domingo, 30 de octubre de 2022

UCRANIA COMO MODELO

         La fiebre ucraniana se apoderó hace ocho meses de las clases dirigentes occidentales y no muestra señales de remitir. Todo lo que sea ucraniano es “beautiful” por definición, e incluso los premios llueven con la copiosidad de un diluvio sobre la atribulada nación mártir del este de Europa, estrangulada por el sanguinario oso ruso. Eurovisión, premio Nobel de la Paz a las ONGs partidarias del régimen ucraniano, apariciones constantes de Zelenski en los parlamentos europeos vía Zoom…Nada es suficiente para mostrar el más marmóreo e inquebrantable apoyo a la nación ucraniana. Por otra parte, las entregas de material militar al gobierno de Kiev continúan incesantes , sin miedo por parte de los distintos gobiernos a vaciar los propios arsenales y quedar mermados en su poder ofensivo, lo que demuestra que ya desde hace muchas décadas Rusia estaba designada como el único enemigo real. La misma España sabe que el riesgo de una contienda militar con Marruecos es casi inexistente, mucho más desde que el gobierno más progresista de la Historia abandonase a los saharauis a su suerte siguiendo una vez más las indicaciones del amigo americano.

           Ningún país ha recibido jamás tantas simpatías y apoyos por parte de Estados Unidos y la UE como el gobierno de Zelenski, elevado a la categoría de icono planetario de la llamada democracia occidental. Las condenas contra la “invasión” rusa se han sucedido con la regularidad de un tren de esos que admiraban a ciertos visitantes extranjeros cuando visitaban la Alemania nazi. Se ha lamentado hasta el infinito el éxodo de tantos ucranianos, “rubios y blancos como nosotros”, mientras se ignora con una indiferencia todavía más olímpica que de costumbre la masacre continua realizada por Arabia Saudita y sus secuaces en Yemen, el continuo fluir de inmigrantes africanos que continúan llegando a Europa, el inacabable drama palestino o catástrofes casi indescriptibles como la de Haití, ese país al que las potencias coloniales nunca le han permitido autogobernarse, por poner sólo algunos ejemplos.

Por supuesto, los medios informativos occidentales también han pasado por alto todos los bombardeos masivos realizados por el ejército ucraniano contra la población civil del Donbass en los prolegómenos de la guerra, fielmente registrados por la OSCE, y que fueron en escala creciente hasta el mismo día del ataque ordenado por Vladímir Putin. Mucho menos se ha mencionado en los medios convencionales la ley de pureza racial decretada por el gobierno de Zelenski en julio del 2021, que convertía a los ucranianos de ascendencia eslava en algo menos que ciudadanos de segunda, con respecto a los ucranianos de origen escandinavo “puros”, y también con respecto a la minoría tártara, históricamente enemistada con Rusia. Y por supuesto, las exhibiciones constantes de banderas y símbolos nazis por los miembros del batallón Azov y otras milicias nazis o neonazis ucranianas han sido minimizadas y a menudo respondidas con la frivolidad de decir que “los rusos también tienen escuadrones nazis” (¿??)

¿Puede explicarse todo eso únicamente en el marco de una lucha contra Rusia con el objetivo, a estas alturas ya declarado, de derrocar a Putin y poner en su lugar a un gobernante más dócil con respecto a Occidente? ¿Con una segunda intención de acorralar a China y rodearla de gobiernos hostiles para impedir la pesadilla que significaría para Occidente tener que reconocerle el estatus de primera potencia mundial en un futuro más o menos próximo? Porque de la misma forma que una Rusia en pugna con Occidente ha dejado de suministrar energía a los países europeos, una Rusia occidentalizada a la fuerza y bajo el influjo de personajes como Victoria Nuland podría negarse a suministrar energía a China, la auténtica bestia negra de Estados Unidos. Un método similar fue empleado por los Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo cuando la administración del presidente Roosevelt persuadió a los países del Golfo Pérsico de que no vendieran petróleo al Japón.

       Por supuesto que la dominación de Rusia y posteriormente China se han convertido en objetivos irrenunciables de un Occidente supremacista, pero alguien podría pensar que la afinidad con el actual gobierno neonazi de Ucrania sea todavía más profunda de lo que parece a primera vista. No sólo por episodios rayanos en lo grotesco, como las declaraciones de la inefable Annalena Baerbock, ministra de asuntos exteriores alemana reivindicando la memoria de su abuelo, alto militar de la jerarquía nazi “porque él también luchó a su manera por una Europa unida”, sino también porque cuando uno analiza en profundidad la verdadera naturaleza del gobierno de Zelenski ve reproducidos esquemas ya utilizados en la “revolución neoliberal” llevada a cabo por el general Pinochet en Chile, que no era otra cosa que la aplicación inflexible no tanto de los dogmas del nazismo como del neoliberalismo, aunque el escenario en Ucrania quizá sea todavía peor porque es la auténtica puesta de largo de un nazismo con connotaciones neoliberales y no de un cierto tipo de estado social paternalista, en contraste con el fascismo y nazismo clásicos.

Entre la mucha información que se ha omitido sobre Ucrania de manera interesada, se ha escamoteado el hecho de que Ucrania ya estaba sufriendo un éxodo masivo de sus ciudadanos años antes de la intervención rusa –yo mismo he conocido a algunos de estos inmigrantes debido a la pésima gestión de la economía debida a la camarilla que emergió del golpe de estado de Maidán. Ucrania no sólo era uno de los países más corruptos del mundo, sino que, a pesar de sus considerables riquezas naturales, también el más pobre de Europa, con un 24% de la población en situación de pobreza extrema.

En cuanto a Zelenski, desarrolló una muy hábil campaña mediática basada en la lucha contra la corrupción y en buscar la paz en la cuestión del Donbass, lo que le valió una más que rotunda victoria electoral. La realidad de su gobierno ha sido todo lo contrario. No sólo ha sido apadrinado por los mayores y más corruptos oligarcas de Ucrania, sino que desde su llegada al cargo fue un fiel seguidor de las políticas rusófobas de su predecesor Poroshenko, solicitando de manera constante el ingreso de Ucrania en la OTAN y pidiendo que se le entregasen armas nucleares. Unas armas nucleares que podrían alcanzar Moscú en cuestión de cinco minutos tras cubrir los 300 kilómetros que separan a Ucrania de la capital rusa.

Pero quizá lo más revelador haya sido toda la política interior de Zelenski, tanto en lo político como en lo económico. Los catorce partidos políticos de izquierdas –entre ellos lo que sería el equivalente ucraniano del PSOE suspendidos al inicio de la guerra con Rusia bajo la acusación de “rusófilos” han sido ilegalizados de una manera definitiva. ¿Toda la izquierda era “rusófila? Y en lo económico, se ha dedicado no sólo a seguir uno por uno todos los postulados más estrictos de la dogmática neoliberal, sino que también ha cercenado la libertad de los sindicatos de una manera que recuerda claramente a las trabas que se imponen en la mayoría de los estados USA a toda actividad de las organizaciones de las clases trabajadoras en los que la huelga es considerada una infracción del “right to work” de los demás trabajadores. O sea, los no huelguistas o esquiroles. Por supuesto, todo esto se justifica por las necesidades de la guerra. Siempre son las situaciones de crisis y emergencia las que han dado lugar a las grandes contrarreformas del capitalismo en las últimas décadas.

Independientemente del resultado de la cruentísima guerra con Rusia, el resultado para una UE definitivamente empobrecida y dependiente de la carísima energía suministrada por el sempiterno amigo americano será un descenso a una irrelevancia todavía más profunda y, sin duda, la liquidación patrocinada por nuestros políticos de cualquier rastro del llamado estado del bienestar, esa especie de refugio provisional del capitalismo erigido décadas atrás con el único fin de evitar la expansión del socialismo, ya fuera de matriz soviética o con sus posibles variantes europeas. El regreso casi seguro a un infierno sin duda diferente del de la Europa bárbara del siglo XIX, cuando las clases trabajadoras europeas carecían de casi cualquier derecho social y su esperanza de vida era paupérrima, pero que no por ello será menos temible. Y lo que es más, se nos argumentará de manera irrebatible, al igual que en otras crisis recientes del sistema, que todo este proceso es inevitable porque la causa de luchar por la libertad de Ucrania valía la pena.

