¿Cómo
se mantiene un imperio a lo largo de los siglos? En épocas
pretéritas, la respuesta era muy fácil: bastaba con acumular más y
más soldados y mejores defensas. Como las mejoras en materia de
armamento y estrategia militar eran escasas y muy alejadas en el
tiempo, y no eran comunicables en el espacio salvo que se llegara al
enfrentamiento bélico directo, los escenarios guerreros no se
modificaban demasiado y triunfaba aquel ejército que disponía de
unas tropas más disciplinadas o una superioridad armamentística muy
elemental. En el terreno psicológico, se le prestaba muy poca
atención a la propaganda, ya que la idea criminalmente ingenua de
los pueblos que disponían de la suficiente población y/o poderío
militar para someter a sus vecinos era la de una superioridad propia
innata o, de una manera más primaria todavía, la búsqueda
instintiva del propio beneficio. El mismo Imperio Romano no buscó
otra coartada para sus conquistas que la de la presunta superioridad
de su propia civilización. Todo
esto cambió con el surgimiento y triunfo de las religiones
monoteístas, que por su misma naturaleza implicaban de manera
indefectible una superioridad moral de inspiración divina sobre las
demás creencias y países. Así ocurrió con la invasión musulmana
de la Europa del sur, sólo detenida en la batalla de Poitiers (año
732). Siglos más tarde, las Cruzadas iniciadas por el Papa Urbano II
(año 1096), y probablemente motivadas por la necesidad de aliviar
las constantes hambrunas europeas, recuperarían el mismo espíritu
pero en sentido contrario.
Si
a los griegos les había bastado con denominar a los demás pueblos
como “bárbaros” para justificar su sometimiento o una pretendida
superioridad cultural, el arma de la propaganda requirió de una
creciente sofisticación a medida que transcurrían los siglos.
Cuando las diferentes naciones “cristianas” empezaron a
repartirse el mundo tras el redescubrimiento de América, sus
diferentes intereses empezaron a cristalizar en distintas versiones
del cristianismo original. Inglaterra creó su propia confesión
religiosa, una serie de principados alemanes abrazaron el luteranismo
para eludir la presión asfixiante de la iglesia vaticana, y países
como Francia —hasta el periodo revolucionario de 1789—, España y
Portugal se disputaron el papel de primera potencia católica
europea. Cada una de estas confesiones religiosas creó sus propios
instrumentos de propaganda, y la España de la más que justificada
“leyenda negra” vio como tanto los colonos ingleses, franceses,
holandeses o belgas igualaban o superaban sus propios desmanes, ya
fuera en las mismas tierras americanas u otros continentes.
El
imperialismo norteamericano, que es el que nuestras generaciones han
conocido, tuvo su inicio en una presunta guerra revolucionaria que no
fue tal, sino una simple rebelión de una colonia contra una
metrópoli que no podía pretender superioridad sobre ella, sino que
compartía una misma lengua y casi una misma cultura. La cultura que
ahora conocemos como estadounidense no es más que una versión
asilvestrada y extremista del clásico darwinismo “avant Darwin”
inglés, es decir, la creencia en los privilegios del más fuerte que
ya venía enunciada en el “Leviathan” de Thomas Hobbes, así como
en la creencia de la predestinación divina de John Wesley y otros
teólogos e ideólogos ingleses. La misma creencia que llevaba al
novelista Daniel Defoe a creer que su familia era una elegida de Dios
por haber sobrevivido a la peste e incendio de Londres de los años
de 1659 a 1666. Esa creencia fundacional de la potencia esclavista
norteamericana cristalizó en el concepto del “destino manifiesto”,
preexistente en estado germinal en la sociedad de aquel país, pero
verbalizada por primera vez de forma expresa por el periodista John
L. O’Sullivan en el año 1845:
El
cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el
continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el
desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un
derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra
necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el
crecimiento que tiene como destino.
