lunes, 29 de mayo de 2023

INVASIÓN

Hace ahora cuatro años, un poco antes del inicio de la pandemia, fui agredido por un negro de mierda que me pegó un empujón que dio conmigo en el suelo con un par de costillas fracturadas. Tardaron en soldar más de treinta días y los dolores me duraron durante varios meses más. La agresión no era un acto gratuito. Supongo que bajo su punto de vista de inmigrante ilegal, la tenía bien merecida.

Todo había empezado en los meses de otoño del año anterior, 2019. La puerta de la calle de la finca donde vivo amaneció un buen día con la cerradura reventada. Sospechamos que el autor de la fechoría había sido uno de los sin techo que rondaban por el barrio y a veces se metían dentro de nuestra finca en busca de refugio, pero como había docenas de ellos era imposible adivinar el autor. Hubo una reunión espontánea de algunos vecinos, y en la misma apareció el memo del presidente de la escalera, un yayoflauta como hay muchos, diciendo que enseguida se pondría en contacto con los administradores para que mandasen a reparar el desperfecto. Yo hacía ya tiempo que tenía al tipo atravesao; desde que empezó a quejarse de que yo montaba demasiado ruido poniendo la música a todo volumen ¿pero cómo la iba a oír si el mamao es medio sordo? y para empeorarlo vino con la mamarrachada de que mis dos gatos dejaban muy mal olor en toda la escalera. Pero las viejas yayoflautas de la escalera todavía le hacían bastante caso en lugar de darle la patada escaleras abajo que se merecía, y además todavía tenía otro par de partidarios tan lelos como él. De todos modos, también apareció la voz disidente de la vecina del segundo segunda, que chilló pidiendo lo de siempre: “Pues podríamos aprovechar para pedir otra vez que nos pinten la escalera, que está hecha un asco. Y si no nos hacen caso, pintarla nosotros mismos”. A lo que el presi contestó: “¿Tiene usted idea del dineral que cuesta pintar la escalera de arriba abajo? Es mejor guardar ese dinero para emergencias”.

Y lo de la cerradura, en efecto, se convirtió poco a poco en una emergencia. No sólo no vinieron los del Patronato a repararla, sino que los okupas del barrio iban ganando terreno en la labor de arrancar la puerta por completo. A todo esto, algunos ya habían empezado a tomar posiciones dentro de la misma escalera. El rellano del segundo piso y el del tercero, justo al lado de donde vivía la momia presidencial, ya habían sido okupados por un moro y por un par de africanos respectivamente. Los africanos, además de las mantas y las latas vacías de cerveza, algunos cartones, etc., habían colocado un bidón de plástico enorme que habrían sacado de Lucifer sabe dónde, y lo estaban utilizando como taza de váter, la orina ya llegaba casi a los bordes. El yayoflauta en jefe, eso sí, no paraba de llamar a la Guardia Urbana y a los Mossos de Quadra. Pero la mayoría de las veces no le hacían ni puto caso, y cuando algunas veces se dignaban a venir, echaban a los moros y los negratas, nos pegaban la bronca a nosotros por no tener la puerta en condiciones, y los okupas volvían a tomar sus posiciones al cabo de un par de horas. Para ser tan cutres, lo hacían con una regularidad de regimiento prusiano.

Tras dos meses de deterioro constante de la situación, se presentó por fin el agente de la compañía de seguros aconchabada con el Patronato a fin de evaluar los daños. “Jo, pues sí que está jodida la puerta, sí”, dijo la eminencia nada más verla ante los tres o cuatro vecinos que fuimos a recibirle. “No vale la pena repararla; habrá que poner una nueva.” “¿Y para cuándo será eso?”, preguntó con un cierto tono de desesperación el yayoflauta en jefe. “Uuuf, pues no sabría decirle”, contestó el Einstein de las cerraduras, tornillos y puertas. “Yo lo que haré será pasarle el parte al Patronato, y ellos verán cuándo mandan a los operarios a reparar el desastre”. Y el tío se marchó dejándonos a nosotros con dos palmos de narices junto al “desastre”. El boss yayoflauta tenía más aspecto de muñeco de guiñol con los hilos cortados que nunca. Apenas tenerse en pie podía. Mientras, los demás vecinos le mirábamos acusadores. “¿Todavía piensa seguir los cauces reglamentarios, vejete?”, le pregunté yo tan borde y punzante como pude. En otros tiempos, la camarilla del yayoflauta me habría fulminao ipso facto por dirigirme al zángano rey con tamaña irreverencia. Ahora no percibía más que complicidad en el ambiente. Para salir de aquella situación tan embarazosa, el pobre diablo dijo, mientras se retorcía las manos ante nosotros: “Mañana iré de urgencia a las oficinas del Patronato”. “Pues no se olvide de pedirles otra vez que nos pinten la escalera”, le soltó implacable la brujarpía del segundo segunda.
Pero el pobre infeliz sólo consiguió que le dieran cita previa a dos meses vista.

