“Conservar algo que me ayude a recordarte,
sería admitir que te puedo olvidar”
sería admitir que te puedo olvidar”
(W. Shakespeare)
Llegados a una edad nos empieza a preocupar la pérdida progresiva de la memoria, sobre todo la inmediata. Perdemos las llaves, buscamos las gafas que tenemos puestas o no recordamos el nombre de la vecina, y nos preguntamos sobre la esencia de esa sorprendente habilidad del cerebro que nos permite recordar.
El mismo interrogante lo han hecho científicos de todas las épocas. Por ejemplo, Edison explicó con una metáfora que la memoria era producida por millones de hombrecillos en nuestro cerebro, que llevan el registro de todas las cosas que hacemos o pensamos. Hoy les llamamos células cerebrales o neuronas que, en cantidad de cientos de millones se conectan entre sí para crear cada recuerdo, recorriendo a la inversa el camino de cada experiencia registrada.
No hace falta ser viejo para notar la dificultad de recrear con claridad muchos recuerdos, sobre todo los inmediatos. Dicen que a partir de los 25 años comienzan a debilitarse las conexiones entre las neuronas. Pero aquí se nos plantea una duda, no sabemos si este hecho se debe a la concentración de la atención en cuestiones vitales de esa edad, el trabajo, los hijos, las responsabilidades y el estrés o, por el contrario, se trata de un hecho biológico. La experiencia científica nos dice que la gimnasia cerebral mejora nuestra memoria inmediata y también la evocadora, debido a la flexibilidad de las células neuronales, lo que significa que podemos alargar la capacidad de la memoria con técnicas especiales o cotidianas, desde el ajedrez, la lectura continua, el ejercicio físico o el aprendizaje de lenguas (los bilingües conservan más tiempo la capacidad de la memoria), entonces no sería la edad biológica la responsable de la pérdida de la memoria sino el tipo de vida que llevamos.
Desde luego no es descabellado pensar que, igual que las calculadoras lograron que abandonásemos el cálculo mental y mucho antes la escritura contribuyese a relajar la memoria que se empleaba en la transmisión oral, o la instantánea fotográfica usada como retrato privase a las neuronas de ser utilizadas para almacenar un recuerdo, no es descabellado, digo, afirmar que las nuevas tecnologías nos están robando a manos llenas la capacidad de establecer conexiones entre las neuronas que acrecientan la memoria. Internet es un almacén tan inmenso que nos sumergimos en él para buscar información básica que aprendimos en la escuela, pues es más fácil teclear unas letras que poner en marcha las células neuronales. Y no queramos pensar en lo que el futuro próximo nos tiene reservados, quizás un chip que transforme nuestro cerebro en un cíborg.
Esta facilidad continua que la tecnología nos ofrece es la causante directa de nuestra comodidad a la hora de recordar aprendizajes elementales. Y no es que quiera reivindicar el memorialismo al que nos sometieron en la escuela en otras épocas, pero sí lamento el abandono del ejercicio de la memoria en las etapas educativas, que hoy se traduce en no poder declamar a los poetas clásicos o no recordar la localización de la cordillera de los Andes (o Soria, por poner un ejemplo extremo) o quién fue Pericles.
Autorretratos, William Utermohlen (el pintor del olvido)
No se trata de emular a Funes el memorioso, aquel cuento de Borges cuyo protagonista recuerda todo desde que nació y con tal lujo de detalles que hasta recordaba “las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez.”
Pero Borges también dice que una memoria infinita trae problemas, pues Funes era incapaz de pensar, de generalizar, de razonar, de abstraer y de dormir, convirtiendo la inmensa memoria en una experiencia monstruosa.
Lo describe así: “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico ‘perro’ abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).”
Otro caso, y en esta ocasión real, fue el de Solomon Shereshevskii, estudiado durante 30 años por Alexander Luria, un neuropsicólogo y médico ruso. Solomon poseía una brillante capacidad para recordar largas listas de palabras, números y ecuaciones, que repetía sin error. Pero ante una tabla de números consecutivos, hizo el esfuerzo de memorizar, sin darse cuenta de que eran consecutivos. Y, tras recordar una larga lista de elementos, no supo responder cuáles eran líquidos. El científico ruso comprobó que la memoria limitaba el pensamiento.
Estas experiencias (una ficticia y otra real) dan a conocer que para recordar hay que saber olvidar, y que una memoria tan enorme elimina el razonamiento.
Una de las cuestiones que plantea la ciencia actualmente y que suscita dudas por los peligros que puede generar, es la posibilidad de eliminar en el laboratorio los recuerdos negativos o dolorosos. Ya se ha experimentado con éxito en ratones la eliminación de neuronas que les producían sensaciones de miedo, terror o desagradables. Sin embargo, ¿sería positivo para nuestro bienestar olvidar algunos sucesos que padecimos en la vida, sabiendo que con ellos perderíamos también recuerdos agradables ligados a los negativos?
Del mismo modo, ¿de dónde íbamos a extraer experiencias de aprendizaje si eliminamos el recuerdo de los errores o de los obstáculos que encontramos en otro tiempo de nuestro trayecto vital?
Las nuevas investigaciones sobre la memoria han demostrado que hay neuronas que responden a nombres, a conceptos. Son interesantes los experimentos de Rodrigo Quian Quiroga de la Universidad de Leicester que consiguió a través de un algoritmo matemático que una neurona libre en el área del hipocampo, despertase y reaccionase ante un nombre, es decir, que una neurona pudo codificar un nuevo concepto, no una imagen. Es novedoso y está basado en la plasticidad sináptica del cerebro.
Esa memoria del hipocampo era de la que Funes el memorioso, carecía. Quizás Borges se adelantó a la ciencia cuando dijo que pensar es olvidar los detalles inmediatos y aprender a generalizar y a diferenciar.
Otro ejemplo de que el arte y la literatura se adelantan muchas veces a la ciencia.