viernes, 16 de diciembre de 2022

EL CLIENTE

        El primer caballo de batalla de la Revolución Francesa, junto con la Ilustración, que necesariamente debía hacerse extensiva a las masas para que tuviera un significado, fue la invención de la palabra ciudadano. El ciudadano debía sustituir al súbdito, de la misma forma que la Ilustración y el gobierno republicano debían sustituir al feudalismo y a la creencia en ideas sobrenaturales respecto al Universo y la naturaleza humana. Toda comunidad debía regirse por un contrato social, ese del que hablaba Rousseau, un contrato que eliminase la estratificación de la sociedad en unas castas tan parasitarias y rígidas que causaran la artrosis de la vida económica, intelectual y cultural. Si bien no se eliminaba ni se pretendía eliminar la idea de jerarquía, sí que se buscaba un mundo en el que predominaran la libre circulación de las ideas y la igualdad de los ciudadanos ante la ley y también en sus derechos económicos, aunque esto último no fuese formulado con la misma claridad.

       Por supuesto que el Ancien Régime no se resignó en ningún momento a la derrota. Ni tampoco se conformó con que Napoleón enterrase la misma revolución desde el momento de su llegada al poder, sino que se apresuró a restaurar la monarquía, aunque fuese bajo un barniz parlamentario, una vez consumada la derrota de Waterloo y la victoria de las grandes monarquías europeas del imperio austríaco, la Rusia zarista y el Reino Unido. El derecho a voto se limitaba en todos los países europeos así como en los Estados Unidos a aquellos varones que dispusieran de unos elevados ingresos económicos, y, por supuesto, el voto femenino era todavía una entelequia que no se convertiría en realidad hasta bien entrado el siglo XX (en países como Suiza, las mujeres no obtuvieron el derecho al voto hasta 1971). Hicieron falta varías revoluciones (1830, 1848, y la gran masacre en que terminó la comuna de París de 1871) para que lo que se consideró como derechos de la ciudadanía fuese ampliado. Y todavía hubo que esperar a la Revolución Rusa de 1917, el Crack de 1929 y la Segunda Guerra Mundial para que el mundo experimentase tal sacudida que la burguesía de los países avanzados fuera aceptando programas como el New Deal americano o el llamado estado del bienestar europeo.

      La auténtica discusión desde entonces ha consistido en dilucidar en qué consistían verdaderamente los llamados derechos humanos. ¿Debían cubrir únicamente el derecho a la libre expresión y el derecho a la libre empresa, como sería la interpretación más primitiva de la constitución norteamericana, por ejemplo, o debían extenderse a derechos sociales tales como la vivienda, la atención sanitaria universal, la educación gratuita, la no discriminación por motivos raciales, etc.? El punto de vista de las sociedades europeas, influidas no sólo por el keynesianismo sino también por el temor a que se reprodujeran en su seno las revoluciones del pasado, fue que esos derechos considerados como “sociales” eran irrenunciables y debían ser garantizados en la misma constitución. En países como España, se ha convertido casi en un chiste el que diversos artículos de la carta magna garanticen el derecho al trabajo y a la vivienda en situaciones de crisis económica galopante cuando millones de personas se encuentran en el desempleo o afrontando una situación de desahucio. Y sin embargo, el mero hecho del reconocimiento formal de unos derechos que no se disfrutan indica que estos siguen siendo un objetivo deseable para el conjunto de la sociedad. El estado que incumple su propia constitución queda en una situación de hipocresía flagrante, pero a la vez la ciudadanía es del todo consciente de que esos derechos le pertenecen aunque sea sólo en abstracto.

     ¿Pero qué ocurre cuando estos derechos no son reconocidos como tales, sino que se consideran casi como un privilegio que cada individuo debe ganarse por su propia cuenta? Ese sería el caso de los Estados Unidos surgidos de la contrarrevolución neoliberal iniciada en los años 80, uno de los pocos países del mundo que ni siquiera reconoce el derecho de los trabajadores a tener días de permiso por enfermedad renumerados, o al menos es así en la mayoría de sus grandes empresas. En casos como este, no cabe apelar a una constitución ni a un ordenamiento legal que ampare esos supuestos derechos, sino que lo verdaderamente rige es el poder de compra de cada individuo. Es decir, la capacidad económica de comprarse los días de baja o incluso la propia salud. El ciudadano se encuentra así transformado en un cliente al cual sólo le asiste el derecho a reclamar en la medida en que haya invertido su dinero en la adquisición de un determinado servicio, da lo mismo que sea un automóvil, una aspiradora o un tratamiento contra el cáncer. De hecho, el primer paso de las compañías aseguradoras americanas al cerrar una póliza de seguro de enfermedad con un determinado cliente es asegurarse de que éste no padezca ningún tipo de “condición previa”. Es decir, una enfermedad congénita o hereditaria que haga poco menos que inevitable el que este individuo tenga que someterse en un determinado momento de su vida probablemente no muy lejano a un tratamiento de elevado coste que haga que la contratación del seguro no sea rentable para la compañía. En ese caso, las únicas perspectivas del posible cliente son o bien contratar el seguro a un precio elevadísimo o bien renunciar por completo al mismo con la casi certeza de una muerte prematura en cuanto la enfermedad haga su aparición.


     Ante este panorama, caben diversas alternativas. Uno puede apropiarse una especie de síndrome de Peter Pan aplicado a la salud alimentando la idea de que ni envejecerá ni enfermará nunca, algo que encaja bastante bien con la mentalidad de algunos individuos e incluso países. También puede pensar que será tan afortunado como para morir de puro viejo, de un infarto repentino que evite un largo período de enfermedad con el consiguiente tratamiento o incluso de un accidente de coche o un terremoto. Pero a la mayoría de personas no les gusta vivir con la espada de Damocles de una más que probable larga enfermedad y por eso buscan un seguro sanitario asequible. Y la aparición de parches como la famosa Affordable Care Act del presidente Obama, denigrada como “socialista” y vilificada con el mote de “Obamacare” por los republicanos, no hacen sino eternizar el problema, puesto que no son más que pretextos o cortinas de humo para que las grandes compañías del negocio sanitario obtengan beneficios cada vez mayores sin tratar el problema en su misma raíz. Siguen siendo decenas de miles las personas que mueren en los Estados Unidos cada año por no tener acceso al tratamiento médico que necesitarían. Quienes defienden la privatización de la sanidad en cualquier país europeo saben por lo tanto muy bien a qué trampa quieren conducir a sus compatriotas por muy bien que afinen sus flautas de Hamelín.

     Pero por supuesto, también los clientes, aunque les haya sido arrebatada su condición de ciudadanos, siguen teniendo montones de derechos, empezando por el derecho a la pataleta, que es el único que por lo general consiguen ejercer. De hecho, las organizaciones de consumidores proliferan por todo el mundo occidental, por mucho que los éxitos que obtengan sean más bien raquíticos. Lo que ocurre es que es mucho más fácil devolver una aspiradora defectuosa que resarcirse de, por ejemplo, una temporada durmiendo al raso o en el interior del propio coche -seguramente de segunda mano- al no poder tampoco costearse una vivienda o una simple habitación, pues también la vivienda es meramente una mercancía que adquirir y no un derecho. El hecho de tener un empleo ya no garantiza de ninguna manera poder pagar un alquiler y mucho menos aún una hipoteca, ya que los precios del mercado inmobiliario suelen exceder el salario medio de la mayoría de los trabajadores. Y puesto que la vivienda pública, especialmente en países como España, no es sino un último recurso que se disputan miles de personas, la inmensa mayoría debe seguir o bien bajo la protección indeseada de sus padres, o bien arriesgarse a contraer una hipoteca que le mantendrá atado de pies y manos durante treinta años de su vida. En Estados Unidos a esta hipoteca inmobiliaria se le suele sumar la hipoteca adquirida durante la época universitaria para poder sufragarse los estudios, ya que el buen sentido del “common man” americano decidió que “yo no tengo que pagarle los estudios a nadie con mis impuestos”, aunque eso signifique que los seguidores de tan preclara filosofía puedan acabar a su vez cargando con deudas que ellos tampoco pueden saldar y que lastran toda su existencia posterior.