Pero
una vez conquistado todo el continente americano, ¿por qué
detenerse allí? Cierto que algunos espíritus díscolos como Mark
Twain advirtieron de que: “Es posible ser un imperio o tener una
democracia, pero no ambas cosas a la vez”, pero estas voces
críticas y reticentes fueron alegremente ignoradas como no podía
ser de otro modo. Los Estados Unidos surgidos de la guerra de Cuba y
Filipinas contra España comprendieron que no tenían nada que temer
de ninguna potencia europea, y la primera oportunidad de empezar a
construir un mundo a su medida no tardó en llegar.
El
conflicto provocado por el resentimiento alemán de no haber
conseguido tener su propio imperio colonial, pero deseado por todas
las potencias europeas y que conocemos como Primera Guerra Mundial,
fue la primera ocasión americana para plantarse en el continente
europeo. Superando el sentimiento aislacionista imperante en los
mismos Estados Unidos, el presidente demócrata Woodrow Wilson —un
racista empedernido que organizaba en la Casa Blanca visionados
privados de “El nacimiento de una nación” (David W. Griffith,
1915), probablemente la película más racista de la historia del
cine, en dura competencia con “El judío Süss”, “El triunfo de
la voluntad”, de Leni Riefenstahl y otras delicias de la
cinematografía nazi—, llevó a su país a la guerra aprovechando el
necio torpedeo alemán del buque Lusitania y la no menos torpe
conspiración enunciada en el “Telegrama Zimmermann”. Pero ya no
estábamos ni en los tiempos de Julio César, ni en los de las
cruzadas medievales, sino que la propaganda tenía que ser un poco
más sofisticada. Si tras los misteriosos atentados del 11-S, casi
un siglo más tarde, la Casa Blanca recurriría al talento de los
guionistas de Hollywood “para prevenir futuros atentados”, en
1917 se recurrió a la inventiva de un tal Edward Bernays para
diseñar la propaganda necesaria para conducir la guerra. El propio
Bernays definía su trabajo como “psychological warfare”, y tuvo
numerosos imitadores que siguieron sus métodos, entre ellos un tal
Joseph Goebbels, reconocido discípulo suyo. Por su parte, el propio
Hitler proclamó con total claridad en su libro “Mein Kampf” que
todo lo que sabía de propaganda y manipulación de masas lo había
aprendido de los enemigos británicos, lo que no obsta para que los
medios occidentales actuales y el público en general crean como a
las Santas Escrituras lo que suele publicarse en la prensa de la
Union Jack, sea prácticamente sobre el tema que sea.
¿Cómo
cabe justificar cosas como los innumerables golpes de estado
sanguinarios dados en América Latina y en otros países del mundo
sin una creencia casi religiosa en la propia superioridad de credo
económico, cultural, societal e incluso racial? ¿Hiroshima?
¿Nagasaki? ¿La guerra de Corea? ¿El genocidio cometido en Vietnam,
donde murieron tres millones y medio de “amarillos para que no se
volvieran rojos” a cambio de la vida de 58.000 soldados
norteamericanos? ¿Las barbaries cometidas en el Oriente Medio,
especialmente en Iraq y Libia —con cooperación, eso sí, de los
“aliados” europeos?—. Todo esto sólo puede justificarse
ante la opinión pública y ante la Historia a través de un lavado
de cerebro intensivo a través de la propaganda como el que denunció
el dramaturgo Harold Pinter en su discurso de aceptación del Premio
Nobel de literatura en el año 2005, cuando el genocidio perpetrado
en Iraq todavía estaba fresco en la memoria colectiva.