Aún en la muy relativa y tenue prosperidad actual, muchas personas viven en el sur europeo un anticipo de este futuro. Para quien esté interesado en conocer más detalles del perfil que podría tener, sería interesante la lectura de “Nickel and Dimed”, un libro de la recientemente fallecida escritora norteamericana Barbara Ehrenreich. En el mismo se narran las miserias de las trabajadoras y trabajadores estadounidenses que, aún trabajando en dos empleos, no pueden encontrar otra vivienda que el alquiler de una roulotte o a los que no les queda más remedio que pernoctar en sus propios vehículos dado que incluso los alquileres más bajos son del todo inaccesibles. La única esperanza real de encontrar una vivienda potable es que un pariente algo más aposentado les dé cobijo, ya trabajen como camareras, recepcionistas, reponedores o cajeros del Walmart, teleoperadoras o señoras de la limpieza “kellys”, se las llama aquí. En cuanto a una asistencia sanitaria digna, es mejor no esperar extravagancias. Como era casi de esperar, este libro, cuyo título en castellano es “Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos” (RBA), no ha tenido el mismo apoyo mediático que las elegías al fantoche Zelenski, pero quizá por eso mismo sea tanto más revelador del modelo económico y del futuro que nos aguardan.

V E L E T R I

sábado, 22 de octubre de 2022

PUEBLO, GENTE

“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo” (lema del despotismo ilustrado).
“La historia es nuestra y la hacen los pueblos” (Salvador Allende).

La idea de esta entrada me la dieron las largas colas de gente esperando para despedirse de la fallecida reina Isabel II. Gente con muchos pakistaníes, indios, jamaicanos y africanos (además de ingleses blanquitos con aspecto de lechuga frígida). Gente tan bien integrada o asimilada que rendía honores a la reina del imperio que les colonizó. Gente que quizás había perdido su conciencia de clase y pueblo oprimido (no sé si también sus raíces culturales). Gente de origen no europeo, pero que apoyaba a una reina europea, blanca, anglosajona y caucásica. Gente multicultural en un país occidental, clasista, monárquico y colonizador. ¿Gente equivocada porque debería ser republicana, revolucionaria y reivindicativa?

También Pedro Sánchez me inspiró esta entrada cuando dijo que “El PSOE es el gobierno de la gente”. Bajo este lema, el presidente hablaba de bajar a la calle, mezclarse con la gente, darse baños de multitud y explicar al pueblo sus logros políticos. Y yo me pregunto que si el gobierno del PSOE es el de la gente, ¿cómo sería otro gobierno distinto? ¿el gobierno de la “no gente” y “no pueblo”? ¿de seres vivos no humanos, vegetales, humanoides, marcianos y extraterrestres? ¿de la derechona casposa, de poderes ocultos financieros y poderes políticos que manipulan a ese pueblo porque es votonto y masoca? (un pueblo votonto y unos poderes listos, sin duda).

Dejándonos de zarandajas académicas de si pueblo es una comunidad con identidad compartida, historia común, lazos culturales, lengua y demás tecnicismos academicistas, los conceptos pueblo y gente son confusos, profusos y difusos. Además de polisémicos y variables, porque cada uno los adapta a su ideología y creencias. Por eso hablamos de pueblo cuando hace una revolución que nos gusta como la rusa, china o cubana. O cuando vota a Boric y a Maduro. Pero ese mismo pueblo se convierte en “gente” cuando vota mal y se equivoca. Por ejemplo, cuando vota a los fachuzos del PP y VOX (maldita Ayuso, ¿por qué la votan?). O cuando vota a Salvini, Giorgia Meloni, Le Pen, Zemmour, Orban y ultras suecos (con lo socialdemócratas que eran, mecachis).

Con tanta confusión terminológica, ya no sabe uno qué forma el pueblo, si lo que determinan las urnas (maldita democracia representativa, mejor la directa o asamblearia) o lo que deciden los más activos, concienciados y organizados (porque la gente se equivoca y hay votontos y borregos, sin duda). O si podemos llamar pueblo a lo que determinó la revolución islámica de los Ayatollahs iraníes (se ve que la gente del Islam aún no es pueblo, como en Occidente). O lo que deciden Xi Jingping y el PCCh, que esos sí que tienen claro qué es el pueblo chino. O lo que determinan los profetas ecologistas del cambio climático, apocalipsis ambiental y agenda 2030, porque saben muy bien lo que necesita la gente (y el planeta).

La palabra pueblo está desgastada y banalizada de tanto usarla como comodín. Por no decir instrumentalizada por políticos de todas las ideologías, que se atribuyen la representación de ese pueblo. Por eso Lenin hablaba de “pueblo ruso”, Hitler de “pueblo alemán”, Fidel Castro de “pueblo cubano”, Franco de “pueblo español”, Sabino Arana de pueblo vasco” y Prat de la Riba y Cambó de pueblo catalán”. Por cierto, Hitler dijo que estaba casado con el pueblo alemán y que le hablaba como si fuera su amante. Por eso no se casó (bueno, cinco minutos antes de suicidarse). Y a Stalin le llamaban “el padre del pueblo ruso”. Así que no sé quién define qué es pueblo, si los comunistas, los fascistas, los anarquistas, los liberales, los conservadores, los nacionalistas, la burguesía ilustrada, la clase dominante o las clases dominadas. O simplemente las urnas, ¡qué vulgaridad!

Ay, las urnas. ¿Y si las urnas indican que el pueblo se equivoca? Pues no pasa nada, porque uno de los principios de la Democracia está basado en la frase “El Pueblo siempre tiene razón”. Aunque no la tenga. El que no esté de acuerdo con esta máxima, estaría diciendo que hay alguien por encima del pueblo, que debe guiarlo y subsanar sus errores. Para eso está el despotismo ilustrado de los ilustrados. ¿O acaso no hay un cierto despotismo ilustrado paternalista cuando los intelectuales riñen al pueblo por sus errores? Eso hace Gramsci cuando dice que “odia a los indiferentes”, lo cual indica que en ese pueblo hay gente indiferente, insolente, indolente y poco concienciada. O los comunistas, cuando hablan de elementos burgueses, revisionistas, contrarrevolucionarios y enemigos de clase. O los fascistas, cuando hablan de rojos, enemigos de la patria, elementos antisociales, peligrosos bolcheviques, masones y ateazos (totalitarismo fascista). Y ante esta disparidad de criterio para definir qué es pueblo, dan ganas de hacer caso a Kant cuando hablaba de un gobierno mundial y así lograr la paz perpetua: un pueblo planetario viviendo en paz, una comunidad ética global, ¡qué bonito! Por no hablar de un pueblo mundial de obreros, sin clases sociales y viviendo felices en un internacionalismo marxista.

Solemos pensar que el pueblo está formado por gente que piensa como nosotros, porque los que no piensan igual son gente equivocada, manipulada, abducida o votonta (gentuza, chusma y masa peluda, obviamente). De ahí la creencia de que “Pueblo es gente organizada y Gente es pueblo desorganizado”. Lo cual que, si un puñado de gente se organiza y la lía parda, automáticamente adopta el estatus de Pueblo. Y si es tomando la calle, quemando contenedores, destrozando mobiliario urbano e interrumpiendo el tráfico, mejor, porque si las instituciones no responden a las demandas del pueblo, éste debe tomar el poder y hacer una revolución popular. Al fin y al cabo, ése es el lenguaje que entiende el poder, el de la fuerza, y ya sabemos que las instituciones, por muy democráticas que parezcan, representan a las clases dominantes, no a las clases populares, ¿no?