        En definitiva, también los partidos políticos tienen sus clientes, que, en el caso de los partidos llamados de “izquierdas”, tienen poco que ver con el electorado que les regala -nunca mejor dicho- su voto. Obama supo vender la patraña del “crowdfunding” como fuente de financiación de su campaña electoral, pero sus auténticos valedores eran más bien individuos como Jamie Dimon de JPMorgan Chase, otras organizaciones bancarias de Wall Street y los barones de Silicon Valley, por lo que no es de extrañar que la gran crisis económica de la primera década de este siglo se resolviera reflotando a los bancos con dinero público en lugar de usar ese dinero para reflotar a los ciudadanos -ahora ya simples clientes- que habían sido víctimas de las estratagemas financieras de los grandes magnates.

       También los alumnos de las universidades han pasado a ser simples clientes, de los que sólo se espera que sepan aquello que es estrictamente “útil”, con lo cual muchas carreras universitarias han perdido todo su valor o sentido, o, en todo caso, deben ser recicladas o reformuladas de una manera que convenga a la religión hegemónica neoliberal imperante si no es que simplemente desaparecen. El caso extremo lo conforman las facultades de economía de casi todo el mundo que, siguiendo el modelo instaurado al otro lado del Atlántico, han purgado de su personal académico a la práctica totalidad de los profesores que no comulguen con la doctrina al uso.

        Pero si pese a todo el usuario de todos esos servicios no queda satisfecho, le cabe el consuelo de hacerse cliente de las grandes redes sociales como Facebook o Instagram en las que podrá incluso volcar su descontento, siempre y cuando no prefiera convertirse en un hater de todo aquel o aquello que el mismo sistema le ha enseñado a odiar.

 V E L E T R I

martes, 6 de diciembre de 2022

ENEMIGO MÍO (o El club de la lucha)

“Enemigo mío” es una película de ciencia-ficción que trata de la guerra entre dos pilotos de naves espaciales, uno humano y otro alienígena, enfrentados en una lucha de civilizaciones (quizás habían leído a Samuel Huntington, quien sabe). Tras un duro combate aéreo caen en un planeta inhóspito, en el que sigue su lucha feroz. La violencia en el cine es un tema recurrente: para Tarantino una buena película es una historia de venganza violenta y todos recordamos películas en las que la violencia es tratada de forma estética, como “El club de la lucha”, “Grupo salvaje” y “Duelo a muerte en OK Corral”. Aunque hay otras películas en las que esa violencia se trata en modo “gore y casquería”, como las de Rambo, que no siente las piernas (y menos el cerebro)Terminator” (dice “Volveré”: a dar puñetazos, se sobreentiende). O violencia con épica low cost, como “Los inmortales” (solo puede quedar uno) y las de Mad Max” (dos entran, uno sale). O violencia que busca justicia reparadora, como las películas de Charles Bronson (“El justiciero”, “El vengador anónimo”) y Clint Eastwood (“Harry el sucio”). Por no hablar de la violencia “buena” de los superhéroes de la Marvel, porque es una violencia justificada contra malos y villanos. Así que habría violencia estética, buena, épica y reparadora. Por no decir justificable y con heroísmo.

En el mundo virtual de Internet también hay violencia. Así, el filósofo Santiago Alba Rico habla de “violencia simbólica” en las redes, “territorialidad virtual” (disputar, marcar y ganar territorio), esgrima intelectual, visceralidad y afirmación de nuestra identidad frente a los otros. Por tanto, nada nuevo bajo el sol, hemos trasladado nuestro comportamiento violento y agresivo a las redes sociales, utilizando un lenguaje bélico lleno de insultos y exabruptos. Por eso Don Arturo, en el Blog “Puntadas sin hilo”, se quejaba de que le habían ofendido y nadie le defendía. Este comportamiento violento sigue en las actuales Guerras Foreras del Blog, en las que hay que darse estopa: los izquierdistas contra los derechuzos, los ofendiditos contra los opresores, los concienciados contra los votontos, los izquierdistas entre sí, y si no hay enemigos se buscan, que seguro que se encuentran. Por eso en los Blogs se leen insultos y descalificaciones con su liturgia y ritos de guerra, tal que samuráis cortando cabezas o sioux arrancando cabelleras.

En mis entradas hablo de esa agresividad y violencia humanas, de esa pulsión de poder y conflicto que tiene el Homo sapiens, cuya versión bloguera del Mono cabrón sería el Forero cabrón (el odiador o hater de las redes). Ya decía Hegel que “la guerra es bella, buena, santa y fecunda”. Y como la guerra es guay, los peores son los equidistantes, esos cabrones a los que Gramsci llamaría indiferentes. Por eso en su “Odio a los indiferentes” dice que hay que tomar partido, ser partisano y saber que la indiferencia es cobardía.

En la política también hay violencia, esa “violencia política o verbal” que cita algún político cuando dice que “hay que normalizar el insulto”. Por eso se escuchan lindezas como llamar a los jueces “franquistas, fascistas, represores, enemigos de la democracia, ejecutores del lawfare y miembros del estado opresor”. O llamar “feminazis, histéricas y locas trastornadas” a las feministas. O entrar directamente en la vida personal de los políticos, como decir que Irene Montero es ministra porque “ha estudiado a Pablo Iglesias en profundidad” y “ha sido fecundada por el macho alfa” (el mismo que decía que hay que normalizar el insulto y que “la política se construye sobre cadáveres”). O llamar a Ayuso “nazi, asesina, ida y loca”. No me extraña que Foucault dijera que la política es la guerra continuada por otros medios. Y yo me pregunto si sería posible una política no agresiva y una dialéctica de más nivel (pregunta retórica: no es posible).

La historia de la humanidad es una historia de guerras y violencia. No tengo una explicación plausible y no sé si el conflicto es consustancial al ser humano. Deberíamos solucionar dichos conflictos con negociación y diálogo, pero la Antropología y la Neurociencia nos hablan de la agresividad del Homo sapiens, de los circuitos neuronales implicados en esa agresividad y de los instintos más primarios imbricados en la amígdala, sistema límbico y cerebro reptiliano. Y la Genética nos habla de genes relacionados con la agresividad y de que tenemos más de chimpancé que de bonobo. Quizás por eso Darwin hablaba de la supervivencia del más fuerte, Platón elogiaba a Esparta y sus guerreros, Hobbes decía que la guerra va unida al ser humano (el hombre es malo por naturaleza), Sartre decía que el infierno son los otros y Ernst Jünger consideraba la guerra como algo digno. Se podría pensar que esa violencia está justificada si es “violencia de clase”, de dominados contra dominantes. Violencia cuyo origen ancestral estaría en la sedentarización del ser humano al pasar de nómada y recolector a agricultor y ganadero, con la consecuente aparición de la propiedad privada, gobiernos y leyes. Esta ley sería violencia institucionalizada y por eso Marx y Lenin pensaban que la violencia revolucionaria es justificable ante un capitalismo explotador, cuya violencia se encarnaría hoy en el actual (neo)liberalismo depredador. Sería una violencia económica y política de Occidente sobre los desheredados y condenados de la tierra. Por tanto, la civilización llevaría consigo esa violencia sistémica, institucional y estructural.

No obstante, hay optimistas que preconizan lo contrario, como Rousseau (el hombre es bueno por naturaleza), Erasmo de Rotterdam (un idealista antimilitarista), Kant (un santo varón que escribió “Sobre la paz perpetua”) y Einstein (que pedía un gobierno mundial para terminar con las guerras). Por no hablar de las ideas maravillosas de Kropotkin y Proudhon sobre “Apoyo mutuo” y “Mutualismo”: a estos habría que darle el premio Nobel de la Paz. Aquí recuerdo que cuando le preguntan a la miss de los concursos de belleza por sus deseos, el más frecuente es “la paz en el mundo”, ¡qué bonito! Incluso el Che Guevara, un tipo violento e irascible, dijo que se necesitan más hombres para construir y menos para destruir.

