Uno de los muchos mitos contemporáneos es que las redes sociales lo pueden todo, especialmente decidir los resultados de las elecciones. Pero las redes no son sino un integrante más de la compleja arquitectura de la propaganda y de las creencias sobre la que se sustentan todas las sociedades. Actúan sobre una estructura preexistente en la que determinados prejuicios están anclados desde hace generaciones o quizás siglos.
En realidad, la supuesta influencia casi fatídica de las redes sociales se ha convertido en la excusa de casi todos los políticos mediocres de Occidente o que, en realidad, desprecian de una manera profunda a su propio electorado. Se ha convertido en un recurso manido que busca disimular las propias deficiencias o incluso los motivos profundos del descontento que se apodera de un país por razones por lo general objetivas.
El ejemplo más obvio y comentado es el del famoso “Russiagate” que habría sido la causa de la derrota electoral de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales del 2016. Supuestamente, una devoradora granja de trols con sede en San Petersburgo, auxiliada por la cadena de televisión Russia Today, habría enloquecido tanto al electorado estadounidense como para que los votantes cometieran el inmenso error histórico de concederle la presidencia al demagogo ultraderechista irresponsable Donald Trump. Es decir; la granja de trols rusa habría tenido más influencia que las cadenas de televisión prorrepublicanas Fox News, OANN, la web de noticias Breitbart, Parler (otra web muy utilizada por los simpatizantes republicanos), las peroratas radiofónicas del célebre y recientemente fallecido Rush Limbaugh (una especie de Federico Jiménez Losantos americano y posible modelo de este), por no hablar de las sectas religiosas protestantes y la jerarquía católica estadounidense, en su abrumadora mayoría partidarias del Partido Republicano.
Mediante esta estrategia, el Partido Demócrata conseguía al menos los siguientes objetivos:
1 - Evitar la necesaria crítica al totalmente desfasado y antidemocrático sistema electoral americano, que prima los votos de los estados por encima del voto popular, el cual había sido ampliamente ganado por Clinton. Una clara herencia del sistema esclavista que rigió durante las primeras décadas de la nación, y que históricamente ha favorecido a los sectores más conservadores de la sociedad estadounidense. De esta forma, se mantenía el mito de la supuestamente perfecta democracia americana y se echaba las culpas del desaguisado a una potencia extranjera, en particular la odiada Rusia.
2 - Soslayar el hecho de que, pese a haber ganado en el cómputo general de votos, Clinton había perdido en varios estados habitualmente ganados por los demócratas, probablemente debido al mal recuerdo que la presidencia de su marido, Bill Clinton, había dejado en amplios sectores de las clases trabajadoras americanas, aunque también pudo influir el perfil escasamente empático de la candidata, y determinadas actitudes de superioridad semiaristocrática y comentarios desafortunados con que salpicó su propia campaña. Por ejemplo, el famoso adjetivo transformado en nombre “deplorables”, que utilizó para referirse a los partidarios de Trump, con una evidente connotación clasista que fue un regalo para los propagandistas republicanos.
3 - Ignorar por completo la tradición autóctona de racismo y supremacismo muy arraigada en determinados sectores y zonas geográficas de los Estados Unidos, haciendo ver que se trata de un fenómeno “importado” y ajeno al propio país.
4 - Preparar a medio plazo la ofensiva incluso militar contra Rusia que tanto el Pentágono como la clase dirigente neocón americana, que siempre guarda a Alexis de Tocqueville y todo el repertorio de la Guerra Fría en la cabeza, ya tenían entonces como su proyecto más importante.
Con menor insistencia, la misma estrategia de culpar de todos los problemas internos y de los fiascos electorales al enemigo ruso se empleó con motivo del referéndum del Brexit e incluso con la tentativa independentista del 1-O del 2017 en Catalunya. En el caso de Inglaterra, el sector de la población que más votó a favor del Brexit fueron los ciudadanos de más de 60 años. O sea, esencialmente el mismo grupo generacional que en el 1973 había votado a favor del ingreso en la UE de la Gran Bretaña. ¿Acaso no había en ese voto un deje de decepción hacia la UE que era necesario disimular? El hecho de que la situación del país no haya mejorado en nada desde su salida de las instituciones europeas no hace sino demostrar que los males sociales ya endémicos de la Gran Bretaña arrancan de muy atrás, tal vez de la misma época en la que se decidió que “la sociedad no existe” para volver al orden social neodarwinista que siempre había caracterizado al país antes de que el Labour llegase al poder en 1946.
