viernes, 16 de diciembre de 2022

EL CLIENTE

        El primer caballo de batalla de la Revolución Francesa, junto con la Ilustración, que necesariamente debía hacerse extensiva a las masas para que tuviera un significado, fue la invención de la palabra ciudadano. El ciudadano debía sustituir al súbdito, de la misma forma que la Ilustración y el gobierno republicano debían sustituir al feudalismo y a la creencia en ideas sobrenaturales respecto al Universo y la naturaleza humana. Toda comunidad debía regirse por un contrato social, ese del que hablaba Rousseau, un contrato que eliminase la estratificación de la sociedad en unas castas tan parasitarias y rígidas que causaran la artrosis de la vida económica, intelectual y cultural. Si bien no se eliminaba ni se pretendía eliminar la idea de jerarquía, sí que se buscaba un mundo en el que predominaran la libre circulación de las ideas y la igualdad de los ciudadanos ante la ley y también en sus derechos económicos, aunque esto último no fuese formulado con la misma claridad.

       Por supuesto que el Ancien Régime no se resignó en ningún momento a la derrota. Ni tampoco se conformó con que Napoleón enterrase la misma revolución desde el momento de su llegada al poder, sino que se apresuró a restaurar la monarquía, aunque fuese bajo un barniz parlamentario, una vez consumada la derrota de Waterloo y la victoria de las grandes monarquías europeas del imperio austríaco, la Rusia zarista y el Reino Unido. El derecho a voto se limitaba en todos los países europeos así como en los Estados Unidos a aquellos varones que dispusieran de unos elevados ingresos económicos, y, por supuesto, el voto femenino era todavía una entelequia que no se convertiría en realidad hasta bien entrado el siglo XX (en países como Suiza, las mujeres no obtuvieron el derecho al voto hasta 1971). Hicieron falta varías revoluciones (1830, 1848, y la gran masacre en que terminó la comuna de París de 1871) para que lo que se consideró como derechos de la ciudadanía fuese ampliado. Y todavía hubo que esperar a la Revolución Rusa de 1917, el Crack de 1929 y la Segunda Guerra Mundial para que el mundo experimentase tal sacudida que la burguesía de los países avanzados fuera aceptando programas como el New Deal americano o el llamado estado del bienestar europeo.

      La auténtica discusión desde entonces ha consistido en dilucidar en qué consistían verdaderamente los llamados derechos humanos. ¿Debían cubrir únicamente el derecho a la libre expresión y el derecho a la libre empresa, como sería la interpretación más primitiva de la constitución norteamericana, por ejemplo, o debían extenderse a derechos sociales tales como la vivienda, la atención sanitaria universal, la educación gratuita, la no discriminación por motivos raciales, etc.? El punto de vista de las sociedades europeas, influidas no sólo por el keynesianismo sino también por el temor a que se reprodujeran en su seno las revoluciones del pasado, fue que esos derechos considerados como “sociales” eran irrenunciables y debían ser garantizados en la misma constitución. En países como España, se ha convertido casi en un chiste el que diversos artículos de la carta magna garanticen el derecho al trabajo y a la vivienda en situaciones de crisis económica galopante cuando millones de personas se encuentran en el desempleo o afrontando una situación de desahucio. Y sin embargo, el mero hecho del reconocimiento formal de unos derechos que no se disfrutan indica que estos siguen siendo un objetivo deseable para el conjunto de la sociedad. El estado que incumple su propia constitución queda en una situación de hipocresía flagrante, pero a la vez la ciudadanía es del todo consciente de que esos derechos le pertenecen aunque sea sólo en abstracto.

     ¿Pero qué ocurre cuando estos derechos no son reconocidos como tales, sino que se consideran casi como un privilegio que cada individuo debe ganarse por su propia cuenta? Ese sería el caso de los Estados Unidos surgidos de la contrarrevolución neoliberal iniciada en los años 80, uno de los pocos países del mundo que ni siquiera reconoce el derecho de los trabajadores a tener días de permiso por enfermedad renumerados, o al menos es así en la mayoría de sus grandes empresas. En casos como este, no cabe apelar a una constitución ni a un ordenamiento legal que ampare esos supuestos derechos, sino que lo verdaderamente rige es el poder de compra de cada individuo. Es decir, la capacidad económica de comprarse los días de baja o incluso la propia salud. El ciudadano se encuentra así transformado en un cliente al cual sólo le asiste el derecho a reclamar en la medida en que haya invertido su dinero en la adquisición de un determinado servicio, da lo mismo que sea un automóvil, una aspiradora o un tratamiento contra el cáncer. De hecho, el primer paso de las compañías aseguradoras americanas al cerrar una póliza de seguro de enfermedad con un determinado cliente es asegurarse de que éste no padezca ningún tipo de “condición previa”. Es decir, una enfermedad congénita o hereditaria que haga poco menos que inevitable el que este individuo tenga que someterse en un determinado momento de su vida probablemente no muy lejano a un tratamiento de elevado coste que haga que la contratación del seguro no sea rentable para la compañía. En ese caso, las únicas perspectivas del posible cliente son o bien contratar el seguro a un precio elevadísimo o bien renunciar por completo al mismo con la casi certeza de una muerte prematura en cuanto la enfermedad haga su aparición.