Habría que citar la violencia cultural de la que hablan Foucault, Houria Bouteldja y Enrique Dussel, que preconizan una guerra cultural contra un Occidente colonial e imperialista que comete epistemicidios y destruye cosmogonías. Y hablando de guerras culturales, USA ha incrustado su particular relato del "American way of life" y “Self-made man” de Hollywood por todo el orbe: esto sí que es violencia cultural, pero con Coca-Cola y palomitas.

Quizás el destino del ser humano es el conflicto. Así que asumámonos y digamos que la agresividad y la violencia son consustanciales al ser humano a lo largo de la Historia. Por eso todos llevamos dentro un pequeño Julio César haciendo su particular Guerra de las Galias. Así es la vida, así es el mundo, así son las redes, así son los blogs, así somos nosotros. Somos libres para hablar o para callar, para incendiar o para conciliar, para escribir palabras sanadoras o palabras enfrentadoras, para ser violentos o para ser pacíficos. Para hablar de conceptos grandilocuentes como lucha, victoria, honor y épica o de ideas pequeñas como perdón, cesión y reconciliación.

Todos luchamos: contra nuestras limitaciones, contra nosotros mismos, contra los demás. Es la lucha de cada uno buscando su destino, su lugar en el mundo, su sitio para ser feliz, para dar sentido a su vida. Y no hay lucha sin violencia. Será que estoy mayor, pero cada vez llevo peor la violencia verbal, las luchas foreras, los insultos, la dinámica “amigo-enemigo” y el “o estás conmigo o contra mí”. Algo parecido a lo que dijo Estanislao Figueras, presidente de la primera República: “Estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

Bukowski decía que si queremos hacer algo vayamos hasta el final, pero yo no quiero que ese final sea violento. Tampoco quiero que la voluntad de poder que llevamos dentro sea una voluntad violenta, prefiero ser un Sísifo moderno que lleva a sus espaldas la piedra de violencia, pero no la ejerce. Por eso yo me quedo con Eros, no con Tánatos. Por eso me gustaría pensar que “Ha estallado la paz”. Pero creo que el destino nos alcanzará y nunca diremos “Adiós a las armas” porque somos así, humanos en lucha constante, guerra y paz, “los hunos y los hotros”, “Brothers in arms”. Y es que el peor enemigo del ser humano es el propio ser humano: todos somos “Enemigo mío”, todos estamos en “El club de la lucha”.
Un Tipo Razonable

jueves, 24 de noviembre de 2022

LOS PREMIOS

    “Los premios” es el título de la primera novela de Julio Cortázar en la que unos cuantos ciudadanos de diversos grupos sociales obtienen como premio en un sorteo un crucero que tendrá insospechadas consecuencias para ellos. Pero los premios son, en general, la manera que tienen las sociedades de cualquier régimen político de recompensar aquellos productos culturales con los que se identifican y que representan sus valores, tal vez aquella concepción del mundo que pretenden imponer. Mediante los premios se pretenden marcar unas directrices de lo que es aceptable y de lo que no, de los libros que merecen leerse y de los que merecen como mucho un lugar en los kioscos de los aeropuertos o, mejor todavía, en el limbo de los libros por publicar. Y lo mismo ocurre con todos los demás productos culturales, ya sean películas, canciones, etc.

      ¿Por qué se premia a unos autores con los máximos galardones y, en cambio, a otros se les relega al ostracismo? Ante la evidencia que de que no existe ninguna aritmética ni geometría que permita determinar que obra es mejor que otra, los que entran en juego son los críticos que deciden la cuestión desde la atalaya de su propia formación cultural, sus propios prejuicios y, sobre todo, desde la perspectiva de la época en la que viven. Pero esa perspectiva de alguna forma siempre está influida por lo que son las relaciones de poder dentro de cada sociedad. Parecería inimaginable que una película como por ejemplo “If....”, de Lindsay Anderson (1968) ganase hoy en día la Palma de Oro del festival de Cannes. Los tiempos son otros, la época de la rebeldía ya pasó para siempre -o, al menos, eso se pretende- y el neoliberalismo no sólo es experto en forjar las leyes que regulan las relaciones sociales, sino también incluso en certificar aquello que es artísticamente aceptable, sobre todo a nivel de determinadas elites, por no hablar de los intereses de las diversas productoras cinematográficas. De la misma forma, la época de las vanguardias artísticas también parece otra reliquia del pasado, especialmente en una época en la que parece que el único progreso concebible pueda producirse en el marco de la tecnología. Ya pasó la época en la que Occidente pretendía proclamar su pretendida superioridad cultural en el terreno del arte, sino que ahora esas batallas se libran en terrenos como la “mayor tolerancia” hacia el movimiento LGTBI, y un mayor empeño en una determinada concepción de los derechos humanos muy propia de los países anglosajones que, sin embargo, excluye de manera deliberada cualquier componente que pueda poner en peligro el orden económico y jerárquico existente.

      Pero quizá algunos de los ejemplos más chuscos se den en el campo de la literatura, donde los premios concedidos a la medida de las grandes editoriales abundan a nivel nacional y, a nivel internacional, empiezan a jugar su papel las relaciones e influencias de la llamada alta política. Como curiosidad, podríamos repasar los nombres de los autores españoles que han ganado el premio Nobel de literatura. El primero fue José Echegaray, considerado el mayor matemático español del siglo XIX, ministro de hacienda en su tiempo, y que fue galardonado con el premio por delante no sólo de Leo Tolstoi, Anton Chejov u otros grandes escritores de fama mundial, sino también de otro célebre escritor español como fue Benito Pérez Galdós. No parece que los actuales lectores de Echegaray formen una legión que digamos. Algo parecido sucedió con el primer galardonado al citado premio, el poeta francés Sully Prudhomme, un ilustre desconocido para la inmensa mayoría de lectores en lengua francesa actuales. Pero los académicos de Estocolmo prefirieron otorgarle el premio a él antes que al monstruo literario Émile Zola en una decisión que habría alegrado a ciertos popes de la cultura más pro-establishment de nuestros días, como por ejemplo el adalid del atlantismo Bernard Henry-Levy.

      Y quien fue auténticamente maldito para ese premio fue el ya citado Pérez Galdós, al parecer debido a fuertes presiones del propio gobierno español, que no quería que un escritor de tendencias socialistas o, cuando menos, excesivamente progresistas, ganase el premio. A lo largo de la historia de los Nobel de literatura, estas incongruencias e intromisiones de la política han venido sucediéndose, y justamente la lista de los primeros galardonados es especialmente devastadora para la credibilidad del premio una vez pasada por el implacable tamiz del tiempo. Prácticamente ninguno de los 15 o 20 primeros galardonados ha significado absolutamente nada para las generaciones posteriores que, por el contrario, han inmortalizado la obra no sólo de los autores ya citados, sino la de muchos otros como Joseph Conrad, James Joyce, y un largo etcétera. Por no hablar de las décadas de los 80-90 cuando casi uno de cada dos o tres premiados era un europeo del este, por supuesto siempre contrario a los regímenes socialistas de la época. Mijail Sholojov, el autor de la célebre novela “El don apacible” fue el único autor ruso no disidente que obtuvo el Nobel, y eso ocurrió a principios de la década de los 60, justo cuando la URSS se encontraba seguramente en lo que fue su mejor momento histórico y de mayor influencia mundial. Pero el Nobel de literatura también acompañó de alguna forma la famosa “guerra contra el terror” del presidente Bush, cuando le otorgó el Nobel apenas un mes después de los oscuros atentados del 11-S nada menos que a V. S. Naipaul, un autor al que bien podría considerarse el Kipling de nuestra época, ya que a lo largo de toda su vida y carrera literaria se dedicó sin cesar a denigrar cualquier proyecto político emprendido ya fuera en América Latina, África o Asia que no se encontrase bajo el patrocinio directo de la visión del hombre blanco occidental y sus instituciones; véase novelas o ensayos como “Guerrillas”, “In a Free State”, “The Return of Evita Perón”, etc. El blanco favorito de Naipaul probablemente fuera el islamismo bajo casi todas sus formas, y su candidatura fue promocionada durante décadas por las grandes revistas y publicaciones del mundo anglosajón hasta obtener el codiciado premio.