También se suele pensar que el pueblo actúa por parámetros políticos impredecibles, pero algunos autores creen que estos conceptos políticos modernos serían conceptos teológicos secularizados, una traslación a la sociedad moderna de ideas religiosas. Así, la libertad humana sería el libre albedrió que Dios nos da; la mano invisible del mercado sería la secularización de la providencia; el progreso sería la secularización del camino del hombre hasta la parusía y juicio final; y la Igualdad de los hombres sería la secularización de la igualdad de los hombres ante Dios. Si trasladamos la idea del pecado original (la humanidad es culpable por el hecho de ser descendiente de Adán y Eva y debe arrepentirse), Europa y Occidente serían culpables y deben arrepentirse del pecado original de ser capitalistas, colonizadores y supremacistas. O sea, hombres blancos, europeos, occidentales, heteropatriarcales y cristianos. Y los no culpables e inocentes serían las mujeres y personas de otras razas, religiones y culturas. En el caso de España, los culpables serían la derecha facha y los inocentes la izquierda, que decide quien es culpable y debe arrepentirse y quien no. Los culpables serían los constitucionalistas (españolazos) y los inocentes, los nacionalistas. Por eso algunos foreros de izquierda y nacionalistas dicen a los liberales y constitucionalistas en tono mesiánico y salvífico, que deben arrepentirse de ese pecado original de ser derechones o constitucionalistas y qué deben hacer para lavar su pecado original de ser "facha o españolazo". En realidad, hagan lo que hagan, nunca podrán limpiar su pecado original ideológico. Por tanto, el pueblo español estaría formado por culpables de pecado original (conservadores, liberales y constitucionalistas) e inocentes (izquierda, progresistas y nacionalistas).

Byung-Chul Han dice que el poder ya no necesita ser duro con el pueblo ni ejercer fuerza sobre él, porque le seduce y ejerce control sobre él mediante persuasión. Es la “Macdonalización”, con lo que ese pueblo dominado no es consciente de serlo y acaba domesticado mediante mecanismos de “educación del espíritu” (Psicopolítica). Así, el pueblo se somete por sí mismo al sistema de poder y dominación, porque ese poder es seductor e inteligente. Sería el "poder líquido" (Zygmunt Bauman) y el "poder de la sociedad del espectáculo" (Guy Debord), porque el poder en sí mismo es puro espectáculo y representación. Quizás ese espectáculo y representación estén presentes en la actual religión u opio del consumismo, internet, pantallas, móviles y realidad virtual.

Entonces, ¿qué es y quienes forman el pueblo? Pues ni pajolera idea. Creo que más que pueblo, lo que hay son personas diferentes, cada una de su padre y de su madre. Y esta idea de considerar al pueblo no como un todo homogéneo, sino como un conjunto complejo y diverso sería revolucionaria. Yo, como buen “saltamontes socio-liberal” (o sucio-liberal) con poco espíritu gregario, creo que “solo soy una persona”, como cantaba el grupo Mecano. Porque solo somos personas, lo cual es una vulgaridad, además de obvio. Como también era obvia la canción de Vino Tinto, “habla pueblo, habla”. Ya el nombre del grupo indica que estaban bebidos, porque dicen que “no dejes que nadie decida por ti”. Al final, quiero creer que “la gente tiene el poder”, como decía Patti Smith. O que somos, simplemente, ciudadanos, y por tanto sujetos con derechos políticos y sometidos a leyes. Pero ésa es otra historia, porque, ¿qué es mejor? ¿ser pueblo, gente o ciudadanos?

Un Tipo Razonable

martes, 18 de octubre de 2022

LA LOCA HISTORIA DEL BLOG CORAL

HOY PRESENTAMOS: UNA NUEVA ESPERANZA

Lanzamos aujourd'hui a un éter dominado por las ondas hertzianas, la primera entrega de una serie que, bajo el título de ‘La loca historia del Blog Coral’, alimenta la sana esperanza de analizar, con audacia y desesperación, los pros y los contras de un blog que ha hecho historia en el ciberespacio y que será recordado por extraños, pero también por propios.

Antes de nada desvelemos el secreto que encierra su URL: ‘arturoycompania.blogspot.com’. ¿Quién es ese misterioso ‘arturo’ que figura en la dirección de acceso? ¿Arturo Gordon Pym? ¿El rey Arturo? ¿Arturo Ripstein? No, en realidad corresponde a la persona de Arturo González, un gacetillero español nacido en el siglo XIX que ejerció su magisterio a lo largo y ancho de los siglos XX y XXI. Su apariencia física era descacharrante y se caracterizaba por su rostro enjuto y malcarado y su larga y nívea melena que le daba un aire al personaje del ‘Doc’ de ‘Regreso al futuro’. Es evidente que su inclusión en la URL es un sentido homenaje al que fue capitoste del blog alojado en el diario Público ‘Puntadas sin hilo’, y del que el Coral puede considerarse una excrecencia.

Es imposible entender la génesis del blog Coral sin retroceder en el tiempo hasta ‘Puntadas’ y examinar las razones que impelieron a un grupo de aguerridos aventureros a abandonar un barco zozobrante para introducirse a trompicones en una frágil chalupa con el loable fin de iniciar una nueva travesía en medio de un mar proceloso y traicionero.

Pericles, al evocar la grandeza de Atenas, apelaba al juicio de la posteridad. Yo, como historiador amateur que soy, no ignoro que estoy asumiendo una portentosa y hercúlea empresa al osar alumbrar una filosofía de la historia del blog, heredera sin duda de la primera filosofía de la historia en el pensamiento hegeliano. Como no puede ser de otra manera, mi relato se nutrirá necesariamente de las opiniones, recuerdos, anécdotas y chascarrillos de los otros actores que han intervenido en el blog Coral.

Sin embargo, mi criterio historiográfico no va a basarse únicamente en bibliografía diversa ni en testimonios personales ni en habladurías sediciosas; también beberá en la fuente de la Verdad. ¿En qué verdad? En la que describió el filósofo ocasional y amante del amor Sorendo Kierkegaard y que, a diferencia de la que se conoce como verdad objetiva, es una predisposición a creer en algo de forma personal. Es, me atrevo a inferir, la única verdad verdadera, la que no deja lugar a la duda ni a la incertidumbre.

Porque verdades hay muchas, pero la mayoría son mentiras. Pongamos un caso sangrante, casi obsceno por lo ignominioso. Todo el mundo da por hecho que el Hombre ha conquistado la Luna. Se nos ha contado que en el año 1969, unos perdularios astronautas norteamericanos en número de tres (los comunísticos, para significarse, siempre han llamado a los viajeros del espacio cosmonautas), alunizaron gracias al auxilio de un avanzado ingenio autopropulsado que había surcado el espacio desde la Tierra. Esta teoría se ha hecho fuerte con el paso de los años y cada vez son más las personas -incluso las que han terminado el bachillerato con notas tirando a buenas- que creen que el Hombre llegó realmente a pisar el suelo lunar.

Nada más lejos de la realidad. Pensemos con la cabeza. La Luna se encuentra a unos 400 000 kilómetros de la Tierra, una colosal distancia que la mente humana no es capaz ni de imaginar. Es como si colocáramos treinta Tierras en fila hasta la Luna. Increíble, ¿verdad? Si ya viajar en el trayecto del AVE Barcelona-Madrid, (por poner un ejemplo que entiendan hasta los podemitas), se nos antoja una aventura casi juliovernesca, qué decir de una distancia seiscientas veinte veces mayor. Porque tamaño desplazamiento implicaría una duración temporal de semanas o meses, y eso sin contar con otra penalidad: el billete costaría una auténtica barbaridad, incluso aplicando el descuento de ida y vuelta.