Como es natural, los okupas no sólo estaban cada día más envalentonados, sino que su número tendía a aumentar de manera casi exponencial. A esas alturas, de la puerta apenas quedaban añicos y nos habíamos convertido, sin comerlo ni beberlo, en el auténtico refugio para okupas y desclasados de todo tipo del barrio. Menudo favor le estábamos haciendo a la alcaldesa. Ya todos los rellanos estaban okupados y era algo frecuente que los okupas llamasen a nuestras puertas para pedirnos de todo: fruta, lo que nos sobrara de comida e incluso mantas. Aunque la verdad era que de mantas iban sobrados, tanto que casi seguro que pasaban menos frío que nosotros, aunque sólo fuera por lo hacinados que estaban. Se daban calorcito los unos a los otros y, mientras, se burlaban de nosotros por lo bajinis. Además, habían organizado un modesto servicio de call-girls, vulgo putillas, y como sabían que uno de los pisos había quedado vacío mientras el Patronato le buscaba un nuevo inquilino oficial, habían convertido esa vivienda en un pequeño burdel. Pero, a veces, una de las chicas -por lo general blanca, rubia y bastante guapita-, se confundía de puerta y llamaba a uno de nuestros pisos casi en pelota picada. A mí me ocurrió eso una mañana que iba con prisas y de bastante mal humor y casi arrojo a la chavala escaleras abajo. Y es que duele confesarlo pero, como tengo casi tantos años como el zángano yayoflauta en jefe, ya es muy raro que me exciten los esparcimientos eróticos y me he vuelto muy selectivo e interesado.

Mientras, el yayoflauta iba desesperado de un teléfono para otro y de un enlace de internet al siguiente. Cuando por fin llegó el día de la cita con una de las prebostas del Patronato, la brujarpía y yo insistimos en acompañarlo en la entrevista. Más o menos sucedió lo siguiente: expusimos la catastrófica situación en que nos encontrábamos, el yayoflauta preguntó con voz meliflua cuándo la administración se dignaría a instalarnos la puerta nueva; llenamos como media docena de instancias más y la preboste -o prebosta, que no quiero que Irene se enfade- en cuestión terminó por respondernos que el asunto estaba en manos del servicio de mantenimiento y que probablemente en un par de meses todo estaría solucionado. “¿UN PAR DE MESEEEEES?????”, chilló la brujarpía de tal manera que nos miraron de todas las mesas vecinas y el segurata se acercó raudo a ver qué pasaba con la mano aposentada en la porra. “¿Y no podríamos avanzar en la colocación de la puerta nueva por nuestra cuenta?”, preguntó el yayoflauta con voz atiplada, tratando de dominar su propio pánico. “¡Huuuy, eso es muy complicado”, nos dijo la prebosta, “fíjense, primero tendrían que pedir un permiso de obras”, mientras nosotros no dábamos abasto a ver tantas pegatinas como tenía en el escritorio: “Si tu vols, pots”, decía una, “Madrid ens roba”, decía la otra, “Per Catalunya, actuar”, decía una tercera, sin olvidar esta otra: “Entre tots, ho farem tot”. Y había tantas y de tantos colores que la verdad es que ya no las recuerdo.

“¿Y eso puede tardar mucho en llegar?”, preguntó el yayoflauta con voz cada vez más de suplicante en plena penitencia. “Pues puede tardar o puede no tardar”, contestó la prebosta. “Yo de ustedes, casi que me esperaría a que en mantenimiento les pongan la puerta”.

Pese a las palabras de la prebosta, lo primero que hicimos a continuación fue empezar a tramitar el permiso de marras. Pero esperando que va y esperando que viene a una cosa y la otra, al cabo de dos meses ni nos habían puesto la puerta nueva ni había llegado el permiso. El pobre yayoflauta ya no podía ni asomarse a la escalera sin que los vecinos lo asaetearan con una docena de pares de ojos por lo menos. En un solo día recogía más miradas asesinas que un soldado ruso acribillando a un corgis en Hyde Park. Se le veía más tímido y acoquinado que nunca y, con cada uno de sus gestos, cuchicheos y meneos de cabeza, parecía estar diciendo “no es culpa mía, no es culpa mía”. Pero ahí estaba yo para recordarle con la puntualidad de un Rolex digital que sí que era culpa suya, porque era él quien había insistido en confiar en la vía de la legalidad que nos dejaba en la estacada sin el menor escrúpulo. Por fin, vencido por el odio que acuchillaba el ambiente y la evidencia de la dejadez institucional, el yayoflauta se avino a contactar con un instalador. El montador en cuestión le echó un vistazo a nuestro pobre yayoflauta y le dijo: “Por ser ustedes del barrio, les dejaré la instalación en unos 2.000 euros. Eso sí, será un trabajo complicado viendo el estado general del portal”.