    También es cierto que el premio ha sido concedido también a célebres escritores de izquierdas, como Jean Paul Sartre -el único que se permitió el lujo de rechazarlo-, José Saramago, Gabriel García Márquez y alguno más. Pero en conjunto, el premio ha mostrado una cierta propensión a regar más a aquellas plantas literarias que el atlantista Josep Borrell habría querido ver crecer en su jardín. Y quizá el premio más estridentemente político de todos fuera el que se le concedió en su día a Alexander Solzhenitsyn, el autor de “Archipiélago Gulag” y paseado en su día por todas las televisiones del mundo occidental de una manera similar al agasajo mediático con que hoy en día se obsequia a Vladimir Zelenski. Poco podía imaginar Solzhenitsyn que cinco décadas después él mismo estaría incluido en el estigma con el que el Occidente oficial ha cubierto todo lo relacionado con Rusia, incluyendo a sus escritores y artistas.

    Y si bien los premios literarios en principio no deberían estar influidos por las consideraciones políticas, hay otros que ya han nacido con una clara vocación ideológica, tales como los premios Nobel de economía o el de la paz, por no hablar del inefable premio Sajarov, cuya lista de galardonados es una auténtica “wish list” de la CIA. Como es sabido, el Nobel de economía no entraba en absoluto dentro de los planes de Alfred Nobel cuando él instituyó sus galardones, sino que fue un premio instituido por el Reichsbank sueco “en memoria de Alfred Nobel”. Dicho premio no tardó sino unas muy pocas ediciones en galardonar a los grandes popes de la religión neoliberal, Friedrich Hayek y Milton Friedman. Con ello se sacralizaban en gran medida los criterios económicos que iban a regir las sociedades occidentales en las décadas siguientes, los mismos que iban a revertir los progresos sociales de la primera mitad del siglo XX y a ensanchar las desigualdades sociales hasta los niveles de la época victoriana en una espiral que parece no tener fin y que las diversas crisis económicas y sociales de los últimos tiempos no han hecho sino alimentar todavía más.

    En cuanto al Nobel de la Paz, sin llegar a los extremos del premio Sajarov, también ha demostrado a lo largo de los años un claro sesgo occidental por no decir atlantista. Su último premio, dedicado a un activista político bielorruso y a un par de ONGs conocidas por su activismo contra el gobierno de Moscú puede enmarcarse, a un distinto nivel, dentro de la oleada de propaganda proucraniana que ha llevado al régimen de ese país a ganar incluso el que quizá sea el más hortera de los premios internacionales posibles, el del festival de Eurovisión del 2022. Pero es justamente a este nivel popular y del subconsciente colectivo donde los diversos premios más buscan ejercer su influencia y a determinar corrientes de opinión dentro de las naciones que favorezcan los intereses ocultos – y los no ocultos- de aquellos que los promueven.
  V E L E T R I

domingo, 20 de noviembre de 2022

CINEFÓRUM

Las películas son realidades inacabadas;
lo son en sí mismas y porque el espectador formará parte de ellas. También por eso tiene sentido este fórum
El Cinefórum es un espacio para hablar de cine, para hacer coloquios sobre películas previamente propuestas por los foreros que así lo deseen. Pero no es una filmoteca, su función no es hacer una lista de películas que a cada uno le parezcan importantes, imprescindibles o interesantes, sino un lugar de encuentro cinéfilo en el que charlar o cambiar impresiones sobre una determinada propuesta cinematográfica. Se evitará, por tanto -para que podamos sacarle el partido adecuado a este espacio- pedir que se suban títulos sin más criterio que el deseo de tenerlos subidos a la filmoteca por parte del que enlaza el título, sin coloquio previo sobre ella; si no lo hacemos así, el Cinefórum perderá su función de “espacio para el debate cinematográfico” y la filmoteca se convertirá en un interminable y absurdo listado de films que podemos encontrar en cualquier sitio de la red destinado a ofrecer cine, sin más.

Se adjuntan enlaces a sitios interesantes en los que encontrar casi toda
la oferta cinematográfica más o menos de calidad para quien quiera
acceder a sus películas favoritas y así liberar a la filmoteca
y al Cinefórum de tener que cumplir esa función

          enlaces interesantes de búsqueda          

(enlaces de búsqueda también añadidos a la sección películas)

viernes, 11 de noviembre de 2022

COMPARANDO CULTURAS

En la actualidad vamos (o ya estamos) a un mundo multipolar con tres focos de poder: China, Rusia y Occidente. Esto nos lleva a plantearnos la comparativa entre estas culturas y civilizaciones. ¿Es mejor la china, la rusa o la occidental?, ¿y si no hay ninguna mejor ni peor porque todas tienen sus puntos positivos y negativos, así como ventajas e inconvenientes? Quizás esto sea cierto, por lo que el término “bárbaro”, acuñado por los griegos para describir lo extranjero, debería ser desterrado: al fin y al cabo, todas las culturas son etnocéntricas y supremacistas, porque describen la realidad bajo sus parámetros culturales.

Solemos criticar a la civilización occidental como fuente de dolor y sufrimiento para otras culturas debido a su colonialismo, hegemonía imperialista y epistemicidios culturales de la modernidad. Lo cual es cierto e irrefutable, pero, ¿es solo esto el legado de Occidente?, ¿nadie hace hincapié en sus aportaciones en pensamiento político, científico, filosófico y tecnológico? Esta crítica a Occidente es entendible, porque el ganador suele ser denostado por abusón, del mismo modo que el niño fuerte abusa de los niños débiles. Por eso es tentador pensar que este Occidente, dominante histórico desde el siglo XV, debe recibir su merecido, pagar sus culpas y redimirse de ellas. Esta es la razón por la que se ensalce a otras cosmovisiones alternativas, porque, del mismo modo que apoyamos al niño débil maltratado por el niño grande, apoyamos otras culturas que han sido maltratadas por el niño grande occidental abusón.

Por eso idealizamos otras culturas, y más si están desaparecidas. Esto me recuerda a la frase de Humphrey Bogart “vive rápido, muere joven y tendrás un bonito cadáver”. Y eso es lo que le sucedió a culturas como la cartaginesa, persa, africanas, precolombinas, de la Polinesia, etc., que murieron jóvenes, desaparecieron y dejaron un bonito cadáver civilizatorio. Cadáver que es honrado tal que culto litúrgico que idealiza la Arcadia cultural que pudo ser y no fue. Pero recordemos que, antes o después, todas las civilizaciones mueren.

Entonces, ¿podríamos hacer una comparativa justa y equilibrada entre culturas sin apriorismos, favoritismos ni sesgos ideológicos de eurocentrismo y “occidentalcentrismo”? Yo creo que sí, y del mismo modo que hay estudios de Derecho Comparado, Religiones comparadas, etc., se puede hacer una Historia comparada de las civilizaciones, un estudio comparativo entre culturas. Algo parecido a lo que hicieron los intelectuales de la Ilustración como Montesquieu y Voltaire. Y posteriormente Max Weber, Oswald Spengler, Augusto Comte, Arnold Toynbee y otros. Así, Spengler creía que las civilizaciones, como cualquier organismo vivo, nacen, crecen, llegan a su apogeo, a su decadencia y mueren. Toynbee creía que las civilizaciones se desarrollan según sus “minorías creativas” respondan a los desafíos o crisis que amenazan a la sociedad. Y si se agotan estos ciclos de reacción ante las crisis, entran en decadencia. Para Comte, todas las civilizaciones pasan por tres fases históricas: la mágico-mítica, la filosófica y la técnico-científica. Marx tiene una visión determinista de la historia, según la cual cualquier sociedad tiene tres fases: la sociedad antigua, la sociedad feudal y la sociedad capitalista. La cuarta y última sería la etapa del socialismo, a la que se llegaría de forma inevitable con el triunfo del proletariado sobre la burguesía. Max Weber relaciona el desarrollo de cada civilización con su religión y en el caso de Occidente, lo relaciona con su racionalismo, el desarrollo de la ciencia, la matemática y la sistematización en la administración del estado. Samuel Huntington creía que las civilizaciones están llamadas a estar en conflicto y Francis Fukuyama decía que dicho conflicto ha desaparecido porque ya no hay lucha entre ideologías ante el triunfo del libre mercado y el liberalismo democrático. Pero todos sabemos que esto del pensamiento único y el fin de la historia es un cuento chino.

