domingo, 4 de septiembre de 2022

LA SENSACIÓN DE PODER

La libertad no tiene sentido si no viene acompañada de un cierto poder. O de la impresión de poder. Se supone que la manera más evidente de ejercer el poder en una de las sociedades llamadas democráticas es a través del ceremonial del voto, que en la mayoría de los países se produce cada cuatro años. Se vota a unos determinados candidatos que deben representar al pueblo teóricamente soberano. En algunos países, esta ceremonia puede venir reforzada por la celebración esporádica de referéndums sobre cuestiones puntuales. Una de las funciones del poder es procurar que dichas cuestiones a dilucidar en las consultas no sean realmente vitales para el sistema. Cuando los referéndums se refieren a temas de auténtica enjundia, como por ejemplo el Brexit en Gran Bretaña, pueden producirse sorpresas desagradables, razón por la que no conviene abusar de ellos. En cuanto al derecho a declarar la guerra a otros países, ese sí que es un derecho que el Poder con mayúsculas se reserva en exclusiva. En las últimas décadas, ese derecho o privilegio se ha ejercido contra aquellos países –Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, Rusia- que de alguna manera ponían trabas al poder omnipresente de la única gran potencia mundial y sus países socios.

Otra cosa es que desde determinados sectores de esas sociedades democráticas se abogue de manera directa o indirecta por el apoliticismo , o lo que en países como España vino a llamarse “pasotismo” a fines de los años setenta. Convencionalmente, este desapego hacia la política solía favorecer a los estratos más reaccionarios de las clases dominantes, con lo cual gozaba de una cierta complicidad y benevolencia por parte del poder. Los países como Bélgica, en los que el voto es obligatorio –y alguno más- son las excepciones que confirman la regla. De todos modos, nada demuestra que una mayor participación ciudadana altere necesariamente los resultados manifestados en las urnas por los votantes que sí ejercen su derecho. Las tendencias políticas de los gobiernos belgas, por ejemplo, son del todo homologables a las de los demás países europeos, e incluso allí el tema realmente candente es también el étnico por la rivalidad entre flamencos y francoparlantes.

Pero el fenómeno de la abstención ya ha adquirido dimensiones de auténtica protesta, al menos en países como Francia, donde el 52% de los electores no votaron en las pasadas legislativas, una circunstancia que anteriormente sólo solía darse en la extremadamente conformista sociedad norteamericana, a su vez cada vez más radicalizada y escindida en dos bandos irreconciliables en los últimos años. El abstencionismo francés, sin embargo, no parece que refleje conformismo, sino todo lo contrario. Es un abstencionismo lleno de protesta y desesperanza, a la espera aparente de que surja otra corriente de contestación a la política establecida como fue el de los “gilets jaunes”, o quizá la repetición de un movimiento legendario como fue el mayo del 68. Son movimientos transversales, de escasa coherencia ideológica, que agrupan a contestatarios de muy diversas ideologías, lo cual dificulta a la larga sus posibilidades de éxito. Pero son también un síntoma infalible de una crisis cada vez más enconada que el régimen capitalista neoliberal actual es capaz de agudizar y quizá gestionar pero no de resolver. Las capas sociales que se adhieren a estos movimientos contestatarios suelen sufrir una notable pérdida de poder en sus ámbitos de acción cotidiana. Sometidas a unas periódicas y cada vez más severas “curas de austeridad”, ven que sus derechos sociales colectivos quedan mermados de manera gradual pero inexorable. No se les fusila ni se les ahorca, sino que se les condena a una especie de muerte o degradación lenta. 

Sin embargo, hay una esfera muy importante de sus vidas que parece quedar al resguardo de todas estas restricciones y estrecheces; la esfera de su vida privada. Cualquier adolescente o joven en el paro cobrando un salario de miseria en un contrato temporal de tres meses puede comprarse ni que sea a plazos un móvil 5G, tatuarse tantas partes de su cuerpo como quiera –si tiene el dinero para ello, claro, y se diría que cuanto más tatuajes lleve una persona más libre se siente; lo que anteriormente era un hábito de presidiario ha sido cooptado por el sistema con la misma facilidad con la que asimila cualquier otra cosa-, drogarse como quiera, gastarse todo lo que ha ganado en una semana o en un mes en comprar una entrada para ver un recital de su cantante de rock favorito, o puede incluso recorrer al aborto o a la homosexualidad abierta, siempre y cuando no tenga ningún encontronazo con alguno de los grupillos nazis que pululan por esas calles. Sólo en algunos de los estados USA controlados por el cada vez más fundamentalista Partido Republicano se ven restringidas algunas de estas libertades. Así que a medida que los individuos pierden el derecho a la vivienda, a un empleo seguro, a una educación completa financiada por el estado e incluso a la sanidad, queda el consuelo de disfrutar de todas esas libertades a menudo meramente hedonistas que el sistema les brinda en su ámbito privado. 