Pero hay otro elemento más determinante que la distancia: los cinturones de Van Allen. Estos cinturones de forma toroidal son como una especie de imanes extrapotentes cargados de antiprotones y rodeados por los así llamados vulgarmente ‘solenoides funiculares’ (porque suben y bajan por las distintas capas de la magnetosfera, que es donde residen habitualmente). Los cinturones son dos, situados a diferente altura, pero ambos muy perjudiciales y dañinos para los aparatos electrónicos y los seres humanos, ya que emiten una espeluznante radiación de varios miles de rem que si te acercas, aunque sea solo un poco, te deja frito al instante.

Es humanamente imposible que nada atraviese esos cinturones a menos que anhele su inmediata destrucción. En los inicios de la carrera espacial, tanto norteamericanos como soviéticos lanzaron al espacio perros (como la famosa y tan llorada Laika), monos y hasta cabras y burros para observar los efectos de los cinturones citados en seres vivos, y ninguna de estas pobres bestias regresó con vida a la Tierra (de hecho, ni siquiera regresaron muertas).

Visto lo visto, ¿cuál es la realidad de los viajes a la Luna? Pues una muy sencilla: todo es una gran mentira. El presidente Kennedy prometió a principios de los años sesenta que su país conquistaría la Luna antes de que acabase la década, pero lo hizo únicamente por razones electorales y para hacerse el interesante ante Marilyn Monroe, con quien se dice que tuvo un affaire (algo imposible de creer porque Kennedy estaba casado). Sin embargo, una vez muerto el perro en 1963, la imparable carrera armamentística entre el comunismo y la democracia convenció a los gerifaltes americanos de la necesidad de dar un golpe de efecto ante los soviets. Sabían que ir a la Luna era imposible, pero por suerte para ellos un año antes, en 1968, se estrenó una espectacular película de marcianos, ‘2001: Una Odisea del espacio’, con un argumento absurdo y aburrido que nadie entendió, pero que sirvió a los estrategas del Pentágono para proponer en secreto a su director, Kubrick, la idea tan genial y maquiavélica que se les había ocurrido: escenificar en un estudio jolivudiense el prometido viaje a la Luna. El megalómano Kubrick enseguida comenzó a babear ante tan fenomenal proyecto, y más cuando le dijeron que podía utilizar el objetivo que la NASA había encargado años antes a la empresa alemana Carl Zeiss, el famoso 50mm f/0,7, diseñado para realizar tomas en el lado oscuro de la Luna y que aún a día de hoy sigue siendo el más luminoso que se ha fabricado nunca. Ese mismo objetivo lo utilizó más tarde Kubrick para rodar en otro bodrio de su factura, ‘Barry Lyndon’, las escenas a la luz de las velas sin necesidad de ningún otro medio de iluminación.

Kubrick era inteligente y muy taimado, qué duda cabe, y por eso introdujo en la película lunar el principio de incertidumbre; esto es, el rodaje seguía un estudiado guion para dar una sensación de verosimilitud, pero a la vez dejaba caer ciertas incoherencias espacio-temporales para desperfeccionarla. Él no ignoraba que nadie creería lo imposible, pero si a lo imposible le sumaba lo improbable, el camino hacia el éxito mediático estaba asegurado. Por eso la presencia de la bandera que da la impresión de que se está moviendo, las sombras inverosímiles de los astronautas, la ausencia de estrellas en el cielo… Estos ‘fallos’ no eran en realidad tales sino una sutil estrategia para desconcertar a los escépticos y sembrar la duda en los crédulos. Y la estrategia le dio muy buen resultado: hoy en día, gran parte de la población mundial cree que el Hombre ha ido a la Luna, y solo unos pocos pensamos que todo ha sido un burdo montaje, una añagaza de oscuras intenciones.

Y es que para analizar en profundidad el mundo que nos rodea y las cosas todas, nada mejor que convertirse en un escéptico, que es lo que soy yo. Voy a poner un ejemplo de lo que significa ‘pensar en escéptico’. Se trata de una historia muy conocida entre los que nos movemos en los círculos escépticos y dice lo siguiente:

Cuatro hombres visitan Australia por vez primera. Mientras viajan en tren, observan el perfil de una oveja negra que está paciendo. El primer hombre afirma que las ovejas australianas son negras. El segundo asegura que todo lo que puede deducirse es que ciertas ovejas australianas son negras. El tercero objeta que la única conclusión posible es que, en Australia, al menos una oveja es negra. El cuarto hombre, un escéptico, concluye: existe en Australia al menos una oveja, uno de cuyos lados, por lo menos, es negro.

Este bisturí escéptico me ha permitido desmontar la gran mentira de los viajes a la Luna, pero también otra no menos inquietante, la que afirma que la Tierra es plana. Por aquí sí que no paso. Es verdad que la mayoría de la población creía en fechas recientes (siglo XIX y bien entrado el XX) que la Tierra era plana, al carecer la Humanidad de los medios técnicos y científicos para probar que no era así. Pero esto cambió a mitad del siglo XX, con el lanzamiento de los sputniks en órbita baja (para evitar los cinturones de Van Allen). Es a partir de este momento cuando se ha podido demostrar sin ningún género de dudas que la Tierra es redonda por la valiosa información suministrada por tomas fotográficas y precisas mediciones gracias al concurso de los rayos infrarrojos y ultravioletas. Pero a un escéptico siempre le queda una sombra de duda: cierto, la Tierra es redonda, pero quizá no tan redonda como nos quieren hacer creer.

Y volviendo al tema que nos desocupa, en esta primera entrega simplemente me voy a entretener en analizar las causas del nacimiento del engendro Coral, y para ello es imprescindible hablar de ‘Puntadas sin hilo’. Mi intención futura es, no obstante, meter la navaja con saña y hasta bien dentro al describir nicks y situaciones, y no seguir la complaciente línea descriptiva jipi flowerpower de alguien que se ha dedicado en fechas recientes a trazar una amable y cursi comparanza, exenta de toda crítica, de comentaristas del blog, a quienes ha equiparado con seres del mundo animal (‘esa es una serpiente, ese una cebra y aquel, el más guapo y estiloso, un oso panda…’).

Al principio -según me enteré con el tiempo-, apenas entraba nadie en ‘Puntadas sin hilo’, pero pronto se formó un desnutrido grupo de parroquianos de todas las tendencias políticas. El primer comentarista del blog, según lo reveló él mismo en una ocasión, fue el que utilizaba el nick de Arlekín, quien se hizo muy popular y querido por casi todos.

El Arturo, además de su melena, tenía muy mala leche y no era inusual que reprendiera a algún participante, que borrara comentarios que él consideraba inapropiados u ofensivos o que en más de una ocasión invitara a un participante a que abandonara el blog. Según confesaba, su corazón pertenecía a Izquierda Unida, pero no era difícil imaginar que su estómago era pesoísta, y pesoístas eran los comentaristas que más apreciaba sin el menor disimulo. También era un gran defensor del Rey Juan Carlos I, y no toleraba de ninguna manera insultos ni menosprecios a su regia figura. Y aunque después de que se conocieran los escándalos protagonizados por Su Majestad, se mostró un poco más flexible con los criticadores, siguió defendiendo la institución monárquica a capa y espada.

Bien, en ese blog compartían espacio anarquistas, comunistas, socialdemócratas, pesoístas, socialistas, conservadores, liberales… Todo el espectro político estaba dibujado, a veces con suaves pinceladas y otras a brochazos. Las fuerzas de, digamos, izquierda, se encontraban relativamente unidas, ya que tenían enfrente a dos claros enemigos: el PSOE y el PP, a quienes consideraban iguales. Pesoístas y conservadores no se prodigaban mucho: era un blog de presencia mayoritaria comunista y anarquista. La convivencia era más o menos tranquila, salvo unos cientos de casos aislados.

Hasta que un día todo cambió. Una nueva formación política, que había irrumpido en escena tiempo atrás, se convirtió de repente en la Gran Esperanza de la Izquierda Verdadera. Se llamaba Podemos, su intención era dar la vuelta a la tortilla y la gracia de su Amado Líder, Pablo Iglesias.