Así pues, podríamos hacer algo parecido a lo que han hecho estos autores, pero con criterios más científicos y menos sociológicos, filosóficos e históricos. Comparar culturas con ciencia pura y matemática, con el rigor de los números fríos, la exactitud de los datos matemáticos y la precisión de la estadística. Algo parecido a las revisiones sistemáticas y metaanálisis en ciencia, que tienen la máxima evidencia científica. Aunque en historia, sociología y filosofía esto es difícil, porque no es fácil aplicar el método científico, basado en las matemáticas, a las humanidades. Y de hecho, Karl Popper decía que el método científico no vale para verificar una hipótesis ni para determinar si una hipótesis es probable. También decía que la verdad no existe y una teoría nunca es verdadera, sino la mejor que tenemos en un momento dado. No obstante, pasemos de Popper y hagamos un intento de estudio comparado de culturas mediante el método científico.

Para la investigación en ciencia, lo primero es definir el fenómeno a estudiar, en este caso las distintas culturas o civilizaciones. Después hay que determinar sus variables (caracteres o aspectos del fenómeno). Por ejemplo, ordenamiento jurídico, ética social, tecnología, bienestar social, índice de satisfacción de la población, renta per cápita, servicios sociales, infraestructuras, educación, sanidad, derechos, libertades, etc. Como algunas variables no serían medibles, podríamos transformarlas en otras medibles, como niveles de hormonas “de la felicidad” (dopamina, oxitocina, serotonina y endorfina), esperanza de vida, número de suicidios, etc. Después, habría que definir el tipo de estudio, que podría ser transversal (en un punto del tiempo) o longitudinal (a lo largo de la historia). Después haríamos una Estadística: parámetros (media, moda, mediana, desviación estándar, percentiles, etc.), estadísticos (fórmulas para calcular parámetros), tests de significación, tabla de resultados y representación gráfica de estos resultados (diagramas de sectores, de barras, de líneas, etc.).

Podríamos empezar comparando la cultura persa y griega y confrontando sus filosofías: el zoroastrismo, maniqueísmo y mazdakismo versus las escuelas filosóficas griegas. O comparar a Mitra y Zoroastro con los dioses griegos. O comparar si con Ciro y Jerjes el pueblo vivía mejor que con Pericles y compañía. De mismo modo, podríamos continuar con las culturas cartaginesa y romana y comparar los dioses Baal y Astarté con los dioses del panteón romano. O comparar sus tecnologías, viendo así que la flota y comercio marítimo de Cartago eran superiores a los de Roma en un principio. Pero Roma fue superior en obras públicas y construcción de calzadas e ingeniería. En agricultura eran superiores los cartagineses, siendo quienes primero explotaron los cereales, viñedos, frutales y olivares. Pero comparando sus filosofías, Roma sale ganando, porque su pensamiento fue más pragmático que teórico, además de ecléctico.

Podríamos comparar también el Islam con Occidente. Durante la Edad Media, el Islam fue superior en pensamiento y ciencia: la llamada “Edad de Oro del Islam” o “Ilustración islámica”, hasta el siglo XV. En esta época fueron más avanzados que Occidente en filosofía, tecnología, cartografía, navegación, ingeniería, artes, agricultura, etc. Por eso estamos en deuda con los Abulcasis, Avicena, Maimónides, Averroes, Al Juarismi, etc. Veríamos que se quedaron estancados a partir de entonces y que no fueron las cruzadas y sus guerras con Occidente quien más les fastidiaron, sino los mongoles (destrucción de Bagdad y sus bibliotecas durante las invasiones mongolas). Observaríamos los intentos de revertir esta situación, como la revolución que hizo Gamal Abdel Nasser (panarabista y socialista), la de Mustafá Kemal Atatürk (modernizador del Islam Turco) y las primaveras árabes. Podríamos imaginar un escenario en el que el Islam hubiera ganado en Poitiers, el Al-Ándalus hubiera permanecido en España, el Islam hubiera ganado en Lepanto, y Solimán el Magnífico hubiera conquistado Viena. En este caso, Europa sería Eurabia, USA tendría cultura islámica y Occidente sería musulmán.

Podríamos comparar ideologías, como el comunismo. Así veríamos que durante décadas la ciencia y el pensamiento de la URSS y países comunistas estuvieron a la par que los de Occidente. Y podríamos imaginar su pervivencia en un “comunismo 2.0” o “comunismo bis” si los mencheviques de Yuli Mártov hubieran ganado a los bolcheviques en el segundo congreso del POSDR. O si hubieran pervivido los gobiernos de Piotr Stolypin o Kerenski. O un comunismo en el que el sucesor de Lenin hubiera sido Trostsky y no Stalin, con la ventaja de evitar las purgas que este hizo en los cuadros dirigentes del PCUS, y así evitar las posteriores épocas de deshielo (Jrushchov), inmovilismo (Brezhnev) y deconstrucción (Gorbachov).

O la comparación con China, cuyo comunismo, tras su revolución a partir de 1978 con Deng Xiaoping, evolucionó a un socialismo de mercado. Observaríamos que China ha alcanzado a Occidente en tecnología y economía, que su PIB igualará o superará al de USA en pocos años y que es el mayor poseedor de deuda pública estadounidense. Y que el estado y el PCCh sustituyen a la oligarquía financiera tradicional y burguesía.

Habría muchas más comparaciones posibles con otras culturas: la japonesa, india, precolombinas (azteca, maya, inca), africanas, etc. También podríamos comparar revoluciones: la inglesa (Oliver Cromwell), francesa (estatista y burguesa), americana (antiestatista y liberal), japonesa (revolución Meiji), rusa (estatista y proletaria), turca (nacionalista), etc.

Mi conclusión:

Es difícil asegurar qué cultura es mejor o peor, porque hay cosas que la fría ciencia y la exacta matemática no miden: la felicidad y el bienestar del ser humano, del pueblo, de la gente. Además, en cada cultura las ideas cambian y evolucionan según la teoría de “la ventana de Overton”, que nos dice que estas ideas son aceptables o no en función de la evolución de la opinión pública y los cambios sociales.

Como decía U2, “todavía no he encontrado lo que estoy buscando”. O parafraseando a Proust, seguimos “a la búsqueda de la cultura perdida”. Será que no existe la cultura ideal y perfecta, porque el ser humano es un ser histórico que, al hacer historia, hace cultura: las culturas de las distintas tribus. Y todas imperfectas.

Un Tipo Razonable

miércoles, 9 de noviembre de 2022

QUÉ ES ARTE?

“¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales, Belleza? Tu mirar, infernal y divino, vierte confusamente beneficios y crímenes, por lo que se te puede comparar con el vino” 
(Charles Baudelaire)

¿Quién y cómo decide qué es arte en cada etapa histórica? El arte es un concepto tan amplio y relativo que es difícil o casi imposible responder a esas preguntas sin quedarnos cortos o sin olvidar tantas aristas como contiene.
Para no tocar ni el cielo ni el abismo en este pequeño texto, me voy a centrar en el concepto de arte actual, concepto tan cambiante que lo que en un tiempo fue arte, quizás hoy no lo sea y viceversa.
Una gran parte de la población está acostumbrada en esta parte del mundo a llamar arte a las obras que conservan las reglas y normas académicas, según los estándares de la consideración del término “belleza”, destinadas a museos o galerías. Adorno decía que museo y mausoleo compartían algo más que terminología, más bien la taxidermia, porque en el museo las obras permanecen muertas.
Y es que el concepto de belleza se agota cuando surge la estética feísta. ¿Acaso no es arte el cuadro de los viejos comiendo sopas de Goya? ¿Para alguien es bella esa imagen? Pero sí decimos que es arte, por la técnica maravillosa de Goya, por la impresión que nos causa, sin embargo, en su tiempo las pinturas negras no fueron consideradas como tal.

