el emperador Guillermo II y más tarde por Hitler, en realidad de una manera bastante consecuente y lógica, al intento de realización de un imperio mundial. Porque los imperios, al igual que los cánceres, nunca pueden dejar de crecer.

Pero hay un arma psicológica y argumental aún más indispensable que la afirmación de la supuesta superioridad moral e intelectual en el acto del expolio, y es el proceso de deshumanización del expoliado. A partir de un cierto momento, lo único que puede justificar la magnitud de la propia barbarie es convertir a las víctimas en seres más cercanos a las alimañas que a las características de lo que entendemos como humano. Ya no hay que hablar del Otro como un igual, aunque sea un igual “equivocado” en sus puntos de vista o en sus percepciones de la realidad, si no más bien hay que representarlo como alguien ajeno a la misma condición humana. Alguien exterminable en su misma esencia. Indigno de convivir entre las diversas familias humanas. El lenguaje empleado por los miembros del gobierno israelí en su actual campaña de agresión o genocidio contra Palestina va en esa dirección. Cuando el ministro de defensa de Israel, Yoav Gallant califica a los palestinos de “animales”, dicho apelativo puede considerarse como una simple expresión de puro racismo, pero también como parte del proceso de justificación de un genocidio en marcha. Después de todo, ¿qué clase de acuerdo político puede alcanzarse con una hiena, una anaconda o con un perro rabioso? La deshumanización del contrario implica que solo una de las partes implicadas en el conflicto es capaz de un pensamiento racional, es decir, todo el logos está de su parte. Por lo demás, el supremacismo sionista goza del privilegio de ser inatacable en el seno del Occidente colectivo, ya que casi cualquier crítica realizada contra la violencia sistémica del estado de Israel es tildada de “antisemitismo”, como el anterior líder del Partido Laborista británico, Jeremy Corbyn, pudo comprobar en sus propias carnes. El “pueblo elegido” por Dios no solo es elegido, sino además impune.

El lenguaje de Gallant, por otra parte, tiene una extraña -o quizá nada extraña- similitud con el utilizado por ciertos miembros del gabinete ucraniano, que no vacilaron en referirse a los rusos y a los habitantes del Donbass en particular como “animales”, y dignos de exterminio. De la misma forma que la quema de millones de ejemplares de libros en ruso en las ciudades de Ucrania, presentada por la inmensa mayoría de los medios occidentales como algo natural o bien ocultada, mostraba una fuerte similitud con la quema de libros efectuada por los nazis en los años 30 del pasado siglo. Pero como dijera el poeta Heinrich Heine, otro judío alemán genial, “donde se quema los libros, se acabará quemando también a las personas”

V E L E T R I

miércoles, 8 de noviembre de 2023

LENGUAJE, MENTIRAS y MANADAS DE ELEFANTES

                                                                                                   

Los límites del mundo son los límites del lenguaje. Por eso cincelamos las palabras y esculpimos las frases, para delimitarlo bien. Los que cincelan, esculpen y delimitan muy bien son los políticos cuando hablan el lenguaje “politiqués”. Esto haría que la política no fuera tanto el arte de lo posible como de la mentira. La jugada maestra sobre la amnistía del ínclito y conspicuo Pedro Sánchez, político ante el que me hinco de hinojos por su maquiavelismo brillante, me hace recordar que la función del lenguaje sería comunicar. Pero con el tiempo y la evolución hemos sustituido esa función por otras como manipular, persuadir y crear estados de ánimo y opinión.

Dice la Biblia que “al principio era el verbo”. Se supone que el verbo estaba ahí para transmitir verdades, pero yo creo que la Biblia es optimista: ese verbo estaba más bien para contar cuentos y mentiras. Hoy llamamos a esas mentiras, fakes, bulos, narrativas, relatos, storytellings, posverdad y demás zarandajas postmodernas. En nuestra vida cotidiana nosotros también contamos mentiras para sobrellevar nuestra dura existencia, así que no pasa nada, todo en orden: nosotros contamos mentiras, la gente cuenta mentiras, nosotros sabemos que nos mienten, ellos saben que mentimos, nosotros sabemos que ellos saben que mentimos, ellos saben que nosotros sabemos que ellos mienten y el mundo sigue girando.

La palabra filosofía significa “amor por la sabiduría”, suponiendo que la sabiduría esté llena de verdad y que los filósofos nos acerquen a dicha verdad, pero los sofistas griegos engañaban mediante el lenguaje con su retórica y oratoria, así que mal empezamos. Después llegarían “las mentiras en el alma” de Platón, las estratagemas para ganar las discusiones y el arte de tener razón (Schopenhauer), las trampas del lenguaje, que este no siempre describe la realidad (Wittgenstein), la creación de relatos alternativos (Foucault), la neolengua (Orwell), la función del filósofo como creador de nuevos conceptos (Deleuze), el que la ideología contamina la verdad (Jean-François Revel), el que la identidad personal y la social están constituidas de forma narrativa (Ricoeur), la subjetividad de la postmodernidad y el hecho de que los poderes nos manipulan mediante el lenguaje (psicopolítica). Por no hablar de los cuentos e historietas de los medios de comunicación siguiendo los 10 principios de manipulación mediática de Sylvain Timsit para convencernos con “su verdad”, que es distinta a “La Verdad”, con mayúsculas, porque “La Verdad” es un concepto delicuescente. Esa falsa verdad de las storytellings de publicistas y expertos en comunicación, esa verdad que el poder oculta como un elefante en la habitación escondido tras un lenguaje engañoso. Un lenguaje que crea estados de ánimo tras esas historias, relatos y narrativas de ficción, que se transforman en guerras culturales y guerras cognitivas en nuestros cerebros. Al fin y al cabo, la palabra tiene poder performativo y crea realidad, por lo que quien domina el relato, impone su verdad. Y más en una sociedad audiovisual con poco sedimento reflexivo y donde los mass media crean estados de opinión, porque el lenguaje induce sentimientos y emociones, más fuertes que la lógica y la razón.

Superados los tiempos de la verdad revolucionaria de Lenin y Marx y abandonada la esperanza de que la ciencia nos traiga “La Verdad”, el mundo moderno está lleno de manadas de elefantes correteando ocultos por muros de palabras mentirosas. Un ejemplo son los eufemismos “concordia y convivencia”, tras los que se esconde el deseo real de Pedro Sánchez, político que sería capaz de pactar con Hamás, el Pacto de Varsovia y el sursum corda. Y lo entiendo, conste, porque el poder es el poder.