Este huracán no pasó desapercibido en ‘Puntadas’. El mapa político del blog sufrió una transformación colosal, y la mayoría de los izquierdistas de pro -anarquistas y comunistas- abrazaron la nueva fe con ahínco (incluso con avaricia, me atrevería a afirmar). La izquierda verdadera tenía ahora su razón de ser en su apoyo a Podemos, y ese fue el sendero elegido para la gloria. Comunistas, anarquistas y algunos pesoístas muy pronto se hicieron podemitas. Hubo casos clamorosos, como el de un comentarista muy respetado, croniamental, un anarcocomunista que estaba plenamente convencido del triunfo de Podemos por mayoría absoluta en las elecciones, mostrando una confianza fanática. También el primer comentarista del blog, Arlekín, un anarquista radical, defendía a la nueva formación con fruición y pasmo. Hasta un totalitario estalinista, Constantín, se subió al carro podemita. Se hablaba de un ‘nuevo paradigma’, de acabar con el ‘régimen del 78’, de mandar al estercolero al PSOE, formación que inevitablemente iba a acabar pasokizada ante el vigoroso avance de los nuevos cruzados revolucionarios.

La presión en el blog podemizado llegó a ser tan intensa y avasalladora que pronto la crispación comenzó a deglutirse en el ambiente. El podemismo lanzaba un ultimátum a los izquierdistas de todo pelaje que aún no se habían convertido: o estás conmigo o contra mí. No abrazar la nueva fe significaba ser un traidor a la izquierda, dejar pasar una oportunidad histórica, quizá la última, de tumbar el sistema y acabar de una vez por todas con el franquismo latente y sintiente.

Solo unos pocos nos atrevimos a dejar bien claro que esa aventura asaltadora de los cielos podemita no era más que un bluf, un engañabobos, un PSOE 2.0. Recuerdo que Iglesias lanzaba duras críticas a Apple acusando al emporio de no pagar impuestos en la España, al tiempo que él disfrutaba de un iPhone último modelo. Yo me preguntaba entonces: si tanto presume de patriota, ¿por qué no utiliza un móvil BQ? BQ era una marca de capital español que al principio compraba y etiquetaba teléfonos chinos pero que también llegó a diseñar algunos modelos propios (luego fabricados en China, evidentemente). Ya intuí en aquel momento que su forma de actuar no era una buena señal, porque me fío más, como es lógico y natural, del comportamiento en la vida cotidiana que de los grandes discursos y proclamas.

Los podemitas acabaron convirtiéndose en un grupo de presión, un auténtico lobby que intentaba por todos los medios marcar las pautas del blog para que dirigiera su paso triunfal hacia un utópico mundo nuevo. Los que no comulgábamos con sus preceptos nos veíamos señalados por el dedo acusador de la Verdad Revolucionaria. El espacio virtual se podemizó de tal manera que hasta el Arturo González (a quienes algunos llamaban ‘Maestro’ sin jocosidad alguna) llego a pedir que los más recalcitrantes podemitas abandonaran el blog y lo dejaran tranquilo.

Como suele suceder en estos casos, un día los acontecimientos se precipitaron. El señor González, quien en un principio mostró una tímida simpatía hacia Podemos, se dio cuenta de que la tarta tenía un tamaño determinado, y lo que Podemos se zampaba necesariamente se lo quitaba al PSOE. Cuando más subía Podemos en las encuestas, más nervioso se ponía el pesoísta enmascarado. Hasta que ese malestar quedó reflejado de un modo diáfano en una de sus entradas; entonces, desde la Dirección del periódico, le dieron un toque. Se quejó, dijo que se iba y bla, bla, bla, pero al final llegó a un acuerdo para poder justificar su permanencia. Pero poco después, y ya creyéndose invulnerable, escribió otra entrada despotricando sin piedad contra Iglesias. Sería la última: un becario cualquiera modificó sin su consentimiento el título de su artículo por otro menos ofensivo para el Amado Líder podemita, y entonces el Arturo, al no encontrar apoyo en la Superioridad Pública, reventó como solo sabe reventar una bombona de butano: a lo bestia.

Consideró el hecho de que le modificaran el título de su escrito como una afrenta personal, un insulto, un menosprecio, una charanga. Esta vez, sí, abandonó por la puerta de atrás la casa donde había vivido en alegre compañía y que, por un error de interpretación, pensó que era suya. Un periodista de tercera categoría clamó al Cielo y el Cielo no le oyó. Se despidió con la tristeza de un letraherido ultrajado, pero también con rabia contenida y la sensación del deber incumplido.

El blog continuó a la deriva un tiempo: se alcanzaron miles de comentarios, quizá millones, pero cada vez entraba menos gente a escupir su opinión: el capitán había abandonado el barco, que se estaba hundiendo, y los músicos empezaban a desafinar, sabedores de que ya nadie apreciaba la calidad de su interpretación y era del todo inútil esforzarse.

Entonces emergió de improviso el Héroe, un anarquista -eso decía él- podemizado que siempre iba de buen rollo. Se llamaba okupado y se dedicaba, entre otros menesteres, al mundo de la informática: chips, procesadores, sistemas operativos, placas base, romulanos, buses IDE y SATA…, aunque su sueño de dicha era convertirse en pastor de ovejas. Intuyendo el inminente hundimiento del barco, ofreció desinteresadamente sus amplios conocimientos para crear un nuevo blog donde pudieran acomodarse los náufragos. La idea fue acogida por todos con entusiasmo y regocijo, seguramente porque la desesperación ayuda mucho a valorar cualquier propuesta, por descabellada que parezca.

Poco después, okupado -a quien a partir de entonces sus fieles comenzaron a llamar ‘el dios okupado’ y que no tardaría en convertirse en el gurú de la secta podemita-, inauguró el blog: eso fue un 10 de marzo de 2016, festividad de algún santo.

El recién creado blog inició entonces un largo y tortuoso camino por los andurriales del ciberespacio hasta llegar finalmente a un destino que, por esos azares de la vida, coincide con el de ‘The Crimson Permanent Assurance’, la aseguradora que también decidió emprender su propio camino en solitario, tal y como lo cuenta el cortometraje que abre la película de los Monty Python ‘El sentido de la vida’.

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miércoles, 12 de octubre de 2022

HASTA EL ÚLTIMO EUROPEO

¿Cuándo empieza y cuándo termina una guerra? Oficialmente, la Primera Guerra Mundial empezó con el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa. Miles y miles de páginas se han escrito describiendo como, a partir de allí, una serie de escaladas militares fueron sucediéndose hasta llegar a una guerra que supuestamente nadie quería. En resumen, se tiende a la teoría no del loco solitario, puesto que se sabe que el magnicida Prinzip formaba parte de una conspiración, pero sí a la teoría de un azar que desencadena las grandes tragedias. Un poco al estilo de la Moira en las tragedias griegas.

Una mirada sólo un poco más profunda revela justamente todo lo contrario. Todas las grandes potencias europeas llevaban al menos más de una década preparándose para una guerra a la que sólo le faltaba la fecha de declaración. Incluso el mismo discurso apocalíptico del Kaiser Wilhelm II desde el balcón del palacio imperial enumeraba toda una serie de agravios acumulados durante muchísimo tiempo que recuerdan de una manera fascinante a los mencionados por Putin en sus últimos discursos. Con la diferencia de que la Alemania guillermina no tenía en su debe una derrota relativamente reciente como la de la URSS en Afganistán sino toda una serie de victorias militares que habían culminado con la victoria en la guerra franco-prusiana de 1870-71. Otra diferencia sería que mientras que Alemania anhelaba un imperio colonial como el que disfrutaban potencias como Gran Bretaña o Francia, Rusia se encontraría en la actualidad defendiendo un territorio que considera suyo.