Habíamos quedado para el lunes de la semana siguiente, pero el tipo no vino. Tampoco el martes. Y por fin, cuando ya habíamos contactado con un par más de sacadineros, el artista se presentó por fin y empezó su trabajo de una repajolera vez. Se tiró cuatro días enteros mientras atendía también a otros encargos junto con su ayudante, y el sablazo final ascendió a casi 2.300 euros.

Entonces llegó el momento culminante de toda la campaña de primavera. Llamamos a la Guardia Urbana que, esta vez, tuvo a bien presentarse y consiguieron desalojar a la docena larga de okupas de todos los colores, salvo el amarillo, que habían convertido nuestra finca en su fortaleza. Las tareas de limpieza emprendidas por todos los vecinos después de su retirada forzosa duraron varias horas y perdimos la cuenta de los garrafones de lejía y detergente sacrificados en el empeño. Ni que decir tiene que yo había asumido la dirección de las operaciones ninguneando al yayoflauta todo lo posible.

Pero quizás el momento más desmoralizador de todos fue cuando los Mossos de Quadra echaron abajo la puerta nueva a las seis de la madrugada del miércoles siguiente con su finura sherlockiana habitual porque alguien les había dado el soplo -falso- de que los gitanos que vivían en el segundo primera se dedicaban al tráfico de drogas. Eso sí, hay que reconocerles a los de la pasma catalana que, dentro de todo, fueron los que se comportaron con más formalidad; al cabo de un par de días, ¡oh milagro!, la famosa puerta metálica prometida por el Patronato apareció como por arte de magia y se reparó el estropicio de manera definitiva, sin duda debido a la intervención de la autoridad. 

Pero la autoridad que sí que había quedado muy mermada era la del yayoflauta en jefe, al que la gente consideraba principal responsable de los ocho meses de okupación que habían transcurrido entre pitos y flautas. De hecho, si los burrocratas del Patronato no le hubieran desahuciado del piso por ejecución de una obra ilegal sin los permisos pertinentes -era él quien había puesto las firmas y contactado con el montapuertas-, es muy probable que los mismos vecinos le hubiéramos apeado del machete. Así que las cosas se me ponían a huevo para coronarme como nuevo presidente de la comunidad de vecinos. Lo primero que hice como nuevo presidente -a nadie más se le ocurrió ser tan imbécil como para presentar candidatura- fue prometerle a la brujarpía que se pintaría la escalera de arriba abajo. Pero lo que hice fue mudarme al piso de la Noemi en la Meridiana, llevándome los diez mil del ala que había en la cuenta bancaria de la comunidad, porque hay que reconocerle al yayoflauta que era bobo pero honrado.

Eso sí, no me mudé tan rápido que el negro okupa no tuviese tiempo de repasarme las costillas. Fui a la comisaria a denunciarle, pero lo único que hicieron las Mossas y Mossos fue mostrarme una serie de fotos de negros que se parecían tanto los unos a los otros que no pude identificar al que me había arreado el viaje. Supe además, por la farmacéutica del barrio, que el tipo se dedicaba a enseñarles el torso desnudo a las hembras blancas que se le acercaban. Supe luego, además, que de alguna manera, el tipo desapareció a poco de empezada la pandemia. ¿Será verdad eso de que siempre son los mejores los que se van?

V E L E T R I

domingo, 14 de mayo de 2023

ESTIGMA

A veces se escribe por el placer de jugar con las palabras, en otras ocasiones se coge la pluma por algún desajuste con la vida o por un espanto que nos deja el cerebro en estado “sonado” como los golpes que reciben los boxeadores. Esta razón me acude hoy al intentar llenar esta entrada.

Os pongo en antecedentes. Hace unas semanas recibí la noticia del suicidio de una joven de mi tierra, 20 años tenía, se arrojó por un cerro junto al mar para estampar su futuro contra las rocas, padecía la enfermedad del estigma, tenía dos dientes torcidos en su mandíbula.

Aún siento la extrañeza al delinear estas últimas palabras, “dientes torcidos”, palabras que traen a mi memoria tantos cuerpos marcados de cuya existencia tenemos relato, desde las señales que dejaba el hierro candente en la piel de los esclavos de la antigua Grecia para ser identificados si trataban de buscar la libertad, hasta los tatuajes que signaban a los delincuentes, a los que no vivían de acuerdo con la moralidad de las normas establecidas o a los derrotados en las batallas, bien con el dibujo de un búho en la frente si eran atenienses los victoriosos o con un caballo si eran los de Siracusa.