Otro ejemplo de elefante en la habitación es lo que se esconde tras los conflictos aparentemente regionales de Israel, Ucrania y Taiwán, que en realidad son parte de un conflicto mundial que busca un nuevo orden mundial.  Estas guerras locales son parte de una guerra global y mundial entre dos sistemas: las democracias occidentales imperfectas en crisis y los perfectos sistemas autoritarios y autarquías de Rusia, China, Irán y otros países. Este es el elefante en la habitación, un conflicto político y social global, una guerra cultural mundial. Incluido el Islam, cuya integración en Europa es difícil y donde el salafismo y yihadismo han dejado un reguero de atentados, porque consideran Occidente tierra de ateos, infieles y libertinos que hay que conquistar. Después de la Pax Americana tras la IIGM y la hegemonía occidental en el mundo, el ascenso de potencias emergentes como China, Rusia, India y países BRICS hacen que el mundo sea multipolar, lo que origina tensiones y conflictos locales, como los de Ucrania, Israel y Taiwán, que serían parte de esta “segunda guerra fría” en el tablero geopolítico.

Calderón decía que la vida es un sueño, una ficción. O sea, una mentira. Yo creo que la vida son elefantes que saltan de habitación en habitación, elefantes que suelen estar vinculados a la religión, el nacionalismo y la identidad cultural. Una idea desesperanzadora, así que ¿cómo solucionarlo? Quizás con cosas simples y fáciles como la ética, los sentimientos, el amor y esas cosas moñas y naif. Aunque tampoco estoy seguro de que esto no sea otra mentira. Benjamin Franklin decía que solo hay dos cosas ciertas en la vida: la muerte y los impuestos. Yo creo que lo único cierto es que no es posible vivir sin mentir. Ya lo decían Fleetwood Mac, “cuéntame mentiras”. Miénteme, aunque te duela.

                                                                                                  UN TIPO RAZONABLE

miércoles, 18 de octubre de 2023

SERVICIO PUBLICITARIO



Lo reconozco: me chifla lo publi. De verdad lo digo. La raíz semántica quiero decir, que da lugar a las acepciones público y publicidad y a todo un apasionante universo de cuestiones que se derivan de estos términos.

Primera cuestión, la definición: Publicidad, cualidad o estado de público. La publicidad, ¿de qué? Recurriendo a lo intuitivo, pues de los medios publicitarios. Esas insufribles minipelículas para persuadir al consumidor de hacer lo que la palabra sugiere: consumir.

Los famosos anuncios, o como otra graciosa expresión los denomina, los "consejos comerciales", que ¿quién lo duda?, son todos públicos, y por más que sabemos no encarnan la idea de publicidad en exclusiva -como la cultura popular engañosamente se ha encargado de instaurar en el lenguaje coloquial-, la etiqueta se ajusta a lo que el canal y su mensaje representa: una difusión abierta, un acceso ilimitado, y un destinatario universal y desconocido.

¿Y qué otras cosas hay dentro de la Publicidad, además de los anuncios comerciales? Las leyes, por ejemplo. Todos hemos escuchado alguna vez aquello de "el desconocimiento no exime de su cumplimiento" ¿Por qué? Precisamente por la publicidad de la norma. Y esta es una gran cosa que me parece no está lo bien ponderada que debería. Que un texto esté al alcance del conocimiento de todos, no es que obligue exactamente a que te lo leas, pero sí a no utilizar la excusa de haber elegido no hacerlo para librarte de las consecuencias de lo que allí se establece. La publicidad legal es el primer peldaño para una justicia justa, luego vienen otros, claro, pero sin este primero el edificio se derrumba, y nunca hay que dar por sentado el cimiento publicitario.

El meollo de lo que distingue publicidad de particularidad: Una actitud, una acción particular, no obliga. Ni incumbe ni apela a la intervención de terceros, salvo que su generador así lo reclame de manera expresa y el tercero acepte entrar en ese acotado espacio que tiene un exclusivo dueño. La idea de "servicio privado" suena mal, la verdad, pero en fin, también suena mal el tradicional "mujer pública"... cuando en realidad si existe un servicio privado por antonomasia, es el de la prostitución, y continúa siéndolo aunque se proporcionen miles de servicios privados, a miles de clientes. Extraña paradoja. O adrede confusión. El lenguaje coloquial, de nuevo, jugándonos una mala pasada.

El espacio público, la vía pública, la opinión pública, la vocación pública. Tantas cosas que sabemos son públicas, y quizá no llegamos a visualizar bien del todo qué implica que lo sean. Y el público que asiste a todo ello, que se congrega en la vía, que aplaude o abuchea el espectáculo -comercial o no-, vierte su opinión en un "puchero" del que sale configurado convenciones generales y consensos mayoritarios. Muchos discutibles, siempre criticables, a veces horrendos, pero imprescindibles en una sociedad que se considere a sí misma formada e informada.

Y llegamos al servidor público. Vaya por delante que "servidor" es una fea palabra tomada sin matices. Y hay que matizar muy bien y con cuidado que prestar un servicio, no equivale a convertirse en siervo de quien sirves. Que entre ambas nociones existe la misma distancia sideral que entre la servidumbre y la profesionalidad; que la persona con vocación de servicio público no posee la generosa disposición al sacrificio de la Madre Teresa de Calcuta, ni los poderes sobrenaturales de Superman. El trabajo desarrollado en un servicio público se define, antes que nada y por encima de todo lo demás, por su publicidad. Sí, igual que los cargantes comerciales de la TV y las farragosas leyes cuyo desconocimiento no exime de cumplirlas. Y a partir de ahí, es una persona desarrollando una función. Nada más, y nada menos.

Si nos paramos un instante a pensarlo, lo público llena una gran porción de nuestras vidas sin que este aspecto, por muchas facetas que abarque, suponga encoger el espacio particular de cada cual. En definitiva, opino que la dimensión pública de la sociedad hay que tenerle un gran respeto, reverencial incluso, en la misma medida que se lo concedemos a la privada; que no por trasvasar información de un ámbito reservado donde solo unos pocos acceden y conocen, a otro abierto donde cualquiera puede hacerlo, significa que aquella pierda algo de su valor. Es mi pública y publicitada opinión. Jo-jo.

M I C K D O S

martes, 3 de octubre de 2023

WOKES IN WAR

 O de John O’Sullivan a Margot Robbie

 en unos pocos pasos prácticos



¿Cómo se mantiene un imperio a lo largo de los siglos? En épocas pretéritas, la respuesta era muy fácil: bastaba con acumular más y más soldados y mejores defensas. Como las mejoras en materia de armamento y estrategia militar eran escasas y muy alejadas en el tiempo, y no eran comunicables en el espacio salvo que se llegara al enfrentamiento bélico directo, los escenarios guerreros no se modificaban demasiado y triunfaba aquel ejército que disponía de unas tropas más disciplinadas o una superioridad armamentística muy elemental. En el terreno psicológico, se le prestaba muy poca atención a la propaganda, ya que la idea criminalmente ingenua de los pueblos que disponían de la suficiente población y/o poderío militar para someter a sus vecinos era la de una superioridad propia innata o, de una manera más primaria todavía, la búsqueda instintiva del propio beneficio. El mismo Imperio Romano no buscó otra coartada para sus conquistas que la de la presunta superioridad de su propia civilización.