Al igual sucedió con tantas obras a lo largo de la historia. Cuando vemos los esclavos de Miguel Ángel, prisioneros en la piedra, nos extasiamos, y sin embargo no fueron más que figuras inacabadas que no le interesó terminar y dejó tiradas en su taller. O las pinturas con verduras y frutas de Arcimboldo que en su época de 1.500 en Italia no eran consideradas más que como manualidades, las que ni siquiera vendía pues vivía de hacer vitrales para iglesias, sobre esos cuadros quizás pensó que sus coetáneos no estaban preparados para valorar su pintura, hasta que el tiempo pasó y hoy son tan valoradas y aclamadas.

Clasificaciones se han hecho múltiples a lo largo de la historia, se habló de bellas artes, artesanía, artes menores, se habló de arte sublime, singular, bello, de bellezas de la forma, del arte representativo o emotivo. Se dividió el arte entre obras que representaban la realidad y otras que mostraban un sentimiento interior. Hasta llegar a los impresionistas que rompieron con el clasicismo y dieron paso a las primeras vanguardias, en las que cabía todo tipo de técnica y toda forma de creación, llegando al arte que no ilustra nada, sino que muestra un proceso.

Duchamp, con la elección de un urinario (o fuente) rompió con todas las reglas y normas del arte anteriores. Planteó al mundo un nuevo concepto, se adelantó al arte conceptual, le dio la categoría de arte a los objetos cotidianos. Para Duchamp, arte es “el proceso a través del cual se titulaban «artísticamente» objetos producidos industrialmente, con una mínima o ninguna intervención, elevándolos de esta manera a categoría de «obra de arte»”.

Otro rompedor fue Pollock, el cual expresa los sentimientos a través de la misma acción pictórica, planteando una de tantas polémicas como se han planteado siempre en la historia del arte. ¿Es arte la obra que se hace con un chorreo de pintura industrial, sin pinceles, tirada por arena, trapos o cañas, sobre una tela posada en el suelo? Pues sí, es arte, aunque no ilustre nada, porque convierte la tela en un campo de juego en donde plasma, no imágenes, pero sí un suceso, un proceso creativo.
Pollock (y otros expresionistas abstractos) fueron cuestionados al coincidir con el auge de los medios audiovisuales durante la segunda guerra mundial, se preguntaron si no estaría coqueteando con el poder de la burguesía americana, frente al arte representativo defendido por el mundo soviético.

Las segundas vanguardias han abierto aún más el campo del arte, superando la barrera que privilegiaba los sentidos de la vista y del oído, hoy el tacto, el gusto y el olfato están recuperando un lugar en la creación artística. La cocina, a nivel de gusto y olfato, por ejemplo, es un espacio nuevo de experimentación. ¿O quizás solo es una moda pasajera y tiene que ver con el negocio más que con estándares artísticos? ¿La tortilla deconstruida de Ferran Adrià es una obra de arte?

¿Acaso el concepto de arte actual nos ha llevado a concebir como obras de arte todos los grafitis sin técnica alguna? ¿Quién se atreve a excluir unos de otros grafitis, sin ser tachado de antiguo, a no ser desde un punto de vista personal? ¿Y los videojuegos o las famosas instalaciones que a veces se confunden con restos de basura esperando ser recogida en un contenedor?

Kabul 2012 - (Shamsia Hassani, grafitera iraní-afgana)
“El agua puede regresar a un río seco, pero ¿qué pasa con los peces que murieron?” 

Pero aún se siguen haciendo bellas obras, como los dibujos y las tintas de Dan Liu, técnicamente rompedoras, evita el pincel tradicional y enfatiza la composición sobre la pincelada llamativa, aunando el concepto de arte de la China tradicional, la poesía, pintura, filosofía, caligrafía y modernidad.

Una cuestión interesante y curiosa es la que se está presentando en la actualidad con algunos artistas que vuelven a la figuración, como el noruego Odd Nerdrum, cuya obra está influida por Rembrandt, y al que se le ha rechazado, denunciado y hasta acusado de formar sectas con los alumnos que llegan a su estudio desde todas las partes del mundo, por la sola razón de que ese tipo de pintura tradicional, paradojas de la historia, es rompedor hoy en día.

Y en cuanto a los autores, ¿solo los seres humanos pueden hacer arte? ¿Un termitero es una obra de arte? ¿Y una colmena? ¿Los castores tienen conciencia y creatividad cuando hacen sus diques, no siempre del mismo modo? ¿O el arte requiere un plan y un proyecto anteriores?

Concluyo ¿Por qué creamos arte? ¿Qué nos lleva a los humanos a sentir la necesidad de escribir un poema, de hacer una pintura, un edificio estético o componer música o una fotografía? ¿Cuál es el origen de ese sentimiento que nos lleva a sentir el síndrome de la belleza o a emocionarnos con un color o una idea? Múltiples interrogantes que se ha hecho la humanidad a lo largo de la historia, y que en cada época habrá tenido unas respuestas distintas y nunca completadas.

E I R E N E

domingo, 30 de octubre de 2022

UCRANIA COMO MODELO

         La fiebre ucraniana se apoderó hace ocho meses de las clases dirigentes occidentales y no muestra señales de remitir. Todo lo que sea ucraniano es “beautiful” por definición, e incluso los premios llueven con la copiosidad de un diluvio sobre la atribulada nación mártir del este de Europa, estrangulada por el sanguinario oso ruso. Eurovisión, premio Nobel de la Paz a las ONGs partidarias del régimen ucraniano, apariciones constantes de Zelenski en los parlamentos europeos vía Zoom…Nada es suficiente para mostrar el más marmóreo e inquebrantable apoyo a la nación ucraniana. Por otra parte, las entregas de material militar al gobierno de Kiev continúan incesantes , sin miedo por parte de los distintos gobiernos a vaciar los propios arsenales y quedar mermados en su poder ofensivo, lo que demuestra que ya desde hace muchas décadas Rusia estaba designada como el único enemigo real. La misma España sabe que el riesgo de una contienda militar con Marruecos es casi inexistente, mucho más desde que el gobierno más progresista de la Historia abandonase a los saharauis a su suerte siguiendo una vez más las indicaciones del amigo americano.

           Ningún país ha recibido jamás tantas simpatías y apoyos por parte de Estados Unidos y la UE como el gobierno de Zelenski, elevado a la categoría de icono planetario de la llamada democracia occidental. Las condenas contra la “invasión” rusa se han sucedido con la regularidad de un tren de esos que admiraban a ciertos visitantes extranjeros cuando visitaban la Alemania nazi. Se ha lamentado hasta el infinito el éxodo de tantos ucranianos, “rubios y blancos como nosotros”, mientras se ignora con una indiferencia todavía más olímpica que de costumbre la masacre continua realizada por Arabia Saudita y sus secuaces en Yemen, el continuo fluir de inmigrantes africanos que continúan llegando a Europa, el inacabable drama palestino o catástrofes casi indescriptibles como la de Haití, ese país al que las potencias coloniales nunca le han permitido autogobernarse, por poner sólo algunos ejemplos.

Por supuesto, los medios informativos occidentales también han pasado por alto todos los bombardeos masivos realizados por el ejército ucraniano contra la población civil del Donbass en los prolegómenos de la guerra, fielmente registrados por la OSCE, y que fueron en escala creciente hasta el mismo día del ataque ordenado por Vladímir Putin. Mucho menos se ha mencionado en los medios convencionales la ley de pureza racial decretada por el gobierno de Zelenski en julio del 2021, que convertía a los ucranianos de ascendencia eslava en algo menos que ciudadanos de segunda, con respecto a los ucranianos de origen escandinavo “puros”, y también con respecto a la minoría tártara, históricamente enemistada con Rusia. Y por supuesto, las exhibiciones constantes de banderas y símbolos nazis por los miembros del batallón Azov y otras milicias nazis o neonazis ucranianas han sido minimizadas y a menudo respondidas con la frivolidad de decir que “los rusos también tienen escuadrones nazis” (¿??)

