viernes, 7 de octubre de 2022

LA FAMILIA, BIEN, GRACIAS

Una de mis aficiones favoritas (de las legales) es la fotografía. El retrato y el paisaje nunca han despertado demasiado mi interés, me congratula más obtener imágenes de edificios abandonados o en ruinas: fábricas, estaciones de ferrocarril, manicomios… Antes de nada he de confesar que soy un firme defensor de la fotografía digital, incluso me atrevería a afirmar que el futuro de este noble arte será digital, quedando el acetato y los químicos relegados al mundo del espectáculo.

Mi compañera inseparable es una sencilla pero eficaz cámara, una Fuji X100, dotada de un sensor APS-C y óptica fija de 23 mm, que equivale al campo visual de 35 mm en formato completo. Esta cámara se convirtió de forma inopinada en el ‘Macguffin’ que me arrastró, sin yo ser consciente de ello, a un mundo que hasta ese momento había apartado de mi vida, del mismo modo que uno se aparta de la peste o de los podemitas.

Una tarde de verano de hace dos años, mientras me encontraba engolfado inmortalizando un edificio modernista que en tiempos lejanos había albergado una fábrica de picaportes, noté una cercana presencia detrás de mí, una presencia achaparrada, a juzgar por la sombra que proyectaba. La ignoré y continué con lo mío, pero un segundo más tarde esa presencia puso en marcha su aparato locomotor y, para mi sorpresa, se encaró conmigo. De sopetón, y si antes presentarse formalmente, osó interrogarme acerca de la tarea que me ocupaba.

Los antiguos griegos consideraban a los niños como hombres menguados, imperfectos, casi desechables; idea que yo, como es natural, comparto en su totalidad. Y eso era precisamente lo que me estaba incordiando con su molesto desparpajo, un niño de entre siete y quince años (mi habilidad para calcular la edad de niños y perros es muy deficiente). Mas cuando ya me disponía a propinarle un bofetón a aquella puericia ambulante para quitármela de encima, escuché una voz desde la distancia (desde la distancia de unos diez metros) que se dirigía al imberbe: ‘Vuelve aquí y no molestes al caballero.

El caballero era yo, naturalmente, y la melodiosa voz procedía de una muchacha de unos 29 años que se hallaba platicando con otra, de unos 32, ambas apalancadas en el quicio de la puerta de una finca vecinal. El niño ignoró por completo la orden de su progenitora y continúo dándome la brasa con su indagación acerca del ingenio fotográfico que yo sostenía en mis manos. Es extraño, pero me dio la impresión de que su curiosidad era sincera, casi innata, y eso me animó a tomar una decisión impropia de mi persona.

Ni corto ni perezoso, comencé a instruirle en los principios de la fotografía, primero trazando un breve recorrido histórico desde Niépce hasta nuestros días, luego revelándole los secretos del cuarto oscuro, para terminar narrándole con todo lujo de detalles mi última visita a la ‘Photokina’ de Colonia. El muchachuelo parecía una esponja, todo lo absorbía, todo lo asimilaba, y aunque se mostraba muy descomedido en el hablar, su proceder no me resultaba del todo repugnante. Me cuesta reconocerlo, pero en un inusual gesto de humanidad en mí, deposité el valioso objeto electromecánico en sus manos para que lo usara atendiendo a su libre albedrío. Me divirtió mucho el comportamiento tan desopilante del infante, y es que, aunque le acababa de enseñar la regla de los tercios y él la había entendido perfectamente, su espíritu rebelde e inconformista lo empujaba trajinosamente a incumplirla una y otra vez. 

Al cabo de un rato las dos mujeres se despidieron; una se adentró en la casa y la otra, la de la voz melodiosa, se acercó a nosotros. El niñato, que aún estaba a los mandos de la cámara, no tardó ni un segundo en contarle a su madre -porque era su madre- todo lo que había aprendido: cómo ajustar el balance de blancos, las velocidades, los valores ISO… Los dos nos lanzamos a reír jocosamente al observar con qué vehemencia y entusiasmo explicaba todo; reímos a carcajada limpia, sin poder contenernos, pero era una risa sana, no como la de los psicópatas y los payasos, que dan miedo y causan aflicción.