Todo esto cambió con el surgimiento y triunfo de las religiones monoteístas, que por su misma naturaleza implicaban de manera indefectible una superioridad moral de inspiración divina sobre las demás creencias y países. Así ocurrió con la invasión musulmana de la Europa del sur, sólo detenida en la batalla de Poitiers (año 732). Siglos más tarde, las Cruzadas iniciadas por el Papa Urbano II (año 1096), y probablemente motivadas por la necesidad de aliviar las constantes hambrunas europeas, recuperarían el mismo espíritu pero en sentido contrario.

Si a los griegos les había bastado con denominar a los demás pueblos como “bárbaros” para justificar su sometimiento o una pretendida superioridad cultural, el arma de la propaganda requirió de una creciente sofisticación a medida que transcurrían los siglos. Cuando las diferentes naciones “cristianas” empezaron a repartirse el mundo tras el redescubrimiento de América, sus diferentes intereses empezaron a cristalizar en distintas versiones del cristianismo original. Inglaterra creó su propia confesión religiosa, una serie de principados alemanes abrazaron el luteranismo para eludir la presión asfixiante de la iglesia vaticana, y países como Francia —hasta el periodo revolucionario de 1789—, España y Portugal se disputaron el papel de primera potencia católica europea. Cada una de estas confesiones religiosas creó sus propios instrumentos de propaganda, y la España de la más que justificada “leyenda negra” vio como tanto los colonos ingleses, franceses, holandeses o belgas igualaban o superaban sus propios desmanes, ya fuera en las mismas tierras americanas u otros continentes.

El imperialismo norteamericano, que es el que nuestras generaciones han conocido, tuvo su inicio en una presunta guerra revolucionaria que no fue tal, sino una simple rebelión de una colonia contra una metrópoli que no podía pretender superioridad sobre ella, sino que compartía una misma lengua y casi una misma cultura. La cultura que ahora conocemos como estadounidense no es más que una versión asilvestrada y extremista del clásico darwinismo “avant Darwin” inglés, es decir, la creencia en los privilegios del más fuerte que ya venía enunciada en el “Leviathan” de Thomas Hobbes, así como en la creencia de la predestinación divina de John Wesley y otros teólogos e ideólogos ingleses. La misma creencia que llevaba al novelista Daniel Defoe a creer que su familia era una elegida de Dios por haber sobrevivido a la peste e incendio de Londres de los años de 1659 a 1666. Esa creencia fundacional de la potencia esclavista norteamericana cristalizó en el concepto del “destino manifiesto”, preexistente en estado germinal en la sociedad de aquel país, pero verbalizada por primera vez de forma expresa por el periodista John L. O’Sullivan en el año 1845:

El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.

Pero una vez conquistado todo el continente americano, ¿por qué detenerse allí? Cierto que algunos espíritus díscolos como Mark Twain advirtieron de que: “Es posible ser un imperio o tener una democracia, pero no ambas cosas a la vez”, pero estas voces críticas y reticentes fueron alegremente ignoradas como no podía ser de otro modo. Los Estados Unidos surgidos de la guerra de Cuba y Filipinas contra España comprendieron que no tenían nada que temer de ninguna potencia europea, y la primera oportunidad de empezar a construir un mundo a su medida no tardó en llegar. 

El conflicto provocado por el resentimiento alemán de no haber conseguido tener su propio imperio colonial, pero deseado por todas las potencias europeas y que conocemos como Primera Guerra Mundial, fue la primera ocasión americana para plantarse en el continente europeo. Superando el sentimiento aislacionista imperante en los mismos Estados Unidos, el presidente demócrata Woodrow Wilson —un racista empedernido que organizaba en la Casa Blanca visionados privados de “El nacimiento de una nación” (David W. Griffith, 1915), probablemente la película más racista de la historia del cine, en dura competencia con “El judío Süss”, “El triunfo de la voluntad”, de Leni Riefenstahl y otras delicias de la cinematografía nazi—, llevó a su país a la guerra aprovechando el necio torpedeo alemán del buque Lusitania y la no menos torpe conspiración enunciada en el “Telegrama Zimmermann”. Pero ya no estábamos ni en los tiempos de Julio César, ni en los de las cruzadas medievales, sino que la propaganda tenía que ser un poco más sofisticada. Si tras los misteriosos atentados del 11-S, casi un siglo más tarde, la Casa Blanca recurriría al talento de los guionistas de Hollywood “para prevenir futuros atentados”, en 1917 se recurrió a la inventiva de un tal Edward Bernays para diseñar la propaganda necesaria para conducir la guerra. El propio Bernays definía su trabajo como “psychological warfare”, y tuvo numerosos imitadores que siguieron sus métodos, entre ellos un tal Joseph Goebbels, reconocido discípulo suyo. Por su parte, el propio Hitler proclamó con total claridad en su libro “Mein Kampf” que todo lo que sabía de propaganda y manipulación de masas lo había aprendido de los enemigos británicos, lo que no obsta para que los medios occidentales actuales y el público en general crean como a las Santas Escrituras lo que suele publicarse en la prensa de la Union Jack, sea prácticamente sobre el tema que sea.

¿Cómo cabe justificar cosas como los innumerables golpes de estado sanguinarios dados en América Latina y en otros países del mundo sin una creencia casi religiosa en la propia superioridad de credo económico, cultural, societal e incluso racial? ¿Hiroshima? ¿Nagasaki? ¿La guerra de Corea? ¿El genocidio cometido en Vietnam, donde murieron tres millones y medio de “amarillos para que no se volvieran rojos” a cambio de la vida de 58.000 soldados norteamericanos? ¿Las barbaries cometidas en el Oriente Medio, especialmente en Iraq y Libia —con cooperación, eso sí, de los “aliados” europeos?—. Todo esto sólo puede justificarse ante la opinión pública y ante la Historia a través de un lavado de cerebro intensivo a través de la propaganda como el que denunció el dramaturgo Harold Pinter en su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura en el año 2005, cuando el genocidio perpetrado en Iraq todavía estaba fresco en la memoria colectiva.