En el caso de Catalunya, el recurso de culpar a Rusia y a sus bots del resultado de la tensión producida por años de discordias entre el gobierno autonómico y el gobierno de Madrid resultaba aún más ridículo si cabe, aunque algunas publicaciones lo emplearan con cierta insistencia.
Pero en definitiva, nadie llega ideológicamente virgen a las redes sociales. Todos somos el fruto de unas determinadas circunstancias sociales y culturales, y no necesariamente vamos a dejarnos influir por el primer meme que veamos. Lo que es más; aunque tanto Facebook, Twitter como Instagram y, en general, todas las plataformas de redes sociales tienen un claro sesgo conservador, el mismo no es tan grande como para no poder fijar las propias preferencias. Cualquiera puede bloquear a los usuarios u organizaciones que se le antoje, dar los like que quiera a quien quiera, y lo más importante, compartir los mensajes que le parezca oportuno. Y aunque la guerra de Occidente contra Rusia ha demostrado que las redes pueden ser objeto de la misma censura que los medios llamados convencionales, siempre habrá un cierto espacio para que el pensamiento disidente prolifere.
Es cierto que la fuente emisora de esos mensajes puede cumplir al dedillo todos y cada uno de los artículos del Decálogo de Goebbels, pero yo soy muy libre de prescindir de ese mensaje si no se ajusta a mis creencias o a mis prejuicios. Puedo rechazarlo incluso si su contenido es verdadero, y tenderé a buscar y compartir aquellos mensajes que sean más acordes con mi visión del mundo. ¿Y quién dijo que tanto la seudoizquierda estadounidense como la izquierda y/o seudoizquierda europea no tengan sus propios trols? Al fin y al cabo, todos compiten por el mismo territorio digital. Luego tiene que haber algo más que decante el rumbo que tomen los algoritmos. Ya sabemos que Twitter es el agitprop de nuestra época, pero también deberíamos darnos cuenta de que es un arma al alcance de todos los ejércitos.
Y ese algo que influye en el tráfico digital es justamente todo lo que no es la red. No se trata solo de quien miente mejor, sino de la visión del mundo que monopoliza todos los espacios. Por ejemplo, de quién controla las emisoras de televisión y radio que han modelado el pensamiento de las generaciones mayores que a su vez han trasmitido sus esquemas mentales a su descendencia; de quién dicta las noticias “aceptables” en la prensa escrita, a fin de crear la impresión de unanimidad que el mismo Goebbels consideraba como indispensable para alcanzar sus fines propagandísticos; de qué clase de educación ha recibido cada individuo en su infancia, y ya no digamos si se trata de una educación que ha anulado su sentido crítico, como puede ser el caso de la educación religiosa. Por otra parte, si las redes van por un lado y los medios convencionales, por el contrario, como al parecer ocurrió en gran parte en la ya mencionada campaña presidencial norteamericana del 2016, eso es indicación de una sociedad escindida, probablemente de manera irremediable. Una sociedad que busca canales de expresión que los supuestos medios de referencia le niegan.
En realidad, el auténtico favor que las redes sociales le hacen al sistema capitalista imperante es el de mantener satisfechos a los pececillos que navegan en ellas. Cualquier sardinilla, por insignificante que sea, puede ver cumplida con creces la promesa hecha por Andy Warhol en los años 60-70, y que entonces era mera palabrería; “Todos podrán tener sus 15 minutos de celebridad”. En efecto, cualquiera puede colgar un video de 15 minutos en Twitter si lo desea, o en YouTube de cualquier duración, algo que no podía conseguirse en las cadenas de televisión, y también publicar cada día en Instagram, por ejemplo, que le gusta tal restaurante o determinada marca de té o patatas fritas. Esto no solo suplanta y es una especie de consolador o sustitutivo consumista de la participación real de la ciudadanía en los asuntos que más le afectan, sino que supera de lejos la oferta de Warhol al poder exhibir la propia personalidad de una manera cotidiana y muchas veces narcisista. Y poco importa que el propio mensaje se vea desbordado y sumergido entre los millones emitidos por los demás pececillos que surcan el mar digital. Como decía el gato protagonista de un meme del mismo Facebook: “Yo, mientras tenga mis dos followers, seguiré publicando”.