En el caso de la actual guerra de Ucrania, también existen disputas en cuanto a la fecha de su inicio. Mientras que Rusia afirma que la guerra empezó en 2014, con el golpe de estado de Maidan y los subsiguientes bombardeos y agresiones constantes contra el Donbass por parte del gobierno central ucraniano, Occidente siempre ha minimizado o ignorado las acciones de Kiev contra su propia minoría rusófona, a pesar de una cifra de bajas reconocida por los organismos internacionales que se eleva hasta los 14.000 muertos.

Nunca, ni siquiera con motivo de la infame guerra de Irak del año 2003, la propaganda occidental había sido tan monocorde, y tan tendenciosa en su manera de informar sobre los acontecimientos y de deshumanizar al enemigo. Los boicots no sólo al petróleo y al gas ruso sino a todo lo referente a Rusia han proliferado de una manera obsesiva, extendiéndose a prohibir incluso un seminario sobre Dostoievski en una universidad italiana, o a exigir a un director de orquesta en Berlín que hiciera una declaración en contra del gobierno de Putin si quería seguir en el cargo. Mientras que por el otro lado se han silenciado todas las atrocidades llevadas a cabo por el régimen neonazi de Kiev, que puso en práctica unos auténticos decretos de discriminación racial en julio del 2021 por los cuales los ucranianos de origen eslavo pasaban a ser ciudadanos de segunda en contraste con los de origen escandinavo o tártaro. Además de ilegalizar a más de una docena de partidos políticos bajo el pretexto de ser “prorrusos”. Curiosamente, todos de izquierda, incluyendo al que sería el equivalente ucraniano del PSOE. Por no hablar de la quema en la hoguera por parte de las autoridades ucranianas de millones de libros escritos en lengua rusa.

La respuesta de los líderes europeos a todo esto ha sido de un seguidismo absoluto a todos los requerimientos del Imperio Anglosajón. Poco importa que los primeros pronósticos de los gurús occidentales hayan resultado fallidos y que las consecuencias del bloqueo económico a Rusia estén siendo de momento más perjudiciales para los países de la UE que para la propia Rusia. Los dirigentes de Bruselas han decidido enrolar a todos los europeos en una guerra cuyo objetivo último es desestabilizar al actual gobierno ruso y abortar la aparición de un nuevo orden multipolar en el mundo que dé al traste con lo que ha sido el eurocentrismo y anglocentrismo en vigor desde la conquista de América hasta nuestros días. Se trata de romper a toda costa un eje euroasiático que incluiría a la misma China. Para ello, se exige a los europeos de a pie que se resignen a ducharse con agua fría o no se duchen en absoluto, y se les impone a megacentros industriales como Alemania un alza en los precios del combustible que hace inviable la persistencia de colosos como, por ejemplo, la sucursal de Arcelor Mittal en Alemania y otras muchas industrias que quizá acaben recalando en los mismos Estados Unidos por disponer allí de unos precios más baratos de la energía. Pero los líderes de la UE siguen impertérritos ante todas estas contrariedades. Tampoco les importa el hecho de que economistas tan reputados –y a la vez tan excomulgados por el sistema- como Michael Hudson digan que el auténtico objetivo de toda la operación de la OTAN sea la misma Alemania antes que Rusia.

Políticos como Biden, Borrell o la inefable Annalena Baerbock han dejado claro que no sólo están dispuestos a proseguir la guerra hasta el último ucraniano, sino que no van a escatimarles ningún sacrificio a los ciudadanos europeos con tal de conseguir la ansiada victoria final. Todo está justificado con tal de arrancarle la piel al oso ruso, y la Baerbock llegó a reivindicar la memoria de su abuelo, destacado militar del ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial porque “también él luchó a su manera por construir una Europa unida”. Como ocurría con los mariscales de la Primera Guerra Mundial, estos líderes políticos muestran muy poca empatía hacia su tropa, y ya advirtió Baerbock que no le importa lo que los votantes puedan pensar de las políticas del binomio EU-OTAN. 

    

Europa parece totalmente resignada no sólo a aceptar el liderazgo a perpetuidad de los Estados Unidos, sino en rivalizar en vasallaje hacia el imperio de la Casa Blanca con países como Taiwán, Costa Rica o la desafortunada nación haitiana, quizá, junto con Yemen, el país más desafortunado del mundo bajo el actual orden internacional. Sin duda, las antiguas potencias coloniales europeas pretenden conservar de alguna manera sus dominios, especialmente Francia en África o Gran Bretaña los múltiples intereses, territorios, bases militares y paraísos fiscales que aún atesora en todo el mundo, pero el papel del Viejo Continente parece definitivamente sellado. La única esperanza para el mismo consiste ahora en una victoria a no muy largo plazo de la OTAN en la guerra ucraniana y en llevarse las migajas del botín que el amigo americano tenga a bien otorgarle.

V E L E T R I

viernes, 7 de octubre de 2022

LA FAMILIA, BIEN, GRACIAS

Una de mis aficiones favoritas (de las legales) es la fotografía. El retrato y el paisaje nunca han despertado demasiado mi interés, me congratula más obtener imágenes de edificios abandonados o en ruinas: fábricas, estaciones de ferrocarril, manicomios… Antes de nada he de confesar que soy un firme defensor de la fotografía digital, incluso me atrevería a afirmar que el futuro de este noble arte será digital, quedando el acetato y los químicos relegados al mundo del espectáculo.

Mi compañera inseparable es una sencilla pero eficaz cámara, una Fuji X100, dotada de un sensor APS-C y óptica fija de 23 mm, que equivale al campo visual de 35 mm en formato completo. Esta cámara se convirtió de forma inopinada en el ‘Macguffin’ que me arrastró, sin yo ser consciente de ello, a un mundo que hasta ese momento había apartado de mi vida, del mismo modo que uno se aparta de la peste o de los podemitas.

Una tarde de verano de hace dos años, mientras me encontraba engolfado inmortalizando un edificio modernista que en tiempos lejanos había albergado una fábrica de picaportes, noté una cercana presencia detrás de mí, una presencia achaparrada, a juzgar por la sombra que proyectaba. La ignoré y continué con lo mío, pero un segundo más tarde esa presencia puso en marcha su aparato locomotor y, para mi sorpresa, se encaró conmigo. De sopetón, y si antes presentarse formalmente, osó interrogarme acerca de la tarea que me ocupaba.

Los antiguos griegos consideraban a los niños como hombres menguados, imperfectos, casi desechables; idea que yo, como es natural, comparto en su totalidad. Y eso era precisamente lo que me estaba incordiando con su molesto desparpajo, un niño de entre siete y quince años (mi habilidad para calcular la edad de niños y perros es muy deficiente). Mas cuando ya me disponía a propinarle un bofetón a aquella puericia ambulante para quitármela de encima, escuché una voz desde la distancia (desde la distancia de unos diez metros) que se dirigía al imberbe: ‘Vuelve aquí y no molestes al caballero.

El caballero era yo, naturalmente, y la melodiosa voz procedía de una muchacha de unos 29 años que se hallaba platicando con otra, de unos 32, ambas apalancadas en el quicio de la puerta de una finca vecinal. El niño ignoró por completo la orden de su progenitora y continúo dándome la brasa con su indagación acerca del ingenio fotográfico que yo sostenía en mis manos. Es extraño, pero me dio la impresión de que su curiosidad era sincera, casi innata, y eso me animó a tomar una decisión impropia de mi persona.

Ni corto ni perezoso, comencé a instruirle en los principios de la fotografía, primero trazando un breve recorrido histórico desde Niépce hasta nuestros días, luego revelándole los secretos del cuarto oscuro, para terminar narrándole con todo lujo de detalles mi última visita a la ‘Photokina’ de Colonia. El muchachuelo parecía una esponja, todo lo absorbía, todo lo asimilaba, y aunque se mostraba muy descomedido en el hablar, su proceder no me resultaba del todo repugnante. Me cuesta reconocerlo, pero en un inusual gesto de humanidad en mí, deposité el valioso objeto electromecánico en sus manos para que lo usara atendiendo a su libre albedrío. Me divirtió mucho el comportamiento tan desopilante del infante, y es que, aunque le acababa de enseñar la regla de los tercios y él la había entendido perfectamente, su espíritu rebelde e inconformista lo empujaba trajinosamente a incumplirla una y otra vez. 