¿Pero qué ocurre cuando uno o varios de los pilares de esas creencias supremacistas se resquebrajan y ya no resultan aceptables para la opinión mundial en general y ni siquiera para grandes sectores de la propia población? Aunque muchos sigan creyendo con el viejo supremacista Rudyard Kipling en la leyenda de “The white man’s burden”, o sea, el deber civilizatorio del hombre blanco cristiano sobre los pueblos considerados inferiores, esa es una doctrina difícil de vender en un mundo cada vez más globalizado y laicizado, y en el que cada vez hay más naciones que comparten la peregrina idea de que sus derechos deberían ser por lo menos iguales a los de la gente de piel blanca. No basta con un V. S. Naipaul o con un Vargas Llosa para manipular la opinión pública mundial. A veces no basta ni siquiera con la CNN, la BBC y los medios generalistas de casi todo el mundo para defender ciertas ideas periclitadas. Por lo tanto, es necesaria una ideología que legitime un supremacismo de nuevo cuño, y por eso surgió, tras una trayectoria de varias décadas, lo que hoy conocemos como ideología woke. En definitiva, una especie de sucedáneo del cristianismo puesto al día.

La ideología woke, a diferencia de las teorías revolucionarias de los Black Panthers de los años 60, no aspira realmente a cambiar el sistema, sino a integrarse “mejor” dentro del mismo. Sus herramientas para conseguir ese loable objetivo son a menudo tan esotéricas y confusas como un episodio de “Expediente X” o de “Cuarto Milenio”, pero la misma modestia de lo que supuestamente se pretende obtener le da un aura de aspiración realista que resulta seductora. Su lucha antirracista se limita a pedir, como máximo, menos uniformados en las calles o incluso la supresión de las fuerzas policiales, una petición arriesgada en un país en el que, por ejemplo, abundan los francotiradores caprichosos que empiezan a disparar contra la multitud por los más diversos motivos, uno de los cuales suele ser el mismo racismo endémico de la sociedad estadounidense. También se suele exigir la enseñanza generalizada de la CRT —Critical Race Theory—, una doctrina que tiene la virtud de llevar al paroxismo histérico a los gobernadores estatales del Partido Republicano. Pero eso sí, se da casi por supuesto que, una vez superado el racismo, “The City on a Hill” americana —otra referencia bíblica— de la que hablaba Ronald Reagan se impondrá en los cincuenta estados de la Unión.

En temas de feminismo, la ideología woke, aunque por su misma difuminación esto pueda parecer discutible, pone mucho más énfasis en la lucha de cromosomas que en la lucha de clases. Es decir, tiende más a la androfobia —un clásico del feminismo estadounidense también exportado a Europa— que a la teoría de la explotación capitalista de las clases trabajadoras (1). Por lo tanto, su feminismo a lo Barbie no se preocupa demasiado de la suerte de millones de trabajadoras, a menudo madres solteras, que necesitan dos puestos de trabajo distintos para pagar el alquiler de una simple habitación, sino de la indispensable lucha entre Barbies y Kens para conseguir que algunas mujeres alcancen los mismos privilegios que algunos hombres y tengan salarios que sean 250 o 350 veces superiores a los de los empleados medios de su misma compañía, como es el caso de Mary Barra, la actual presidenta de General Motors y otras próceres del capitalismo yanqui actual. Todos los temas LGTBI, como es natural, se tratan también desde una perspectiva similar, como si la vida de un homosexual o transexual sin techo fuera la misma que la de un millonario gay. Por otra parte, personajes como Madeleine Albright, Hillary Clinton, Victoria Nuland o la inefable Margaret Thatcher —esa misógina irredenta a la que algunos/as todavía tienen la inmensa jeta de presentar como icono feminista—, han demostrado con creces la misma implacabilidad o similar que la del presidente Truman cuando la bomba de Hiroshima.

Con todo este arsenal ideológico en las cartucheras, la visión woke de la política exterior estadounidense era bastante previsible. Como es natural, se trata de combatir el totalitarismo, la homofobia y el machismo allí donde se encuentren, dado que esta es la nueva religión que justifica las conquistas actuales a la manera de una nueva Jerusalén, pero preferentemente en aquellos países que no tengan una visión amable del imperialismo yanqui. De ahí que en cierto artículo de prensa cuyo autor no recuerdo, se le reprochase a China el no ser capaz de producir un personaje como Lady Gaga, dado que al parecer la cultura china tiene la obligación de ser un calco de la yanqui, mientras que cierta periodista del The Guardian, otro célebre vocero del imperialismo anglosajón con etiqueta y reputación de “medio fiable”, una tal Emma Graham-Harrison, escribía en un artículo reciente que el ex primer ministro pakistaní Imran Khan, nada partidario de unirse al esfuerzo otánico en Ucrania y por ello derrocado en una típica maniobra de lawfare, era “un playboy diletante y misógino”, presumiblemente porque la tal Graham-Harrison había realizado un examen sobre los militares y políticos adversarios paquistaníes de tendencia a menudo islamofascista que les eximía de estos pecados. Ejemplos de este tipo podrían citarse a montones en la prensa supremacista anglosajona, pero este artículo ya empieza a ser demasiado largo para su propósito. En cualquier caso, las cruzadas y guerras con abundancia de “efectos colaterales” del presente y del futuro ya han recibido la bendición de la nueva Roma.

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 (1El libro de la autora Barbara Ehrenreich “Nickel and Dimed: On (Not) Getting by in America” (traducido en España como “Por cuatro duros: cómo (no) apañárselas en Estados Unidos”) sería una de las pocas excepciones en este sentido, aunque sería bastante discutible adscribir a Ehrenreich al movimiento “woke”.

V E L E T R I



viernes, 15 de septiembre de 2023

A PROPÓSITO DE STIRNER: YO, mi, me, conmigo

 

Si algo admiro de tu obra, señor Max Stirner, es la capacidad de supervivencia que ha tenido por el empeño de algunos en que perdure ya casi doscientos años, a pesar del axioma ególatra del que partes, porque afirmar que TÚ eres un ente que se ama a sí mismo, de tal manera que los demás sólo existen en la medida en que son utilizables para TI, no parece que sea la mejor tarjeta de visita para la presentación de una postura filosófica.

Aplaudo tu decisión voluntaria de no humillarte ante ningún poder, pero fíjate, Sr. Stirner, has sustituido a los fantasmas, dios, religión y patria, por otro fantasma, tu YO único y aislado de los demás, al que has subido a un trono como único dueño del mundo, la mayor tiranía que uno pueda ejercer.

No hago uso de la benevolencia cuando respeto tu insistencia en atacar el liberalismo de Feuerbach y de Bruno Bauer, que no es más que una sustitución de la religión por el concepto abstracto de Hombre. Comparto también que no existe lo malo y lo bueno, pues son palabras sin sentido. Ahora bien, si no admites nada por encima de ti, ni siquiera la libertad, ni la libertad del otro y menos la del pueblo, ¿cómo puedo entender que conjugues tu libertad con la de los demás, viviendo en un mundo de relaciones?

¿Para qué empleaste tanto ardor en publicar tu libro y dejar estampado el sello de tu egoísmo, si carecías de cualquier sentimiento desinteresado en que otros compartiesen tus pensamientos o dialogasen con tu palabra?

