Decía Rudyard Kipling que el éxito y el fracaso son dos impostores a los que hay que tratar con indiferencia. Y llevaba razón. Pero en la sociedad moderna esta idea no tiene demasiado predicamento: estamos tan obsesionados con el éxito que solo es otro producto de consumo. Puestos a consumir, ¿qué tal si consumimos fracaso? No me refiero al fracaso como regodeo de dolor y autocompasión, sino como fuente de conocimiento y fortalecimiento personal. La asunción del fracaso es un elemento básico de la experiencia humana y quienes muestran coraje ante él afrontan la vida mejor. La vida es una alternancia de éxitos y fracasos y quienes carecen de estos últimos están incompletos. Solo creceremos cuando desarrollemos nuestra capacidad de recuperación y resiliencia ante la derrota. O sea, poder sobre nosotros mismos. A ese “autoempoderamiento” se refería Lao-Tse cuando decía que “el que se domina a sí mismo es poderoso” y Séneca cuando afirmaba que “el hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo”. Sócrates decía que “sabio es quien sabe controlarse” y Baltasar Gracián que “seamos grandes amos de nosotros mismos”. Además, como decía Henry Ford, el fracaso nos permite volver a comenzar con más información.
Evitar el fracaso empieza en casa con unos padres hiperprotectores que producen niños mimados que después serán adultos débiles. Cuando los padres quieren que sus hijos no pasen las dificultades por las que sí pasaron ellos, esos niños se vuelven cómodos, blandos y poco esforzados: es la “generación blandita”, con poca tolerancia al fracaso. Evitar el fracaso también empieza en la escuela con unos profesores que no se atreven a suspender a los peores ni a premiar a los mejores porque los demás pueden “traumatizarse”. Parece que los suspensos están prohibidos, cuando está demostrado que suspender nos enseña a fracasar. Porque después, en la vida adulta, deberemos saber fracasar. Fracasar bien enseña mucho y es pedagógico porque no siempre se gana, pero hay que insistir, esforzarse y mantener el interés. O sea, fuerza de voluntad y perseverancia, se llegue a donde se llegue, que no es necesariamente el lugar que los demás esperan, sino el sitio en el que uno se sienta feliz. Porque eso es el éxito, la felicidad personal.
A diferencia del éxito, que conlleva reconocimiento social y es público, el fracaso es una experiencia privada que se vive con dolor. No sé si este dolor es importante en la creatividad artística porque la historia del arte y la literatura está llena de ilustres fracasados. Así, Edgar Allan Poe fue pobre y murió solo y desamparado en el banco de una plaza; Kafka padeció depresión y fobia social; Herman Melville tuvo que vender sus bienes para sobrevivir y murió alcohólico; Salgari se suicidó culpando a los editores de su miseria; van Gogh, Rembrandt y muchos pintores murieron en la pobreza. Marx tuvo una vida complicada entre deudas y despilfarro y pudo subsistir gracias a la ayuda económica del adinerado Engels, lo cual no le impidió ser el filósofo más influyente de la historia.
La sicología nos dice que el sentimiento de fracaso va en paralelo a un escaso amor propio y poca autoestima, porque olvidamos que el hecho de vivir ya supone en sí mismo un éxito estadístico: somos hijos de la casualidad de que nuestros padres se conocieran y de que un espermatozoide triunfara sobre millones de ellos. La neurociencia nos dice que el sentimiento de fracaso está relacionado con un desequilibrio de neurotransmisores en la química cerebral, con niveles bajos de serotonina, endorfinas, dopamina y oxitocina (hormonas de la felicidad), niveles altos de cortisol y adrenalina (hormonas del estrés) y poca activación de los circuitos de placer-recompensa. Así que tengamos un poco de inteligencia emocional activando esos circuitos del placer con cosas simples como las relaciones sociales, la amistad, la comida, el amor, el sexo, el trabajo bien hecho, la risa, etc.
Los conceptos de éxito y fracaso varían según la cultura. En Occidente el éxito está vinculado al verbo "tener" (tener dinero, tener fama, tener cosas), pero en el budismo el éxito se vincula a los verbos "desapegarse, soltar, liberar o dejar" (soltar la aprehensión, soltar el ego, soltar la tensión, liberarse del deseo, desapego de las cosas, etc.). Quizás esta visión espiritual oriental sea más adecuada que la visión materialista occidental. Hablando de Oriente, un japonés me dijo que un amigo yakuza murió “con éxito” porque el código bushido de los samuráis indica que deben aceptar la muerte con naturalidad. Y así murió, de forma violenta, pero “exitosa”.
Las movidas en y entre los blogs indican que el fracaso también existe en el mundo virtual al fracasar el diálogo (inter)bloguero. Este hecho deberíamos verlo con naturalidad y estoicismo porque, como decían los clásicos, la felicidad (eudaimonía) consiste en aceptar las cosas con serenidad, sin dejarnos dominar por ellas (ataraxia). También decían que la felicidad depende de nosotros mismos, no del exterior, con lo que se habrían adelantado varios siglos a lo que los psicólogos llaman el “locus de control interno”. Así, la felicidad dependería más de nuestro punto de vista ante el entorno que del entorno en sí y no vendría de recompensas externas o reconocimientos, sino del éxito interno. Por tanto, relativicemos el fracaso, aprendamos de él, mirémoslo como algo humano: no somos ángeles, solo somos personas.
Si el lenguaje crea realidad, usemos palabras agradables en nuestros diálogos internos, seamos benevolentes al contarnos el relato de nuestra vida y no nos repitamos el mantra “de fracaso en fracaso hasta la derrota final”. Queda muy cool, casi de poeta maldito, pero resulta triste. Tan triste como pensar que “partiendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria”. Como decían los Monty Python, “Mira siempre el lado brillante de la vida”. “Sigo en pie”, que cantaba Elton John. Así que fracasa de nuevo, fracasa otra vez, fracasa mejor ■
>> ¿Y tú?, ¿fracasas bien? <<