El uso metafórico de la palabra “estigma” alude a la marca o atributo desacreditador de las diferencias, tanto en el aspecto físico como en el ámbito de la moralidad y de las normas sociales. La marca diferenciadora lleva directamente al estereotipo y a la exclusión, teniendo siempre al poder en el frontispicio, que es quien aviva los miedos, porque el miedo es el agua subterránea que fluye bajo todas las diferencias.

Desde la antigüedad han vivido y viven marcados: gordos, ciegos, cojos, sordos, gafotas, locos, putas, descarriadas, alucinadas, viejos, tontos, suicidas, subnormales, desviados, trastornadas, extranjeros pobres, deprimidos, moros, maricas, esquizofrénicos, drogadictos, feminazis, inmigrantes, judíos, gitanos, okupas, comunistas… Hoy se les llama “ofendiditos” desde la otra orilla, a cuantos grupos intentan ofrecer al mundo otra mirada. Los avances y el progreso social se superan con los adjetivos con tal de disfrazar las marcas y justificar los anhelos democráticos de las sociedades denominadas “avanzadas”.

Tanto los estigmas de la locura como los de la moralidad buscan la normalización, para ello se refuerzan los mecanismos de poder y de control. Así mismo, se trata también la enfermedad como una marca, separada del proceso natural de la vida, se insiste en las carencias (llamadas defectos) de las personas y se fomenta y potencia el sentimiento de culpa, como justificación de la no asunción social del problema.

Actualmente, se sigue etiquetando a esos y a otros grupos que van renovándose en el cambalache de la sociedad, se crean nuevas marcas, nuevos prejuicios que generan novedosos estereotipos creados por las modas y por los miedos. Sin embargo, aún no se aborda el origen del problema, las relaciones de poder, que son las que permiten la existencia de estos “tatuajes” a fuego.

El Bosco, La extracción de la piedra de la locura, 1501-1505

Pero retomo el camino de mi relato inicial, con el que quiero hacer una mínima catarsis para desbloquear el estado en el que me dejó el asombro. Me asaltan las imágenes del espanto, los sueños de una muchacha estallados contra la vertiente pétrea, la plaga de sesgos que se interpusieron en el camino de una juventud recién estrenada, que solo quería agarrar la vida reteniendo su parte de inocencia, la indiferencia y la hipocresía de una sociedad culpable. ¡Hasta el silencio le devoraron!

El suicidio de una joven pasa al olvido en medio de tantos otros, existen hoy fórmulas para eliminar la memoria, ya no sirven los pensamientos ni las trinitarias que anunciaba Ofelia para mejorar el recuerdo. La joven suicida lo intuyó, de ahí su carta manuscrita para dejar constancia de que el estigma sigue vivito y coleando en pleno siglo XXI.

Y aquí aparece el nudo gordiano, el que desde hace varias semanas soy incapaz de deshacer y al que vuelvo la mirada una y otra vez para tratar de darle un significado, si no lógico al menos que me saque de este marasmo en el que me dejó la lectura de algunos comentarios en las redes y en las calles sobre el contenido de la carta, en los que se le enmendaba la plana porque acusaba a sus acosadores (de los que, sin embargo, no dio nombres), incluso se le corregían en forma de gracieta la sintaxis y la redacción pocas horas después de encontrar su cadáver. Este es el reflejo de la sociedad en la que vivimos.

Juan Carlos Onetti en un artículo dedicado a la muerte de Hemingway, llamaba cáfilas de fracasados, adictos a la envidia, a los que se abalanzaron a la prensa para atacar al muerto. En el caso que cuento no sé si él hubiese encontrado calificativos.

Si las cartas de los suicidas son el grito más sincero de cuantos gritos los seres humanos somos capaces de emitir, ¿qué hay detrás del juicio y de la sorna hacia alguien que se está despidiendo de la vida? Quizás en ese entramado que no acierto a comprender, se halle la causa de todos los estigmas, la deshumanización llevada al extremo máximo, la razón por la que tantos adolescentes hoy no son capaces ni quieren afrontar el futuro tan gélido y cruel que su intuición adivina. Les da miedo el daño duradero, la señal permanente con la que son marcados, la distinción entre el nosotros y el vosotros, siendo el vosotros minoría siempre.

No entro en capítulo de soluciones, las intuyo, pero desconozco su camino.

En muchas ocasiones hemos hablado del apoyo mutuo, que tiene lugar en las diversas especies de animales, dudo a veces si en esta sociedad enferma hasta los pequeños actos de solidaridad se habrán convertido en un estigma.

E I R E N E