¿Recuerdas las reuniones con los jóvenes hegelianos de izquierdas en el Círculo de los Libres (Die Freien) y los debates en los que te empeñabas en que los demás comprendieran que el bien es “todo aquello que puedo utilizar”, legitimando la destrucción total y la conquista de la risa al llegar a ser el dueño de ti mismo en el caos? ¿Y las tertulias enfurecidas (me ha venido a la memoria un círculo actual) cuando repetías que quien no tiene propiedad no tiene personalidad? Te importaba un higo el robo de la propiedad de todos, que clamaba Proudhon.

Criticabas a los obreros que pedían el descanso dominical, por asumir el día “sagrado” religioso, hacías como cualquier posmoderno actual que encumbra la forma sobre la necesidad vital de descanso del obrero. No en vano declaraste que había que huir del trabajo fabril. Por eso te pusiste a dar clases en esa institución privada para señoritas de clase alta. ¿Acaso tú no exigías un salario a cambio de tu trabajo? ¿No solicitabas tú mismo un día de vacación semanal, al igual que el obrero de la fábrica?

Como no admites derechos ni deberes, no compartes la necesidad real de arrancar conquistas a los patronos. Esta sociedad industrializada no es un campo de narcisos, la guerra está desatada entre los patronos y los obreros y no basta con cruzar los brazos ante el río transparente que nos devuelve solo nuestra imagen, río en el que te mirabas cuando los tejedores de Schlesien se sublevaron en 1844 y tú estabas arrastrándote tras de Marie Wilhelmine, la rica y excéntrica Marie, para que fuese tu mecenas, pero te abandonó y las deudas te llevaron a la cárcel, no por activismo precisamente. Tampoco participaste en la revolución de 1848 en Berlín. El Único no puede apoyar lo que no es imaginario sino bien real: las condiciones de vida de los que valoran más el pan que la filosofía del YO.

El Círculo de los Libres, dibujo realizado por F. Engels hacia 1842

Bien sabes que no podemos llamarte existencialista, si no existiera más causa que la tuya todo te estaría permitido, no tendrías normas, ni moral ni de ninguna clase, por eso te afilias al amoralismo.

Dejaste este mundo sin saber que algunos, transcurridos muchos años, te han querido hacer anarquista. Ya sé que nunca te consideraste como tal, solo hay que leer tus críticas al anarquismo o poner frente a ti el código moral heroico de los anarquistas cuando usan los lazos de la solidaridad, tanto los menos activos como los más revolucionarios, tan opuesto a tus principios egoístas.

Vamos a ser sinceros, si no llega a ser por ese poeta, John Henry Mackay, que no sé qué se tomó el día que leyó tu libro, ahora mismo se lo habrían comido los ratones, hoja por hoja. Pero siempre hay un roto para un descosido. A decir verdad, ni siquiera tu admirador ha sido fiel a tus principios, la fidelidad que te guardó fue exquisita, en nada parecida a tu egoísta actitud ante la vida de los demás. Hasta quiso engañarnos poniendo tu nombre por encima del propio Nietzsche, que ni leyó tu libro ni pensó en tu existencia, e incluso te inventó artículos que no escribiste.

Tampoco te nombró Bakunin. Sí lo hizo Benito Mussolini cuando dijo: “¡Basta de teólogos rojos y negros de todas las iglesias con la promesa abstracta y falsa de un paraíso que no volverá! ¿Por qué no volverá Stirner a la actualidad?”. Reconozco que la cita es una estocada aprovechada en esta misiva, y no está aquí tu poeta para defenderte (¿o sí?).

No voy a seguir la senda de Marx y Engels, esos dos irónicos que te pusieron un espejo y te dieron pal pelo en “La ideología alemana, a pesar de que, desde mi punto de vista, debían haber seguido la intuición primera de Marx, y es que no merecía la pena. Ahora, pasado el tiempo, sirve para que hoy también estemos pensando en refutar tus teorías y establecer algún debate sobre egoísmo versus solidaridad o como dicen algunos liberales de ahora, egoísmo frente a colectivismo.

Tus nuevos apóstoles defenderán o nos explicarán tu sentido de la propiedad individual o el significado del amor cuando dices que pone obstáculos a la voluntad y que elimina la dignidad del hombre libre. Y tu apelación a que el obrero abandone la fábrica, en un mundo industrializado, como en el que viviste o como el nuestro actual.

En cuanto a tus críticas a las ideas comunistas, no le dedico un segundo a refutarlas, por no caer en la tentación de ironizar diciéndote que como nada hay por encima de ti, es normal que protejas tu trono de la masa que te rodea o que busques algún monasterio solitario lleno de espejos que puedan reflejar tu imagen en mil dimensiones, así puedes emplear tus horas en pensamientos irracionales, como por ejemplo tratar de discernir por qué existen otros humanos y por qué la naturaleza no te hizo solo a ti, al ÚNICO y verdadero, el que basa su causa en nada, de ese modo el mundo nos habría privado del todos contra todos, del mundo lleno de lobos que tú describes.

Tu negación a la existencia de cualquier ayuda mutua desinteresada cuando te afirmas insolidario por excelencia y cuando dices que los otros son solo objetos, o cuando no quieres reconocer ni respetar ni al mendigo, ni al hombre, y cuando acabas tu pensamiento con la frase: “Yo te utilizo”, me invita a apoyar las palabras de Camus sobre tu obra: Stirner va lo más lejos posible …, no retrocederá ante ninguna destrucción”. Y las de Heleno Saña: “Stirner es el profeta del mal, de modo que la rebeldía stirneriana aspira a convertirse simplemente en vandalismo”.

Un saludo te envío a través del túnel del tiempo. Y te paso la factura por hablar de tu Libro.

E I R E N E

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Enlaces al libro más conocido de Stirner:
(1844) - Max Stirner (seudónimo de Johann Kaspar Schmidt)
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 Título original y el libro en pdf:

sábado, 26 de agosto de 2023

¡NO LE HE ENTENDIDO!

 


¿Eran viejos? Ahora, pasado el tiempo, cuando sus figuras han quedado en mi memoria grabadas en claroscuro, no lo puedo asegurar. Eran mayores, con las facultades mentales perfectamente cabales, al menos así los recuerdo. Eran mis vecinos. Se reunían por las tardes en la escalera del jardín que bajaba hasta la calle, después de regar las flores que cada casa tenía delante de la puerta de entrada en aquella zona del barrio. Siempre había siete u ocho, mujeres y hombres, casi todos con el pelo plateado y surcos en el rostro, alrededor de los cuales jugábamos los niños. A veces los escuchábamos cuando nos requerían para contarnos alguna historia, otras veces se sentaban más juntos y nos largaban del corrillo, comenzando un bisbiseo que nosotros pretendíamos quebrar por la curiosidad. Después de los años comprendimos que hablaban de cosas que no se podían decir en alto en aquellos años en los que el miedo seguía construyendo sus velos de silencio.

