Querer ser felices es un deseo humano desde siempre y, de hecho, ya a los antiguos les preocupaba el tema de la felicidad: el llamado eudemonismo. Aristóteles decía que la felicidad es el fin último del ser humano y de la polis. También decía, como Sócrates, Platón y Séneca, que la felicidad depende de nosotros mismos, no del exterior, con lo que se habría adelantado varios siglos a lo que los psicólogos llaman el “locus de control interno”. Así, la felicidad dependería más de nuestro punto de vista ante el entorno que del entorno en sí y no vendría de recompensas externas o reconocimientos, sino del éxito interno. Este éxito interno se relacionaría con reducir nuestras necesidades para apreciar los placeres más simples, con lo que el secreto de la felicidad no estaría en la búsqueda de más, sino en disfrutar con menos. Ante esta aparente actitud de “resignación, conformismo o aceptación” se rebela Nietzsche, que cree que la felicidad está vinculada a enfrentarse a las adversidades, por lo que la felicidad sería una especie de control que uno tiene sobre su entorno: el “sentimiento de que una resistencia ha sido superada”. Somos felices cuando hemos superado aquello que nos oprimía (voluntad de poder).
A nivel legal, en la sociedad ha habido debates sobre si la felicidad es un derecho o un bien jurídico a proteger y sobre el papel del Estado en lograrla. En la Declaración de Independencia de USA se habla de la “búsqueda de la felicidad”, derecho que corresponde satisfacer a cada individuo. En cambio, en las constituciones de Europa, el Estado debe organizar servicios sociales y prestaciones que permitan el bienestar necesario para esa felicidad. En USA se optó por una interpretación individualista y en Europa por una concepción solidaria y social. Por eso en la Constitución Española de 1812 se hablaba de “la felicidad de la Nación” y “el bienestar de todos los individuos”.
En el actual mundo moderno, ¿qué papel cumple la tecnología para proporcionarnos felicidad?, ¿nos hace más felices o nos esclaviza haciéndonos tecnoadictos del nuevo opio social? Los psicólogos y neurólogos nos hablan de la perniciosa influencia de la tecnología en los cerebros, del déficit de atención, dificultades para la concentración, adicción a las pantallas, ansiedad, dificultad para las relaciones sociales, trastornos del sueño y empobrecimiento del lenguaje. En el actual mundo audiovisual, la tecnología es una tormenta perfecta de distracciones y cada vez cuesta más mantener el foco en una tarea, concentrarse en un libro, ver una película, seguir el hilo de un argumento complejo y centrar la atención en algo durante un periodo prolongado (profundidad de pensamiento y discurso elaborado). El neurocientífico Earl Miller habla de “degradación cognitiva por exceso de estímulos” y dice que es falso que algunas personas puedan prestar atención a seis o siete cosas a la vez, porque el cerebro humano solo puede pensar conscientemente en una o dos cosas al mismo tiempo. Los estudios dicen que los adolescentes cambien de tarea cada 65 segundos, tiempo que se amplía hasta los tres minutos en el caso de los adultos que trabajan en una oficina. Así que esos tres minutos son el límite máximo de concentración.
Esta tecnoadicción, dispersión mental y falta de pensamiento profundo tiene consecuencias: al no ser dueños de nosotros mismos, somos manipulables a nivel político y carne de cañón de populistas y demagogos que prometen soluciones simplistas o autoritarias, pudiéndose llegar incluso al fanatismo y radicalismo. Así que la tecnología no es inocente ni aséptica, tiene ideología y un poder detrás.
¿Cómo nos manipulan? Fácil, utilizando el sistema de placer-recompensa del cerebro (núcleo accumbens, núcleo caudado y área ventral tegmental). Este sistema se activa con estímulos placenteros como alimentos, sexo, deporte, drogas, etc. Estos estímulos actúan sobre las neuronas dopaminérgicas (neuronas del placer), que liberan dopamina (hormona del placer), que activa este circuito, que a su vez activa la serotonina, que es la hormona encargada de hacernos sentir felices. Y este es el proceso: estímulo, liberación de dopamina, activación del circuito de placer-recompensa, liberación de serotonina y recompensa (felicidad).
Las redes y pantallas nos prometen una felicidad virtual y falsa, una realidad ideal y mejorada, una felicidad ficticia de colorines. Las notificaciones de WhatsApp, Facebook, Twitter, Instagram, etc., provocan descargas de dopamina que provocan que el usuario tenga que volver cada cierto tiempo a buscar constantes recompensas (circuitos de placer-recompensa). Podríamos tener esa misma tecnología no diseñada para piratear e invadir nuestra atención y para hacernos tecnoadictos, pero las empresas tecnológicas no harán eso por sí solas porque saben que queremos gratificaciones rápidas y sin tiempo de demora.