     Ante este panorama, caben diversas alternativas. Uno puede apropiarse una especie de síndrome de Peter Pan aplicado a la salud alimentando la idea de que ni envejecerá ni enfermará nunca, algo que encaja bastante bien con la mentalidad de algunos individuos e incluso países. También puede pensar que será tan afortunado como para morir de puro viejo, de un infarto repentino que evite un largo período de enfermedad con el consiguiente tratamiento o incluso de un accidente de coche o un terremoto. Pero a la mayoría de personas no les gusta vivir con la espada de Damocles de una más que probable larga enfermedad y por eso buscan un seguro sanitario asequible. Y la aparición de parches como la famosa Affordable Care Act del presidente Obama, denigrada como “socialista” y vilificada con el mote de “Obamacare” por los republicanos, no hacen sino eternizar el problema, puesto que no son más que pretextos o cortinas de humo para que las grandes compañías del negocio sanitario obtengan beneficios cada vez mayores sin tratar el problema en su misma raíz. Siguen siendo decenas de miles las personas que mueren en los Estados Unidos cada año por no tener acceso al tratamiento médico que necesitarían. Quienes defienden la privatización de la sanidad en cualquier país europeo saben por lo tanto muy bien a qué trampa quieren conducir a sus compatriotas por muy bien que afinen sus flautas de Hamelín.

     Pero por supuesto, también los clientes, aunque les haya sido arrebatada su condición de ciudadanos, siguen teniendo montones de derechos, empezando por el derecho a la pataleta, que es el único que por lo general consiguen ejercer. De hecho, las organizaciones de consumidores proliferan por todo el mundo occidental, por mucho que los éxitos que obtengan sean más bien raquíticos. Lo que ocurre es que es mucho más fácil devolver una aspiradora defectuosa que resarcirse de, por ejemplo, una temporada durmiendo al raso o en el interior del propio coche -seguramente de segunda mano- al no poder tampoco costearse una vivienda o una simple habitación, pues también la vivienda es meramente una mercancía que adquirir y no un derecho. El hecho de tener un empleo ya no garantiza de ninguna manera poder pagar un alquiler y mucho menos aún una hipoteca, ya que los precios del mercado inmobiliario suelen exceder el salario medio de la mayoría de los trabajadores. Y puesto que la vivienda pública, especialmente en países como España, no es sino un último recurso que se disputan miles de personas, la inmensa mayoría debe seguir o bien bajo la protección indeseada de sus padres, o bien arriesgarse a contraer una hipoteca que le mantendrá atado de pies y manos durante treinta años de su vida. En Estados Unidos a esta hipoteca inmobiliaria se le suele sumar la hipoteca adquirida durante la época universitaria para poder sufragarse los estudios, ya que el buen sentido del “common man” americano decidió que “yo no tengo que pagarle los estudios a nadie con mis impuestos”, aunque eso signifique que los seguidores de tan preclara filosofía puedan acabar a su vez cargando con deudas que ellos tampoco pueden saldar y que lastran toda su existencia posterior.

        En definitiva, también los partidos políticos tienen sus clientes, que, en el caso de los partidos llamados de “izquierdas”, tienen poco que ver con el electorado que les regala -nunca mejor dicho- su voto. Obama supo vender la patraña del “crowdfunding” como fuente de financiación de su campaña electoral, pero sus auténticos valedores eran más bien individuos como Jamie Dimon de JPMorgan Chase, otras organizaciones bancarias de Wall Street y los barones de Silicon Valley, por lo que no es de extrañar que la gran crisis económica de la primera década de este siglo se resolviera reflotando a los bancos con dinero público en lugar de usar ese dinero para reflotar a los ciudadanos -ahora ya simples clientes- que habían sido víctimas de las estratagemas financieras de los grandes magnates.

       También los alumnos de las universidades han pasado a ser simples clientes, de los que sólo se espera que sepan aquello que es estrictamente “útil”, con lo cual muchas carreras universitarias han perdido todo su valor o sentido, o, en todo caso, deben ser recicladas o reformuladas de una manera que convenga a la religión hegemónica neoliberal imperante si no es que simplemente desaparecen. El caso extremo lo conforman las facultades de economía de casi todo el mundo que, siguiendo el modelo instaurado al otro lado del Atlántico, han purgado de su personal académico a la práctica totalidad de los profesores que no comulguen con la doctrina al uso.

        Pero si pese a todo el usuario de todos esos servicios no queda satisfecho, le cabe el consuelo de hacerse cliente de las grandes redes sociales como Facebook o Instagram en las que podrá incluso volcar su descontento, siempre y cuando no prefiera convertirse en un hater de todo aquel o aquello que el mismo sistema le ha enseñado a odiar.

 V E L E T R I