No los asocio a decrepitud ni a dependencia, más bien al contrario, eran los que nos curaban las heridas cuando caíamos de la bici, los que nos envolvían las uñas con una hoja de higuera para que curasen, los que mediaban en las peleas y los que nos informaban de las reglas de tal o cual juego. Nos transmitían experiencias de sus viajes, de sus vidas, compartían y conversaban sobre las novelas y libros que leían (entonces no había pantallas), sobre sus achaques o sobre los acontecimientos y chismes del barrio y de la ciudad. Todo este bagaje iba impregnando nuestra mente infantil, modulando los estímulos perceptivos de nuestras “mariposas” cerebrales, que diría Ramón y Cajal.

Los recuerdo hermosos, podría dibujar las arrugas que componían sus caras una a una, como mapas de su territorio vital. Si el olor es el más antiguo de los sentidos, los huelo en este momento, pasadas tantas décadas, envueltos en la tierra húmeda de los jardines y en aquel aroma a rosas de las que ya no hay. Algo de todos ellos se quedó prendido en mi nariz.

¿Eran sabios aquellos, mis vecinos? ¿O solo eran personas con las mismas pasiones, emociones, tristezas, miedos, que la mayoría de la gente y con los que me identifico ahora? El tiempo nos iguala a todos irremediablemente. Lo que nos diferencia a unos seres humanos de otros es la mirada y la actitud, sin que ninguna de ellas sea válida para otros. La mirada no depende solo del que mira, sino de lo que hay alrededor, y la actitud… La actitud es más personal.

Unos luchan contra el paso del tiempo, así como si intentasen romper un átomo con las manos. El solo deseo es ya un sinsentido. Aun la física cuántica no nos ha explicado cómo se puede modificar el pasado desde el presente, a no ser de forma creativa y engañando a nuestro recuerdo. Será porque valoro aquellas tardes que no temo al desengaño inevitable.

Otros se enganchan al color del pesimismo, piensan que el futuro ya no les pertenece, que la vida es lineal, les cuesta manejar los recuerdos y sentirse limitados, como expone Norberto Bobbio en su libro “De Senectute”, actitud que le llevó a segar su vida intentando absolverse y condenarse, sin conseguirlo. No lo juzguemos.

Pero también agarrarse a la idea ilusoria de una vejez sin amargura, sin limitaciones, obviando la inseguridad y los miedos, conduce a un optimismo que tendrá al desencanto como puerta de salida. Los años no nos conceden la sabiduría, son el esfuerzo, la pasión y el haber aprendido a degustar el placer a cualquier edad, lo que nos proporciona el conocimiento y el aprendizaje para saber asumir la caducidad de la vida y, sin embargo, exprimir su jugo.

¡Hay tantas miradas, cada una distinta!

Foto: John Rankin Waddel 

Hace unos meses leí unos artículos sobre la teoría de las generaciones, la que divide en parcelas los años de la vida y adjudica a los coetáneos unos comportamientos semejantes, diferenciados del resto de contemporáneos. No fue hasta el siglo XIX cuando se dejó de ver la ancianidad como una parte de la condición humana y comenzó a verse como una enfermedad o un problema, generando toda clase de prejuicios, desde la consideración de los mayores como seres ya alejados de la vida, de los que solo importan sus años productivos, hasta la indiferencia de su faceta familiar, afectiva, sexual, intelectual…

El concepto de adolescencia también fue creado como grupo, y se hizo al desmovilizar a los jóvenes menores que habían tomado parte en la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de formar una nueva clientela para la sociedad de consumo.

Se adaptaron productos para ambas edades. A los mayores les hacen pagar medicinas para paliar enfermedades muchas veces inventadas y productos de rejuvenecimiento (inútiles). Y los jóvenes se ven navegando en un mar de todo tipo de objetos que no hace falta nombrar. La sombra del consumo es alargada y llena de fantasmas.

Al mismo tiempo, la insistencia en hablar de generaciones para describir las sociedades de cada época, va generando unos compartimentos que aíslan a unas edades de otras, los mayores van a la residencia o a los centros de día, los niños a la guardería y al colegio, los padres a trabajar. En las ciudades ya no hay corrillos intergeneracionales ni placitas donde reunirse ni tiempo para vivirlo en común. Las horas de la vida diaria están diseñadas y es difícil romper la dinámica. La sociedad de consumo ha matado la comunicación y la transmisión de las esencias humanas.

Aquellos, mis vecinos del pelo plateado, demuestran, transcurrido el tiempo, que estaban viviendo para ser imagen del futuro, para estos días presentes en los que el bagaje y la comprensión del sencillo y complejo acto de vivir es tan necesario para transmitirlo a los que ahora juegan alrededor nuestro, aunque en estos tiempos huela el aire a gases contaminantes y las rosas hayan perdido para siempre aquel aroma mezclado con la tierra húmeda. Por eso cuando una voz fría le dice a un mayor por el móvil: “¡No le he entendido!”, habremos de pensar quién es el que no entiende a quién.

Una bandada de aves cruza el cielo, sabemos que sus ojos desafían las leyes de la física clásica, detectando el campo magnético de la Tierra y usándolo para orientarse en el espacio. Los seres humanos hemos perdido la capacidad de encontrar el norte. Solo si miramos hacia fuera de vez en cuando, nos visitarán aquellos que un día fueron nuestra brújula, para recordarnos que siempre habrá un motivo para no dejar que las neuronas -mariposas- se mueran de aburrimiento y hastío.

Espero haberme hecho entender.

E I R E N E

domingo, 13 de agosto de 2023

LA CONVERSIÓN


Todo cambia, cantaba Mercedes Sosa hace ya muchos años. Y quizá nada haya cambiado tanto como Europa. Barrios enteros que en los años 50 votaban a la izquierda o incluso al PC de los distintos países votan ahora a candidatos de la derecha, especialmente de la derecha extrema, como el Frente Nacional en Francia, donde los hijos y nietos de militantes del PCF han cambiado de bando. El voto de protesta contra el capitalismo se ha convertido de un voto de rechazo a la inmigración, y también en un voto en defensa de los derechos sociales cada vez más menguantes en la Europa salida de Maastricht, que algunos ven en peligro por la misma presencia de los inmigrantes que, según la extrema derecha, se quedan con todas las subvenciones o “paguitas” del estado.

Pero quizá el fenómeno más profundo sea que Europa se ha convertido en una idea abstracta de un continente que cada día tiene menos relevancia en el mundo y ya sólo es capaz de empatizar consigo misma. Europa ya ha renunciado a toda su independencia tecnológica, puesto que la llegada de las innovaciones se espera del Big Brother americano, ya sea en materia tecnológica, informática o incluso de vacunaciones en caso de pandemia. En lo militar, es un miembro dócil del club OTAN, ese que ha asumido la herencia de mantener por la fuerza de las armas el imperialismo occidental bajo la coartada de las famosas “guerras humanitarias”, otro de los hallazgos del lenguaje orwelliano de nuestro tiempo.

