sábado, 8 de noviembre de 2025

ESE OSCURO OBJETO DEL DESEO

Panoja, guita, cuartos, riqueza, pasta, plata, billete, botín, cuentas, monedas, efectivo, euros, parné… dinero.
Lo que separa el tengo del no tengo.

Más de la mitad de los españoles tiene más deudas en sus tarjetas de crédito que ahorros.
El 25 % no tiene ahorros en absoluto.
El 11 % de los trabajadores está en riesgo de pobreza.
Seis millones de personas sufren pobreza o exclusión.

¿Eso qué significa? ¿Que la clase media se está evaporando?
Quizás. Pero más allá de las cifras, lo que se deshace es algo más profundo: la confianza en que el trabajo garantiza estabilidad.
Que más que prosperar, se sobrevive.

¿Pero qué es el dinero?
El dinero no es facha ni progre; no distingue entre mérito y trampa, entre esfuerzo y privilegio.
No sabe quién lo sudó, quién lo heredó o quién lo robó.
Solo circula, se acumula, se esconde y se pierde.
No promete nada: solo mide, registra y compara.

Hay muchas formas de ver el dinero.
¿Es solo una unidad de valor pactada para el intercambio de bienes y servicios?
Dos euros por un litro de leche. Cien euros por cambiar un grifo.
¿O es algo más intangible: seguridad, felicidad, paz mental?

Hoy quiero verlo desde otra perspectiva: 
El dinero como dispositivo de medición

El dinero mide decisiones, no solo transacciones.
Mide el tiempo que regalamos, los sueños que postergamos, los límites que estamos dispuestos a cruzar.
La dura realidad es que la cantidad de dinero que acumulamos no depende del presidente del Gobierno, ni de burbujas que estallan, ni de empresaurios insufribles.
Depende de nuestra relación con el esfuerzo, con la renuncia, con la culpa… y con la suerte.

El dinero mide qué valor damos al descanso, a la familia, al orgullo, a la comodidad.
Mide hasta qué punto creemos que el sacrificio es una virtud y la pobreza, un fracaso.
Es el termómetro invisible de nuestra moral colectiva.

La sociedad y los medios nos dicen qué es ser un buen padre, una buena madre, un ciudadano productivo.
Y uno debe decidir: ¿me pierdo el partido, la obra, el concierto de mi hijo porque prefiero trabajar para invertir en su futuro?
Y cuando tomamos esa decisión, una y otra vez, el dinero está allí, como testigo y como juez.

Pero si el dinero mide nuestras decisiones, también mide nuestras sombras.
¿Cuánto vale nuestra integridad cuando el alquiler vence mañana?
¿A qué renunciamos cuando el miedo al vacío pesa más que el deseo de libertad?

Algunos venden tiempo, otros venden talento, otros venden silencio.
Y todos, de un modo u otro, ponemos precio a algo que creíamos sagrado.

Pienso en el autónomo con tres empleados, con cuatro familias que dependen de que un permiso administrativo llegue a tiempo.
El proyecto está listo, el trabajo firmado, las nóminas pendientes.
Pero el papel no se mueve. Y no se mueve porque alguien te sugiere que “una ayuda” podría agilizar el proceso.
No es una amenaza: es una oferta rutinaria.

Entonces te enfrentas a una elección que ningún manual de ética resuelve:
¿contribuir con la corrupción y salvar cuatro familias, o mantenerte limpio y cerrar la empresa?

El dinero no te da la respuesta: solo mide cuánto te duele cualquiera de las dos.

Nos persuade de que todo tiene valor porque todo tiene precio.
Y en esa lógica exacta y cruel se disuelven los matices.

Trabajamos por dinero, competimos por dinero, sufrimos por dinero, y luego decimos que el dinero no importa.
Claro que importa: es la unidad de medida de nuestro miedo.
Refleja no lo que somos, sino lo que estamos dispuestos a ser por sobrevivir, por destacar, por no quedarnos atrás.
Mide cuánto tememos al fracaso, al hambre, a la insignificancia.

Pintura barroca de David Teniers, el Joven (alrededor de 1648)

El dinero no destruye la moral: la revela.
Es la medida de lo que seríamos capaces de hacer cuando no tenemos nada… y, más inquietante aún, de lo que seríamos capaces cuando lo tenemos todo.
Y es ahí donde el dinero deja de ser un número en una cuenta y se convierte en un espejo de nuestras decisiones, de nuestras renuncias y de nuestros límites.
Revela la elasticidad de nuestra ética, esa frontera que se estira con cada apuro y se encoge con cada oportunidad.
Y ahí entran las pequeñas y las grandes trampas, esas que todos justificamos con la misma frase: “es que todo el mundo lo hace”.

El currela fontanero que hace descuento sin factura, el empresario que declara lo justo para no “asfixiarse”, el alto cargo que pasa de la silla pública a la privada con contrato de agradecimiento.
Nos mide cuando aceptamos un sueldo miserable porque “hay que aguantar”, cuando callamos ante la injusticia para no perder el trabajo, cuando disfrazamos la ambición de prudencia.

Tal vez el verdadero poder del dinero no esté en comprar cosas, sino en moldear la forma en que pensamos el tiempo, el valor y el futuro.
Nos empuja a medir la vida en costes y recompensas, como si no existiera otra forma de interpretar lo real.
Y mientras creemos que lo usamos, es él quien establece cuánto valen nuestras horas, nuestras lealtades y nuestros límites.

Porque el dinero no solo responde a la pregunta “¿cuánto tienes?”, sino a otra mucho más comprometida: ¿cuánto de ti dejaste en el camino para poder decir que tienes algo?

Y quizá el error ha sido pensar el dinero como un objeto externo, algo que está “fuera” de nosotros.
El dinero es, en realidad, una prolongación de lo humano: de nuestros miedos, aspiraciones y jerarquías invisibles. Lo que ordena el sentido de lo posible.

Porque el dinero no decide: condiciona.
No obliga: inclina.
No manda: seduce.
No ensucia: delata.
No nos corrompe: nos mide.

C L Y D E