Pocas herramientas en la historia de la Humanidad han proporcionado tanta sensación de poder como un ordenador o, quizá más todavía, un móvil inteligente. No es sólo una pequeña oficina en miniatura, sino un artilugio que permite comunicarse con cualquier personita en cualquier parte del mundo, ver películas en su pantalla, retransmisiones deportivas, cualquier tipo de video y música… Y por supuesto, un infinito caudal de noticias previamente censuradas y regimentadas por las grandes empresas de Silicon Valley como Facebook o Twitter a fin de mantener la necesaria homogeneidad ideológica buscada por las auténticas cabezas pensantes y gobernantes de la sociedad capitalista occidental del siglo XXI. Es un aparato que además mantiene a sus usuarios en una constante alerta. Nunca se sabe cuál de las docenas de notificaciones que cada día llegan a través del correo electrónico, Whatsapp, Twitter, etc. puede ser importante mientras todas las demás no son más que auténticas memeces. Pero siempre puede haber una que resulte vital, ya sea en el plano personal o profesional, dada la misma multifuncionalidad del aparato. Una sensación en cierto sentido similar a la de esos animalitos que están siempre escuchando en la maleza todos los sonidos temiendo que se les aproxime algún depredador en su existencia siempre precaria. También ellos saben que el menor descuido puede costarles muy caro.

En realidad, estaríamos hablando de una libertad de consolación. A medida que las posibilidades efectivas de realización personal de los ciudadanos en su vida diaria se reducen, el reino de los caprichos se amplía de manera geométrica. Casi hasta el infinito. Es posible elegir entre una infinidad de juegos en el móvil o en la tablet, y ser campeón o as de cualquier cosa, especialmente de un juego que no requiera una gran destreza por parte de sus practicantes, como por ejemplo el candy crush o decenas de otros. Si hablamos del futuro, es una posibilidad que apenas se vislumbra, especialmente para generaciones a las que ya se les ha inculcado la idea del “There is no future!”, que ya no es sólo la letra de una canción de rock sino casi toda una filosofía de vida. En cuanto a la ausencia de una pensión de jubilación cuando se alcance la vejez –si se alcanza- o la posibilidad de no poder costearse una asistencia sanitaria privada, son avatares en los que es mejor no pensar y que, en todo caso, les ocurrirán a otros. Y si te toca, mala suerte. Es en situaciones como esta en las que mejor se comprende que el auténtico panorama del capitalismo, especialmente en su versión neoliberal, es el del nihilismo absoluto. Pero no nihilismo en lo que pudiera tener de liberador, sino en un desprecio a la integridad de los seres humanos y de cualquier derecho que vaya más allá del derecho a la pataleta, hipócritamente presentado como libertad de expresión. Una pataleta que muy rara vez sirve para cambiar las tendencias de fondo de mayor marginación social para amplias capas de la población.

¿Significa eso que habría que adoptar una postura a lo Rousseau y renegar de todo atisbo de progreso? ¿Abrazar un ludismo trasladado al consumo? ¿Conformarse con el telégrafo, el fax o el teléfono fijo y arrojar a un taller de desguace esos artefactos de alta tecnología que ya ocupan una parte inmensa y probablemente irrenunciable de nuestras vidas? Quizá sea la naturaleza la que tome esa decisión por nosotros. La que marque y delimite las auténticas posibilidades de un planeta al que se suponía de recursos casi infinitos. Es difícil cuantificar cuantas generaciones podrán disponer de un móvil para cada individuo, una vez abandonada por imposible la idea consumista de que cada familia del planeta dispusiera de dos vehículos, una de las fijaciones que el “American way of life” puso como ideal para el planeta entero pero que ha sido sustituida de manera cada vez más alarmista y constante por un maltusianismo prêt à porter también muy del gusto del sistema. Pero este sería el tema de otro artículo.

V E L E T R I