Eso al nivel de las élites. Pero al nivel de los pueblos, se ha conseguido que cale la idea del enemigo interno, simbolizado en los infelices que llegan en pateras a menudo huyendo de las guerras provocadas por Occidente. Y la reacción de las gentes, de manera especial entre las capas populares, suele ser de rechazo ante esa “invasión” de lo extranjero. Ya no se revuelven contra las clases dirigentes, sino contra los marginados, que casi siempre son las víctimas de las guerras organizadas por esas mismas élites, o de los regímenes despóticos apoyados por ellas. Y de esta forma se convierten en una especie de “pequeña burguesía” a escala planetaria, aunque ellos mismos no tengan asegurados ni siquiera esos 400 dólares o 400 euros que los servicios sociales de todo el mundo occidental dicen que son el mínimo indispensable ante una emergencia doméstica o familiar, y aunque se encuentren en serio peligro de no poder pagar la hipoteca de sus casas si pierden su empleo. La idea es que se sientan orgullosos de ser lo que son, unos blancos pobres, tal y como ocurre en el sur de Estados Unidos, incluso si apenas pueden pagarse una casa combinando dos empleos, tres contando con el de la pareja. Fenómenos sociales como el de los “menas” sirven como catalizador de todo el discurso racista, un discurso que sirve para nutrir de votos a la extrema derecha. Pero esta misma estigmatización de la pobreza se extiende a los blancos que caen en esas mismas situaciones de precariedad, y entonces el racismo se transforma en aporofobia. No han valido para nada generaciones de hacer lo correcto, generaciones de votar a quien se debía, porque cualquiera puede encontrarse con un salario de 700 euros y luego quizá en la calle. Los conflictos o traumas mentales que puedan surgir de estas situaciones de desempleo o incluso desahucio, similares por su nivel de angustia a los síndromes traumáticos ocasionados por estar en un frente de guerra, son tratados a pastillazo limpio y a menudo considerados una deficiencia genética de la persona que ha pasado por esa situación, dado que una sociedad reputada como casi “perfecta” no puede generar enfermos mentales.

Pero la conversión de la supuestamente tolerante sociedad europea -y occidental- parece ya imparable. Ya no es tiempo de pacifismo, sino de guerra, nos dicen desde las más altas instancias políticas, y no basta con dedicar una parte cada vez mayor del presupuesto nacional a la guerra de Ucrania y a las demás guerras que seguirán, los famosos “gastos de defensa”, sino que los antiguos niveles de libertad de expresión ya no son tolerables en una sociedad que se encuentra en un estado de belicosidad permanente. Las últimas directivas de la UE se dirigen a cercenar el discurso llamado subversivo en las redes sociales. Lo que empezó como una censura a “la propaganda rusa” se está transformando rápidamente en una persecución del pensamiento rebelde en las “zonas de conflicto social”, de manera que no se pueda llamar a la “acción violenta” contra las directrices de la UE. En tiempos no muy lejanos, se consideraba que este tipo de censura era privativa de estados “paria” del estilo de la maligna Corea del Norte, pero al parecer, el Occidente colectivo se siente ahora tan amenazado que tiene que recurrir a una puesta al día de los métodos que empleaba la policía del Zar de Rusia o cualquier otro régimen totalitario que haya existido en el mundo. Francia en particular parece incapaz de controlar a unas masas crecientemente rebeldes, enfrentándose a la vez a un conflicto racial y a la oleada de protestas sociales, resultado de haber llevado a la práctica los recortes y el aumento de la edad de jubilación recomendado no sólo por la UE, sino, sobre todo, por las biblias anglosajonas del neoliberalismo, empezando por The Economist.

España ha quedado por el momento relativamente al margen de esta oleada de protestas, y ha aceptado sin rechistar la elevación de la edad de jubilación a los 67 años, argumentada, lo mismo que en Francia y otros países, sobre la muy endeble base de una esperanza de vida cada vez mayor, cuando los datos de los años más recientes muestran justo todo lo contrario, en especial en Estados Unidos, pero también en los países europeos. Lo que se pretende enmascarar es pura y simplemente el retorno a la concepción victoriana del estado, un estado que debía servir sólo para mantener el orden público por cualquier medio necesario y para financiar la guerra. En España este curso de acción, iniciado por los gobiernos anteriores, no se ha revertido bajo el Gobierno más progresista de la historia”, sino que solamente se han amortiguado algo sus efectos merced a instrumentos como el llamado cheque energético o un aumento del salario mínimo que no ha podido compensar la embestida inflacionaria. Por lo demás, este Gobierno “progre” ha asumido en todo lo esencial el discurso neoliberal emanado de Bruselas.

      


Por supuesto, nada de todo esto puede sostenerse sin el correspondiente armazón ideológico. Un armazón que justifique sin fisuras una pretendida superioridad moral de Occidente en esta nueva etapa de evangelización de los continentes crecientemente rebeldes y reivindicativos, especialmente África y América Latina, donde el brazo militar de la OTAN, convertida en auténtico gendarme universal presto a reprimir cualquier nación díscola, une sus esfuerzos con el brazo económico del FMI y el Banco Mundial, en suma, de las instituciones salidas de Bretton Woods.

Para mí la pregunta es cuánto tiempo tardarán los pueblos europeos en darse cuenta de que ellos mismos son también víctimas de todo este entramado, puesto que se les fuerza a apoyar un orden internacional y un estilo de vida que no sólo los enfrenta a la gran mayoría del planeta y arrasa con todas las conquistas sociales del siglo XX, sino que esta “conversión” implica también una renuncia en gran medida a la propia dignidad. El experimento social en marcha se basa en que unas generaciones pasto del Instagram, un instrumento de narcisismo todavía más poderoso que Facebook, desarrollen un individualismo tal que sean incluso incapaces de reconocer sus auténticos intereses comunes. De momento ese parece ser el curso que están tomando las cosas.

V E L E T R I

viernes, 28 de julio de 2023

ULTRADERECHA, FASCISMO, DERECHA “ALT-RIGHT”



Ahora que en las elecciones generales se ha parado los pies a la ultraderecha, vendría bien saber algo más de este fenómeno de la alt-right o (derecha alternativa por “alternative right”). Hace unos días un periodista preguntaba a un sociólogo por qué tantos jóvenes votaban a Vox, un partido ultraderechista, reaccionario, retrógrado y casposo. Cosa que también sucede en Europa con los movimientos reaccionarios de Le Pen, Meloni, Zemmour, Salvini, Orbán, etc. Incluso en los países nórdicos, tan socialdemócratas y civilizados ellos. ¿Vuelve el fascismo?, ¿nunca se fue?, ¿se han olvidado las lecciones de la historia y Europa se ha vuelto nazi? Al enemigo hay que conocerlo bien para combatirlo y vendría bien saber de dónde viene y las causas de su éxito.