¿Puede explicarse todo eso únicamente en el marco de una lucha contra Rusia con el objetivo, a estas alturas ya declarado, de derrocar a Putin y poner en su lugar a un gobernante más dócil con respecto a Occidente? ¿Con una segunda intención de acorralar a China y rodearla de gobiernos hostiles para impedir la pesadilla que significaría para Occidente tener que reconocerle el estatus de primera potencia mundial en un futuro más o menos próximo? Porque de la misma forma que una Rusia en pugna con Occidente ha dejado de suministrar energía a los países europeos, una Rusia occidentalizada a la fuerza y bajo el influjo de personajes como Victoria Nuland podría negarse a suministrar energía a China, la auténtica bestia negra de Estados Unidos. Un método similar fue empleado por los Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo cuando la administración del presidente Roosevelt persuadió a los países del Golfo Pérsico de que no vendieran petróleo al Japón.

       Por supuesto que la dominación de Rusia y posteriormente China se han convertido en objetivos irrenunciables de un Occidente supremacista, pero alguien podría pensar que la afinidad con el actual gobierno neonazi de Ucrania sea todavía más profunda de lo que parece a primera vista. No sólo por episodios rayanos en lo grotesco, como las declaraciones de la inefable Annalena Baerbock, ministra de asuntos exteriores alemana reivindicando la memoria de su abuelo, alto militar de la jerarquía nazi “porque él también luchó a su manera por una Europa unida”, sino también porque cuando uno analiza en profundidad la verdadera naturaleza del gobierno de Zelenski ve reproducidos esquemas ya utilizados en la “revolución neoliberal” llevada a cabo por el general Pinochet en Chile, que no era otra cosa que la aplicación inflexible no tanto de los dogmas del nazismo como del neoliberalismo, aunque el escenario en Ucrania quizá sea todavía peor porque es la auténtica puesta de largo de un nazismo con connotaciones neoliberales y no de un cierto tipo de estado social paternalista, en contraste con el fascismo y nazismo clásicos.

Entre la mucha información que se ha omitido sobre Ucrania de manera interesada, se ha escamoteado el hecho de que Ucrania ya estaba sufriendo un éxodo masivo de sus ciudadanos años antes de la intervención rusa –yo mismo he conocido a algunos de estos inmigrantes debido a la pésima gestión de la economía debida a la camarilla que emergió del golpe de estado de Maidán. Ucrania no sólo era uno de los países más corruptos del mundo, sino que, a pesar de sus considerables riquezas naturales, también el más pobre de Europa, con un 24% de la población en situación de pobreza extrema.

En cuanto a Zelenski, desarrolló una muy hábil campaña mediática basada en la lucha contra la corrupción y en buscar la paz en la cuestión del Donbass, lo que le valió una más que rotunda victoria electoral. La realidad de su gobierno ha sido todo lo contrario. No sólo ha sido apadrinado por los mayores y más corruptos oligarcas de Ucrania, sino que desde su llegada al cargo fue un fiel seguidor de las políticas rusófobas de su predecesor Poroshenko, solicitando de manera constante el ingreso de Ucrania en la OTAN y pidiendo que se le entregasen armas nucleares. Unas armas nucleares que podrían alcanzar Moscú en cuestión de cinco minutos tras cubrir los 300 kilómetros que separan a Ucrania de la capital rusa.

Pero quizá lo más revelador haya sido toda la política interior de Zelenski, tanto en lo político como en lo económico. Los catorce partidos políticos de izquierdas –entre ellos lo que sería el equivalente ucraniano del PSOE suspendidos al inicio de la guerra con Rusia bajo la acusación de “rusófilos” han sido ilegalizados de una manera definitiva. ¿Toda la izquierda era “rusófila? Y en lo económico, se ha dedicado no sólo a seguir uno por uno todos los postulados más estrictos de la dogmática neoliberal, sino que también ha cercenado la libertad de los sindicatos de una manera que recuerda claramente a las trabas que se imponen en la mayoría de los estados USA a toda actividad de las organizaciones de las clases trabajadoras en los que la huelga es considerada una infracción del “right to work” de los demás trabajadores. O sea, los no huelguistas o esquiroles. Por supuesto, todo esto se justifica por las necesidades de la guerra. Siempre son las situaciones de crisis y emergencia las que han dado lugar a las grandes contrarreformas del capitalismo en las últimas décadas.

Independientemente del resultado de la cruentísima guerra con Rusia, el resultado para una UE definitivamente empobrecida y dependiente de la carísima energía suministrada por el sempiterno amigo americano será un descenso a una irrelevancia todavía más profunda y, sin duda, la liquidación patrocinada por nuestros políticos de cualquier rastro del llamado estado del bienestar, esa especie de refugio provisional del capitalismo erigido décadas atrás con el único fin de evitar la expansión del socialismo, ya fuera de matriz soviética o con sus posibles variantes europeas. El regreso casi seguro a un infierno sin duda diferente del de la Europa bárbara del siglo XIX, cuando las clases trabajadoras europeas carecían de casi cualquier derecho social y su esperanza de vida era paupérrima, pero que no por ello será menos temible. Y lo que es más, se nos argumentará de manera irrebatible, al igual que en otras crisis recientes del sistema, que todo este proceso es inevitable porque la causa de luchar por la libertad de Ucrania valía la pena.

Aún en la muy relativa y tenue prosperidad actual, muchas personas viven en el sur europeo un anticipo de este futuro. Para quien esté interesado en conocer más detalles del perfil que podría tener, sería interesante la lectura de “Nickel and Dimed”, un libro de la recientemente fallecida escritora norteamericana Barbara Ehrenreich. En el mismo se narran las miserias de las trabajadoras y trabajadores estadounidenses que, aún trabajando en dos empleos, no pueden encontrar otra vivienda que el alquiler de una roulotte o a los que no les queda más remedio que pernoctar en sus propios vehículos dado que incluso los alquileres más bajos son del todo inaccesibles. La única esperanza real de encontrar una vivienda potable es que un pariente algo más aposentado les dé cobijo, ya trabajen como camareras, recepcionistas, reponedores o cajeros del Walmart, teleoperadoras o señoras de la limpieza “kellys”, se las llama aquí. En cuanto a una asistencia sanitaria digna, es mejor no esperar extravagancias. Como era casi de esperar, este libro, cuyo título en castellano es “Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos” (RBA), no ha tenido el mismo apoyo mediático que las elegías al fantoche Zelenski, pero quizá por eso mismo sea tanto más revelador del modelo económico y del futuro que nos aguardan.

V E L E T R I

sábado, 22 de octubre de 2022

PUEBLO, GENTE

“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo” (lema del despotismo ilustrado).
“La historia es nuestra y la hacen los pueblos” (Salvador Allende).

La idea de esta entrada me la dieron las largas colas de gente esperando para despedirse de la fallecida reina Isabel II. Gente con muchos pakistaníes, indios, jamaicanos y africanos (además de ingleses blanquitos con aspecto de lechuga frígida). Gente tan bien integrada o asimilada que rendía honores a la reina del imperio que les colonizó. Gente que quizás había perdido su conciencia de clase y pueblo oprimido (no sé si también sus raíces culturales). Gente de origen no europeo, pero que apoyaba a una reina europea, blanca, anglosajona y caucásica. Gente multicultural en un país occidental, clasista, monárquico y colonizador. ¿Gente equivocada porque debería ser republicana, revolucionaria y reivindicativa?

También Pedro Sánchez me inspiró esta entrada cuando dijo que “El PSOE es el gobierno de la gente”. Bajo este lema, el presidente hablaba de bajar a la calle, mezclarse con la gente, darse baños de multitud y explicar al pueblo sus logros políticos. Y yo me pregunto que si el gobierno del PSOE es el de la gente, ¿cómo sería otro gobierno distinto? ¿el gobierno de la “no gente” y “no pueblo”? ¿de seres vivos no humanos, vegetales, humanoides, marcianos y extraterrestres? ¿de la derechona casposa, de poderes ocultos financieros y poderes políticos que manipulan a ese pueblo porque es votonto y masoca? (un pueblo votonto y unos poderes listos, sin duda).