Comenzamos a caminar y yo, por cortesía, decidí acompañar al menos unos hectómetros a madre e hijo en su desplazamiento viario. El fotógrafo en ciernes no soltaba la cámara y hasta llegué a temer que sufriera una contracción en el dedo índice de tanto darle al disparador. A todo esto, la chica era todavía más alegre y dicharachera que el fruto de su vientre, no paraba de hablar y de sonreír, una sonrisa en verdad cautivadora. Era de estatura tirando a enana (sobre un metro sesenta), extremadamente delgada, cabello negro y media melena. Enseguida me di cuenta de que, por desgracia, no reunía las tres cualidades que yo exijo en una mujer: morena, bien vestida y loca. Ella solo contaba con dos, pero se me antojaron suficientes; sin embargo, no por eso dejé de lamentar su pésimo gusto en el atavío: camiseta blanca sin mangas, zapatillas deportivas y cubrepiernas de esos que usa la juventud de ahora, los así llamados jeans o pantalones barqueros. Lo llevaba tan absurdamente ajustado que dudo que entre la piel y la tela quedara una millonésima de metro de separación.

Al final seguimos juntos todo el camino y no tardamos ni quince minutos (en realidad, catorce), en llegar a la vivienda de cuatro alturas de color ocre y ventanas cuadradas donde moraban. Tras arrebatarle la cámara al niñato -de nueve años, según me enteré después- me disponía ya a despedirme y regresar a mis ocupaciones cotidianas cuando la chica me dijo que me invitaba a un café. En otras circunstancias, sobre todo cuando ya ha caído la tarde, todos sabemos lo que significa que te inviten, o invitar tú, a un café, pero en este caso intuí que era una mera cuestión de agradecimiento por haber entretenido al imperfecto mientras ella parloteaba con la otra.

Entramos en la mansión y comenzamos a subir por las escaleras (el edificio era de esos deascensorizados) hasta alcanzar el cuarto piso, puerta B. Cuando un hombre y una mujer ascienden por una escalera, es la mujer quien debe ir delante por si tropieza y corre el riesgo de caer; y al revés, cuando descienden, el hombre ha de ir en primer lugar por si la mujer sufre algún percance y es menester prestarle pronto auxilio. Estas normas de cortesía no suelen aplicarse en la desvalorizada sociedad actual, pero los que nos movemos en ciertos ambientes donde la elegancia, el estilo y el donaire marcan la pauta, las tenemos muy en cuenta. Durante la subida no pude evitar fijar la mirada en el culo de la señorita, y como la prenda superajustada carecía de bolsillos, sus curvas se mostraban sin veladura alguna. No tardé en evidenciar una violenta erección que a duras penas logré disimular recolocándome el miembro hasta situarlo en una posición más discreta y decorosa.

La vivienda contaba con unos cuarenta y ocho metros cuadrados de superficie habitable distribuidos en tres habitaciones, un baño y una cocina, En la primera habitación se ubicaba el dormitorio principal, en la del medio el saloncito con un ingenioso sofá que, mediante una sencilla manipulación mecánica, podía transformarse como por arte de magia en un camastro; en la tercera, otro dormitorio, ocupado por la abuela de la chica. De la madre de la chica nadie comentó nada, y tampoco de su marido o chorbo. La abuela -bisabuela del niño- debía de contar sesenta y muchos años, también era menuda y delgada y lucía un llamativo vestido floreado de vivos colores. Parquísima en palabras (al principio pensé que era muda o que estaba enfadada con el mundo), ejercía de cocinera freelance en un restaurante étnico. La chica trabajaba por la mañana en un comercio llamado DIA, dedicado a la expendeduría de subsistencias, y por las tardes empleaba el tiempo en preparar unos temarios cuyo atento estudio era imprescindible para optar a un trabajo mal remunerado en el ayuntamiento. 

Sería demasiado prolijo explicar los motivos, pero esa noche me quedé a dormir en aquel lugar. Para evitar dejarme tirado en el suelo como a un perro, la chica me convenció de que compartiera lecho con ella (dormir con la vieja habría sido raro; con el niño, más raro todavía). Era tanta la confianza que alcanzamos en tan corto espacio de tiempo que no dudé ni un momento en rogarle que me concediera la gracia de penetrarla analmente. Por lo general no suelo solicitarlo en una primera cita, y no todas las mujeres acceden si no es su costumbre habitual, pero en este caso la propuesta fue recibida con alborozado entusiasmo. 

No solo ese día, la semana siguiente también me quedé a dormir, y al principio de la segunda semana ya me había instalado en un hogar que empezaba a considerar como mío, pese a que solo acudía a partir de las cuatro o cinco de la tarde: el resto del tiempo hacía mi vida normal, si es que a eso se le puede llamar normal. Salía con el niño a hacer fotos y a mostrarle espacios y rincones de la ciudad que él desconocía, jugábamos al parchís con sus amiguitos y recorríamos las calles llamando a los porteros automáticos e insultando a quienes respondían. También le enseñé a burlar las medidas de seguridad antirrobo de grandes almacenes y a vestir como un hombre: camisa de algodón impecablemente planchada, pantalón largo gris de lana y zapatos de piel negros. Nada de camisetas, bermudas ni sandalias como los jipis y los chulos de playa.