El periodista dijo que la razón es que esos jóvenes actúan como siempre, siendo rebeldes, inconformistas y desobedientes con el sistema, votando “a la contra” (algo parecido a los indignados del 15-M hace años). Pero el sociólogo dio una explicación distinta y sorprendente: esos jóvenes buscaban una identidad sólida en un mundo de identidades fragmentadas, cambiantes y líquidas (identidades de género, sexo, raza, cultura, religión, etc.). Ante esta multiplicidad y fragmentación de identidades interseccionadas, estos jóvenes buscarían la españolidad como identidad sólida, del mismo modo que sus homólogos europeos buscarían la “italianidad, francesidad alemanidad, hungaricidad, polonicidad”, etc. O sea, el occidentalismo y el Estado nación como refugio identitario. Esos votantes europeos reivindicarían la cultura occidental en un mundo de multiculturalidad inevitable porque, aunque Occidente ya no es el ombligo del mundo, mucha gente no acepta esta realidad. Como tampoco acepta la multipolaridad del nuevo orden mundial, otra realidad obvia.

Otra explicación plausible de este voto ultra sería el enfado y cabreo de los hombres blancos, heterosexuales, cristianos, conservadores y prooccidentales, que se sienten estigmatizados y culpabilizados por todos los males que aquejan el mundo: machismo, heteropatriarcado, capitalismo, colonialismo, expolio de recursos, degradación del planeta, etc. Este enfado occidental ultra iría en paralelo con la defensa de su identidad, porque los pueblos tienen ese inconsciente colectivo jungiano, esa memoria social y grupal, poso cultural y sedimento de tradiciones, usos y costumbres que pasaron de generación a generación. Esa identidad cultural entraría en competencia en el mercado de identidades atomizadas por clase social, raza, sexo, género, religión, etc.

Además, estos movimientos identitarios ultras serían una reacción contra la globalización, cuyas elites globalistas son el nuevo poder mundial, la nueva aristocracia, los nuevos señores feudales. Este nuevo poder global estaría en las grandes empresas tecnológicas (Big Tech), empresas farmacéuticas (Big Farm), fondos de inversión, empresas del complejo industrial-militar, banca y magnates que se reúnen en el Foro de Davos y el club Bilderberg. Ese es el poder actual, que actúa al margen de fronteras, identidades y culturas, el poder puro y duro de la plutocracia mundial, porque el dinero que manejan es superior al PIB de muchos estados. Y ante ese poder se rebelan estos soberanistas identitarios que pretenden recuperar su identidad tribal en los estados nación, su refugio del Occidente mitificado, su Arcadia idílica. Sería una lucha entre soberanistas identitarios contra globalistas de ese nuevo internacionalismo capitalista de plutocracia global. Así, este nuevo eje identitario-globalista podría sustituir al eje clásico derecha-izquierda. Estos soberanistas identitarios piensan que las decisiones se deben tomar en cada país, no en centros del poder global como Bruselas, Davos, Washington o la ONU, desde donde nos dicen como vivir y que estilo de vida adoptar (Agenda 2030). Les llaman antieuropeos, pero en realidad serían europeos de la Europa de las naciones. Y muchos de estos europeos serían los perdedores de la globalización, que ha originado deslocalización de empresas y desindustrialización, con el consiguiente empobrecimiento de la clase obrera. Esto explica que los votantes de Le Pen sean los obreros que antiguamente votaban a la izquierda y al PCF. Es extraño pasar del voto obrero a la izquierda al voto a la ultraderecha, lo cual iría en contra de sus intereses obreros, pero así es.

En el siglo XX el marxismo y su internacionalismo obrero pretendieron superar estos nacionalismos estatales con la identidad de clase o identidad obrera, pero no pudieron porque el Mono sapiens es un animal social que necesita raíces, una historia, un grupo del que formar parte y al que pertenezca, un pasado al que se sienta ligado y del que sea prolongación (el pasado no está muerto, que diría Faulkner). El ser humano busca certezas y seguridades y el mundo actual es inseguro e incierto. Los estados y naciones proporcionan esas certezas. También las religiones y culturas. Quizás sea que la identidad cultural y nacional pesa más que la identidad de clase. Por eso el socialista francés Jean Jaurés fracasó en su llamada a los obreros de los países enfrentados en la I GM para que no lucharan entre sí. Por eso de Gaulle decía, como buen jacobino, que un buen político debe tener sentido de Estado. Como todos los estadistas, supongo, porque quizás les preocupa más el sentido de Estado que la conciencia de clase (obrera).

Hay miedo por la llegada al poder de estos partidos ultras, pero el poder suaviza ideas maximalistas y tocar moqueta podría modular a estos partidos de ultraderecha, al igual que se normalizaron partidos de ultraizquierda (Podemos, Bildu) cuando el PSOE pactó con ellos (pactos con los que al principio no estaba de acuerdo parte del PSOE). Al igual que se normalizó en Europa la llegada al poder de Meloni: es lo que tiene tocar moqueta, que uno se hace pragmático y posibilista (como Bildu).


Vaya, llegamos al final de esta entrada fascista y no hemos hablado del fascismo primigenio y fetén, el de las camisas negras de Mussolini, camisas pardas de Hitler, camisas azules de José Antonio y nacionalcatolicismo de Franco. Bueno, no sé si queda algún friki fascista cafetero, pero el neofascismo actual acepta el sistema parlamentario y sus reglas. Ya si eso hablamos del huevo de la serpiente en otra entrada; o de si este “nuevo fascismo” es el brazo político del capitalismo o es el capitalismo el brazo económico del fascismo; o del Ur-Fascismo del que habla Umberto Eco; o de si este fenómeno es un nuevo “pensamiento mágico” y “nuevo romanticismo” en un mundo de fría racionalidad donde se buscan nuevos mitos y leyendas; o de si estos partidos ultras son neoliberales en lo económico; o de si Vox es una reacción contra el nacionalismo vasco y catalán, también identitario. O si esto produce una polarización en España, con el consiguiente rechazo a Abascal y a Otegi. Si esto fuera así, los extremos identitarios estarían conectados y se retroalimentarían porque todo está relacionado en esta guerra cultural. También podríamos hablar de si este “identitarismo” del pueblo es propio de él o ajeno, de la clase dominante. Si fuera lo segundo, sería un identitarismo exógeno, pero interiorizado por ese pueblo. Sea como fuere, el fenómeno de la ultraderecha ha venido para quedarse.

Un Tipo Razonable