Dejándonos de zarandajas académicas de si pueblo es una comunidad con identidad compartida, historia común, lazos culturales, lengua y demás tecnicismos academicistas, los conceptos pueblo y gente son confusos, profusos y difusos. Además de polisémicos y variables, porque cada uno los adapta a su ideología y creencias. Por eso hablamos de pueblo cuando hace una revolución que nos gusta como la rusa, china o cubana. O cuando vota a Boric y a Maduro. Pero ese mismo pueblo se convierte en “gente” cuando vota mal y se equivoca. Por ejemplo, cuando vota a los fachuzos del PP y VOX (maldita Ayuso, ¿por qué la votan?). O cuando vota a Salvini, Giorgia Meloni, Le Pen, Zemmour, Orban y ultras suecos (con lo socialdemócratas que eran, mecachis).

Con tanta confusión terminológica, ya no sabe uno qué forma el pueblo, si lo que determinan las urnas (maldita democracia representativa, mejor la directa o asamblearia) o lo que deciden los más activos, concienciados y organizados (porque la gente se equivoca y hay votontos y borregos, sin duda). O si podemos llamar pueblo a lo que determinó la revolución islámica de los Ayatollahs iraníes (se ve que la gente del Islam aún no es pueblo, como en Occidente). O lo que deciden Xi Jingping y el PCCh, que esos sí que tienen claro qué es el pueblo chino. O lo que determinan los profetas ecologistas del cambio climático, apocalipsis ambiental y agenda 2030, porque saben muy bien lo que necesita la gente (y el planeta).

La palabra pueblo está desgastada y banalizada de tanto usarla como comodín. Por no decir instrumentalizada por políticos de todas las ideologías, que se atribuyen la representación de ese pueblo. Por eso Lenin hablaba de “pueblo ruso”, Hitler de “pueblo alemán”, Fidel Castro de “pueblo cubano”, Franco de “pueblo español”, Sabino Arana de pueblo vasco” y Prat de la Riba y Cambó de pueblo catalán”. Por cierto, Hitler dijo que estaba casado con el pueblo alemán y que le hablaba como si fuera su amante. Por eso no se casó (bueno, cinco minutos antes de suicidarse). Y a Stalin le llamaban “el padre del pueblo ruso”. Así que no sé quién define qué es pueblo, si los comunistas, los fascistas, los anarquistas, los liberales, los conservadores, los nacionalistas, la burguesía ilustrada, la clase dominante o las clases dominadas. O simplemente las urnas, ¡qué vulgaridad!

Ay, las urnas. ¿Y si las urnas indican que el pueblo se equivoca? Pues no pasa nada, porque uno de los principios de la Democracia está basado en la frase “El Pueblo siempre tiene razón”. Aunque no la tenga. El que no esté de acuerdo con esta máxima, estaría diciendo que hay alguien por encima del pueblo, que debe guiarlo y subsanar sus errores. Para eso está el despotismo ilustrado de los ilustrados. ¿O acaso no hay un cierto despotismo ilustrado paternalista cuando los intelectuales riñen al pueblo por sus errores? Eso hace Gramsci cuando dice que “odia a los indiferentes”, lo cual indica que en ese pueblo hay gente indiferente, insolente, indolente y poco concienciada. O los comunistas, cuando hablan de elementos burgueses, revisionistas, contrarrevolucionarios y enemigos de clase. O los fascistas, cuando hablan de rojos, enemigos de la patria, elementos antisociales, peligrosos bolcheviques, masones y ateazos (totalitarismo fascista). Y ante esta disparidad de criterio para definir qué es pueblo, dan ganas de hacer caso a Kant cuando hablaba de un gobierno mundial y así lograr la paz perpetua: un pueblo planetario viviendo en paz, una comunidad ética global, ¡qué bonito! Por no hablar de un pueblo mundial de obreros, sin clases sociales y viviendo felices en un internacionalismo marxista.

Solemos pensar que el pueblo está formado por gente que piensa como nosotros, porque los que no piensan igual son gente equivocada, manipulada, abducida o votonta (gentuza, chusma y masa peluda, obviamente). De ahí la creencia de que “Pueblo es gente organizada y Gente es pueblo desorganizado”. Lo cual que, si un puñado de gente se organiza y la lía parda, automáticamente adopta el estatus de Pueblo. Y si es tomando la calle, quemando contenedores, destrozando mobiliario urbano e interrumpiendo el tráfico, mejor, porque si las instituciones no responden a las demandas del pueblo, éste debe tomar el poder y hacer una revolución popular. Al fin y al cabo, ése es el lenguaje que entiende el poder, el de la fuerza, y ya sabemos que las instituciones, por muy democráticas que parezcan, representan a las clases dominantes, no a las clases populares, ¿no?

También se suele pensar que el pueblo actúa por parámetros políticos impredecibles, pero algunos autores creen que estos conceptos políticos modernos serían conceptos teológicos secularizados, una traslación a la sociedad moderna de ideas religiosas. Así, la libertad humana sería el libre albedrió que Dios nos da; la mano invisible del mercado sería la secularización de la providencia; el progreso sería la secularización del camino del hombre hasta la parusía y juicio final; y la Igualdad de los hombres sería la secularización de la igualdad de los hombres ante Dios. Si trasladamos la idea del pecado original (la humanidad es culpable por el hecho de ser descendiente de Adán y Eva y debe arrepentirse), Europa y Occidente serían culpables y deben arrepentirse del pecado original de ser capitalistas, colonizadores y supremacistas. O sea, hombres blancos, europeos, occidentales, heteropatriarcales y cristianos. Y los no culpables e inocentes serían las mujeres y personas de otras razas, religiones y culturas. En el caso de España, los culpables serían la derecha facha y los inocentes la izquierda, que decide quien es culpable y debe arrepentirse y quien no. Los culpables serían los constitucionalistas (españolazos) y los inocentes, los nacionalistas. Por eso algunos foreros de izquierda y nacionalistas dicen a los liberales y constitucionalistas en tono mesiánico y salvífico, que deben arrepentirse de ese pecado original de ser derechones o constitucionalistas y qué deben hacer para lavar su pecado original de ser "facha o españolazo". En realidad, hagan lo que hagan, nunca podrán limpiar su pecado original ideológico. Por tanto, el pueblo español estaría formado por culpables de pecado original (conservadores, liberales y constitucionalistas) e inocentes (izquierda, progresistas y nacionalistas).

Byung-Chul Han dice que el poder ya no necesita ser duro con el pueblo ni ejercer fuerza sobre él, porque le seduce y ejerce control sobre él mediante persuasión. Es la “Macdonalización”, con lo que ese pueblo dominado no es consciente de serlo y acaba domesticado mediante mecanismos de “educación del espíritu” (Psicopolítica). Así, el pueblo se somete por sí mismo al sistema de poder y dominación, porque ese poder es seductor e inteligente. Sería el "poder líquido" (Zygmunt Bauman) y el "poder de la sociedad del espectáculo" (Guy Debord), porque el poder en sí mismo es puro espectáculo y representación. Quizás ese espectáculo y representación estén presentes en la actual religión u opio del consumismo, internet, pantallas, móviles y realidad virtual.

Entonces, ¿qué es y quienes forman el pueblo? Pues ni pajolera idea. Creo que más que pueblo, lo que hay son personas diferentes, cada una de su padre y de su madre. Y esta idea de considerar al pueblo no como un todo homogéneo, sino como un conjunto complejo y diverso sería revolucionaria. Yo, como buen “saltamontes socio-liberal” (o sucio-liberal) con poco espíritu gregario, creo que “solo soy una persona”, como cantaba el grupo Mecano. Porque solo somos personas, lo cual es una vulgaridad, además de obvio. Como también era obvia la canción de Vino Tinto, “habla pueblo, habla”. Ya el nombre del grupo indica que estaban bebidos, porque dicen que “no dejes que nadie decida por ti”. Al final, quiero creer que “la gente tiene el poder”, como decía Patti Smith. O que somos, simplemente, ciudadanos, y por tanto sujetos con derechos políticos y sometidos a leyes. Pero ésa es otra historia, porque, ¿qué es mejor? ¿ser pueblo, gente o ciudadanos?

Un Tipo Razonable