Al cabo de un rato las dos mujeres se despidieron; una se adentró en la casa y la otra, la de la voz melodiosa, se acercó a nosotros. El niñato, que aún estaba a los mandos de la cámara, no tardó ni un segundo en contarle a su madre -porque era su madre- todo lo que había aprendido: cómo ajustar el balance de blancos, las velocidades, los valores ISO… Los dos nos lanzamos a reír jocosamente al observar con qué vehemencia y entusiasmo explicaba todo; reímos a carcajada limpia, sin poder contenernos, pero era una risa sana, no como la de los psicópatas y los payasos, que dan miedo y causan aflicción.

Comenzamos a caminar y yo, por cortesía, decidí acompañar al menos unos hectómetros a madre e hijo en su desplazamiento viario. El fotógrafo en ciernes no soltaba la cámara y hasta llegué a temer que sufriera una contracción en el dedo índice de tanto darle al disparador. A todo esto, la chica era todavía más alegre y dicharachera que el fruto de su vientre, no paraba de hablar y de sonreír, una sonrisa en verdad cautivadora. Era de estatura tirando a enana (sobre un metro sesenta), extremadamente delgada, cabello negro y media melena. Enseguida me di cuenta de que, por desgracia, no reunía las tres cualidades que yo exijo en una mujer: morena, bien vestida y loca. Ella solo contaba con dos, pero se me antojaron suficientes; sin embargo, no por eso dejé de lamentar su pésimo gusto en el atavío: camiseta blanca sin mangas, zapatillas deportivas y cubrepiernas de esos que usa la juventud de ahora, los así llamados jeans o pantalones barqueros. Lo llevaba tan absurdamente ajustado que dudo que entre la piel y la tela quedara una millonésima de metro de separación.

Al final seguimos juntos todo el camino y no tardamos ni quince minutos (en realidad, catorce), en llegar a la vivienda de cuatro alturas de color ocre y ventanas cuadradas donde moraban. Tras arrebatarle la cámara al niñato -de nueve años, según me enteré después- me disponía ya a despedirme y regresar a mis ocupaciones cotidianas cuando la chica me dijo que me invitaba a un café. En otras circunstancias, sobre todo cuando ya ha caído la tarde, todos sabemos lo que significa que te inviten, o invitar tú, a un café, pero en este caso intuí que era una mera cuestión de agradecimiento por haber entretenido al imperfecto mientras ella parloteaba con la otra.

Entramos en la mansión y comenzamos a subir por las escaleras (el edificio era de esos deascensorizados) hasta alcanzar el cuarto piso, puerta B. Cuando un hombre y una mujer ascienden por una escalera, es la mujer quien debe ir delante por si tropieza y corre el riesgo de caer; y al revés, cuando descienden, el hombre ha de ir en primer lugar por si la mujer sufre algún percance y es menester prestarle pronto auxilio. Estas normas de cortesía no suelen aplicarse en la desvalorizada sociedad actual, pero los que nos movemos en ciertos ambientes donde la elegancia, el estilo y el donaire marcan la pauta, las tenemos muy en cuenta. Durante la subida no pude evitar fijar la mirada en el culo de la señorita, y como la prenda superajustada carecía de bolsillos, sus curvas se mostraban sin veladura alguna. No tardé en evidenciar una violenta erección que a duras penas logré disimular recolocándome el miembro hasta situarlo en una posición más discreta y decorosa.

La vivienda contaba con unos cuarenta y ocho metros cuadrados de superficie habitable distribuidos en tres habitaciones, un baño y una cocina, En la primera habitación se ubicaba el dormitorio principal, en la del medio el saloncito con un ingenioso sofá que, mediante una sencilla manipulación mecánica, podía transformarse como por arte de magia en un camastro; en la tercera, otro dormitorio, ocupado por la abuela de la chica. De la madre de la chica nadie comentó nada, y tampoco de su marido o chorbo. La abuela -bisabuela del niño- debía de contar sesenta y muchos años, también era menuda y delgada y lucía un llamativo vestido floreado de vivos colores. Parquísima en palabras (al principio pensé que era muda o que estaba enfadada con el mundo), ejercía de cocinera freelance en un restaurante étnico. La chica trabajaba por la mañana en un comercio llamado DIA, dedicado a la expendeduría de subsistencias, y por las tardes empleaba el tiempo en preparar unos temarios cuyo atento estudio era imprescindible para optar a un trabajo mal remunerado en el ayuntamiento. 

Sería demasiado prolijo explicar los motivos, pero esa noche me quedé a dormir en aquel lugar. Para evitar dejarme tirado en el suelo como a un perro, la chica me convenció de que compartiera lecho con ella (dormir con la vieja habría sido raro; con el niño, más raro todavía). Era tanta la confianza que alcanzamos en tan corto espacio de tiempo que no dudé ni un momento en rogarle que me concediera la gracia de penetrarla analmente. Por lo general no suelo solicitarlo en una primera cita, y no todas las mujeres acceden si no es su costumbre habitual, pero en este caso la propuesta fue recibida con alborozado entusiasmo. 

No solo ese día, la semana siguiente también me quedé a dormir, y al principio de la segunda semana ya me había instalado en un hogar que empezaba a considerar como mío, pese a que solo acudía a partir de las cuatro o cinco de la tarde: el resto del tiempo hacía mi vida normal, si es que a eso se le puede llamar normal. Salía con el niño a hacer fotos y a mostrarle espacios y rincones de la ciudad que él desconocía, jugábamos al parchís con sus amiguitos y recorríamos las calles llamando a los porteros automáticos e insultando a quienes respondían. También le enseñé a burlar las medidas de seguridad antirrobo de grandes almacenes y a vestir como un hombre: camisa de algodón impecablemente planchada, pantalón largo gris de lana y zapatos de piel negros. Nada de camisetas, bermudas ni sandalias como los jipis y los chulos de playa.

Lo que más aprecio en una mujer es la belleza física y el ardor sexual; la inteligencia, la bondad, la sensibilidad, y todos los valores que se puedan imaginar, no significan nada para mí si no vienen precedidos de los que he citado. Y en este caso di con un trébol cuatro hojas. A veces me controlaba porque el niño dormía en la habitación contigua a la nuestra, pero ya se había acostumbrado a que su madre llevara hombres a casa, y cuando observaba que aminorábamos el ritmo por un cierto sentido mío del pudor, no dudaba en jalearnos con gritos y palmadas para animarnos y que recuperásemos el frenético nivel de antes. 

Un mes y cinco días duró esta especie de ‘love story’. Yo me encontraba muy a gusto, la verdad, pero notaba algo dentro de mí que me impedía respirar con normalidad. Me estaba asfixiando lentamente e ignoraba el porqué. Una noche de plenilunio, mientras permanecía atontado frente al televisor, apareció en pantalla un representante del Gobierno de la España que farfullaba lastimeramente acerca de no sé qué impuestos, pero no se dirigía a los súbditos como hubiera sido lo lógico y natural sino a una entidad superior, la familia. ¡La familia! Entonces lo comprendí todo. Indolente de mí, hasta ese momento no me había dado cuenta de la verdadera situación que me atravesaba. Escruté todo lo que me rodeaba: junto a mí, compartiendo sofá, estaba ‘mi mujer’, ‘mi hijo’ jugaba con una tableta digital en un rincón del ángulo oscuro, ‘mi pseudosuegra’, repanchingada en un sillón, dormitaba, y yo me había convertido en lo más parecido a un ‘marido’ y un ‘padre’. Había creado, o me habían creado sin yo darme cuenta, una familia. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: estaba aterrorizado.