Lo que más aprecio en una mujer es la belleza física y el ardor sexual; la inteligencia, la bondad, la sensibilidad, y todos los valores que se puedan imaginar, no significan nada para mí si no vienen precedidos de los que he citado. Y en este caso di con un trébol cuatro hojas. A veces me controlaba porque el niño dormía en la habitación contigua a la nuestra, pero ya se había acostumbrado a que su madre llevara hombres a casa, y cuando observaba que aminorábamos el ritmo por un cierto sentido mío del pudor, no dudaba en jalearnos con gritos y palmadas para animarnos y que recuperásemos el frenético nivel de antes. 

Un mes y cinco días duró esta especie de ‘love story’. Yo me encontraba muy a gusto, la verdad, pero notaba algo dentro de mí que me impedía respirar con normalidad. Me estaba asfixiando lentamente e ignoraba el porqué. Una noche de plenilunio, mientras permanecía atontado frente al televisor, apareció en pantalla un representante del Gobierno de la España que farfullaba lastimeramente acerca de no sé qué impuestos, pero no se dirigía a los súbditos como hubiera sido lo lógico y natural sino a una entidad superior, la familia. ¡La familia! Entonces lo comprendí todo. Indolente de mí, hasta ese momento no me había dado cuenta de la verdadera situación que me atravesaba. Escruté todo lo que me rodeaba: junto a mí, compartiendo sofá, estaba ‘mi mujer’, ‘mi hijo’ jugaba con una tableta digital en un rincón del ángulo oscuro, ‘mi pseudosuegra’, repanchingada en un sillón, dormitaba, y yo me había convertido en lo más parecido a un ‘marido’ y un ‘padre’. Había creado, o me habían creado sin yo darme cuenta, una familia. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: estaba aterrorizado.

Siempre he estado en contra de cualquier forma de poder, y la familia, junto con sus aberraciones relacionadas, el matrimonio y la pareja, es una de ellas. Quizá la más dañosa, porque extiende su modelo coercitivo y alienante a todas las facetas de la sociedad. Sin apenas apercibirme, había conocido por primera vez la experiencia de vivir en una familia propia. Acribillado por una ingenuidad pasmosa, creí haber ganado algo cuando en realidad lo había perdido todo: la libertad, la dignidad, la rebeldía, el sexo salvaje que acabó convirtiéndose en rutinario, una creciente dependencia… 

La familia, la institución autoritaria por excelencia, me había tendido sus redes y yo había caído torpe y estúpidamente en ellas. La familia, propiciadora del consumo, de una jerarquía, de la transmisión de valores reaccionarios de padres a hijos, había infectado mi pureza ideológica y moral. 

Todos sabemos -me refiero a la izquierda revolucionaria de la que me considero un genuino representante-, que la familia es una institución represora, auspiciada por la clase dominante y ensalzada tanto por la Iglesia como por el Estado y el Capital. ¿Acaso para buscar afectos, criar hijos, cuidar a los viejos, conjurar la soledad o freír espárragos es necesaria una familia? ¿Qué nos induce a pensar que es tan inevitable como el Estado, el automóvil o la televisión? ¿Estamos emocionalmente tan tarados como para creer que su existencia debe acompañarnos de forma natural y que fuera de ella es imposible llegar a cualquier forma de realización o irrealización  personal?

Sin pensarlo dos veces, y mientras el resto de mi ‘familia’ permanecía con los ojos clavados en la imagen que escupía el medio audiovisual, me dirigí al dormitorio, tomé las pertenencias que allí guardaba: un par de zapatos Oxford, tres camisas blancas (una con puño francés), dos trajes italianos, media docena de calzoncillos Jockey (me cambio todos los días), una cantidad indeterminada de calcetines tipo ejecutivo, un sombrero panamá (de los buenos, los que se fabrican en Ecuador) y un surtido variado de corbatas de seda. Eché todo en un saco de arpillera, avancé sigilosamente por el pasillo para evitar ser descubierto, abrí la puerta con disimulo y fingida afectación y bajé las escaleras con estudiada parsimonia.

Solo cuando por fin gané la calle sentí que era libre de nuevo.

 DOCTOR ODIO ©
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