Siempre he estado en contra de cualquier forma de poder, y la familia, junto con sus aberraciones relacionadas, el matrimonio y la pareja, es una de ellas. Quizá la más dañosa, porque extiende su modelo coercitivo y alienante a todas las facetas de la sociedad. Sin apenas apercibirme, había conocido por primera vez la experiencia de vivir en una familia propia. Acribillado por una ingenuidad pasmosa, creí haber ganado algo cuando en realidad lo había perdido todo: la libertad, la dignidad, la rebeldía, el sexo salvaje que acabó convirtiéndose en rutinario, una creciente dependencia… 

La familia, la institución autoritaria por excelencia, me había tendido sus redes y yo había caído torpe y estúpidamente en ellas. La familia, propiciadora del consumo, de una jerarquía, de la transmisión de valores reaccionarios de padres a hijos, había infectado mi pureza ideológica y moral. 

Todos sabemos -me refiero a la izquierda revolucionaria de la que me considero un genuino representante-, que la familia es una institución represora, auspiciada por la clase dominante y ensalzada tanto por la Iglesia como por el Estado y el Capital. ¿Acaso para buscar afectos, criar hijos, cuidar a los viejos, conjurar la soledad o freír espárragos es necesaria una familia? ¿Qué nos induce a pensar que es tan inevitable como el Estado, el automóvil o la televisión? ¿Estamos emocionalmente tan tarados como para creer que su existencia debe acompañarnos de forma natural y que fuera de ella es imposible llegar a cualquier forma de realización o irrealización  personal?

Sin pensarlo dos veces, y mientras el resto de mi ‘familia’ permanecía con los ojos clavados en la imagen que escupía el medio audiovisual, me dirigí al dormitorio, tomé las pertenencias que allí guardaba: un par de zapatos Oxford, tres camisas blancas (una con puño francés), dos trajes italianos, media docena de calzoncillos Jockey (me cambio todos los días), una cantidad indeterminada de calcetines tipo ejecutivo, un sombrero panamá (de los buenos, los que se fabrican en Ecuador) y un surtido variado de corbatas de seda. Eché todo en un saco de arpillera, avancé sigilosamente por el pasillo para evitar ser descubierto, abrí la puerta con disimulo y fingida afectación y bajé las escaleras con estudiada parsimonia.

Solo cuando por fin gané la calle sentí que era libre de nuevo.

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sábado, 1 de octubre de 2022

SOBRE LA IDENTIDAD CULTURAL

Básicamente, un ente (algo que es), cualquier ente o entidad -una cosa, un individuo, un colectivo, un pueblo, una nación- no existen por sí mismos sino en relación con otro ente o entidad.

Por ejemplo: Colón no descubrió América, descubrió el sistema-mundo europeo y este existió como tal cuando supo de la existencia de América.

Es decir, cualquier ente o entidad y su identidad (rasgos que caracterizan al sujeto o a la colectividad frente a los demás), solo pueden existir como consecuencia de su relación -a menudo polémica- con el otro. Dicho más gráficamente, un cuerpo solo puede situarse espacialmente en relación con otro, no tiene ese cuerpo una situación espacial inmanente, intrínseca, que lo sitúe individualmente en ese sentido.

No existía -por ejemplo- una identidad palestina anterior a la existencia de Israel. Por extensión, ni un solo grupo humano, una persona, etc., incluso los elementos del universo, pueden existir si no es en relación con otras cosas. Nosotros no vemos un color, vemos la diferencia entre varios colores; si solo existiera un color, no veríamos ningún color. Lo que vemos son diferencias, contrastes, siluetas solo visibles si se recortan sobre un fondo diferente. Y esto sería aplicable a cualquier grupo humano que tenga la pretensión de tener cosas en común, pero que tendría dificultades para definirlas. Por ejemplo, ¿Qué tienen en común los judíos? Nada! Lo era el ateo alemán Engels y lo es un creyente judío estadounidense; uno hablaba alemán y el otro habla inglés, hay judíos asquenazíes rubios que se asentaron en la Europa Central y Oriental y judíos negros en Etiopía. Preguntémonos qué es un gitano, es evidente que es uno que no es un payo. Y un payo ¿qué es?, pues uno que no es gitano. No hay más, eso es así.

18 d’octubre, la batalla d’Urquinaona a Barcelona

Abundando en todo eso, se puede afirmar que Israel como nación que se erigió en Estado surgió del antisemitismo. Fue el antisemitismo el que le dio identidad.

Asentada la premisa, digamos que la nación catalana, por ejemplo, la identidad cultural e histórica catalana existe, no porque esa identidad se haya formado por sí misma, sino que lo ha hecho en relación a otras identidades diferentes a ella que la rodean. Son «los otros», es la mirada de «otros» quien le devuelve el status de ente diferenciado y viceversa.

Lo mismo ocurre cuando hablamos de ideologías. Yo no me identifico, por ejemplo, como anarquista o marxista o liberal, sino que son los otros, los que me identifican como tal.

La identidad no es un fenómeno natural; las jirafas no tienen identidad pues no tienen nombre ni lo necesitan, van a su bola vacilando con su largo pescuezo por la sabana o los bosques abiertos sin esa preocupación.

La identidad es una dinámica, un fenómeno dialéctico, siempre está en movimiento y su contenido es arbitrario y es la resultante de conflictos, de intereses, etc., y la chispa que encienda el conflicto puede ser cualquier cosa, qué más da.

En cualquier realidad, la que sea, yo puedo tener una identidad, pero si tuviera que definirla o discutirla con los que supongo que la comparten y se sienten orgullosos de ella, sería un lío, pues es un tremendo cristo verbalizar lo que somos y tenemos en común con los semejantes, con los que nos sentimos más apegados.

Este es el caso de Catalunya, o de cualquier otra nación. ¿Qué tenemos en común los catalanes? Podemos hablar del apego a la tierra (un factor entre muchos posibles), pero ¿Qué hacemos con el que no lo tenga y esté por otros apegos? ¿No lo consideramos catalán?

Por eso el factor de integración, contiene a su vez el factor de exclusión. Es decir, todo lo que puede integrar a unos puede hacer sentirse excluidos a otros. Además, ¿cómo se mide todo eso? ¿Existe «un solo pueblo»?, ¿Qué es ser catalán?. Sabemos qué es ser español pues es objetivable en la medida que implica una nacionalidad administrativa.

Por tanto, más allá de querer definir la identidad catalana, lo que importa es saber en qué consistiría una Catalunya libre. Cualquiera que aquí estuviera, sería catalán por definición aunque solo hablase chino mandarín, llevara el chador o se sintiera solo andaluz. Por otra parte, ni el español más acérrimo se negaría a tener, además, los derechos de ciudadanía de Catalunya si aquí viviera.


En un hipotético Estado independiente catalán, a ninguna persona establecida en Catalunya, se le podría negar la ciudadanía catalana, estuviera o no de acuerdo con la independencia o no hablara en catalán.

Por otro lado, cualquier Constitución estatal es incompatible con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que afirma en su Artículo 1: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»; en contraposición, nuestra Constitución proclama en su Artículo 14: «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», y eso implica que los que no son españoles, no son iguales ante esa Ley. Por eso, y entre otras razones, se trata de manera diferencial a los que llamamos inmigrantes, puesto que no tienen derechos de ciudadanía. Y también por eso, cualquier proyecto de independencia, ha de observar que no puede adjudicarse la ciudadanía a partir de valores morales, culturales y de origen.

Finalmente, si hay alguna cosa que caracterice históricamente y de manera amplia y profunda una cierta identidad catalana, es la lucha social, la lucha compartida, las barricadas, los contenedores ardiendo, la oposición al Estado heredero del franquismo haciendo nuestras las calles; eso sí que es cultura popular y tradicional reivindicable. Esa ha sido fundamentalmente (hasta ahora) la historia de Catalunya que más nos identifica hoy. Esa es buena parte de nuestra identidad compartida.

R E S I L I E N T