¿Pero
qué ocurre cuando uno o varios de los pilares de esas creencias
supremacistas se resquebrajan y ya no resultan aceptables para la
opinión mundial en general y ni siquiera para grandes sectores de la
propia población? Aunque muchos sigan creyendo con el viejo
supremacista Rudyard Kipling en la leyenda de “The white man’s
burden”, o sea, el deber civilizatorio del hombre blanco cristiano
sobre los pueblos considerados inferiores, esa es una doctrina
difícil de vender en un mundo cada vez más globalizado y laicizado,
y en el que cada vez hay más naciones que comparten la peregrina
idea de que sus derechos deberían ser por lo menos iguales a los de
la gente de piel blanca. No basta con un V. S. Naipaul o con un
Vargas Llosa para manipular la opinión pública mundial. A veces no
basta ni siquiera con la CNN, la BBC y los medios generalistas de
casi todo el mundo para defender ciertas ideas periclitadas. Por lo
tanto, es necesaria una ideología que legitime un supremacismo de
nuevo cuño, y por eso surgió, tras una trayectoria de varias
décadas, lo que hoy conocemos como ideología woke. En
definitiva, una especie de sucedáneo del cristianismo puesto al día.
La
ideología woke, a diferencia de las teorías
revolucionarias de los Black Panthers de los años 60, no aspira
realmente a cambiar el sistema, sino a integrarse “mejor” dentro
del mismo. Sus herramientas para conseguir ese loable objetivo son a
menudo tan esotéricas y confusas como un episodio de “Expediente
X” o de “Cuarto Milenio”, pero la misma modestia de lo que
supuestamente se pretende obtener le da un aura de aspiración
realista que resulta seductora. Su lucha antirracista se limita a
pedir, como máximo, menos uniformados en las calles o incluso la
supresión de las fuerzas policiales, una petición arriesgada en un
país en el que, por ejemplo, abundan los francotiradores caprichosos
que empiezan a disparar contra la multitud por los más diversos
motivos, uno de los cuales suele ser el mismo racismo endémico de la
sociedad estadounidense. También se suele exigir la enseñanza
generalizada de la CRT —Critical Race Theory—, una doctrina que
tiene la virtud de llevar al paroxismo histérico a los gobernadores
estatales del Partido Republicano. Pero eso sí, se da casi por
supuesto que, una vez superado el racismo, “The City on a Hill”
americana —otra referencia bíblica— de la que hablaba Ronald
Reagan se impondrá en los cincuenta estados de la Unión.
En
temas de feminismo, la ideología woke,
aunque por su misma difuminación esto pueda parecer discutible, pone
mucho más énfasis en la lucha de cromosomas que en la lucha de
clases. Es decir, tiende más a la androfobia —un clásico del
feminismo estadounidense también exportado a Europa— que a la
teoría de la explotación capitalista de las clases
trabajadoras (1). Por lo tanto, su
feminismo a lo Barbie no se preocupa demasiado de la suerte de
millones de trabajadoras, a menudo madres solteras, que necesitan dos
puestos de trabajo distintos para pagar el alquiler de una simple
habitación, sino de la indispensable lucha entre Barbies y Kens para
conseguir que algunas mujeres alcancen los mismos privilegios que
algunos hombres y tengan salarios que sean 250 o 350 veces superiores
a los de los empleados medios de su misma compañía, como es el caso
de Mary Barra, la actual presidenta de General Motors y otras
próceres del capitalismo yanqui actual. Todos los temas LGTBI, como
es natural, se tratan también desde una perspectiva similar, como si
la vida de un homosexual o transexual sin techo fuera la misma que la
de un millonario gay. Por otra parte, personajes como Madeleine
Albright, Hillary Clinton, Victoria Nuland o la inefable Margaret
Thatcher —esa misógina irredenta a la que algunos/as todavía
tienen la inmensa jeta de presentar como icono feminista—, han
demostrado con creces la misma implacabilidad o similar que la del
presidente Truman cuando la bomba de Hiroshima.
Con
todo este arsenal ideológico en las cartucheras, la visión woke de
la política exterior estadounidense era bastante previsible. Como es
natural, se trata de combatir el totalitarismo, la homofobia y el
machismo allí donde se encuentren, dado que esta es la nueva
religión que justifica las conquistas actuales a la manera de una
nueva Jerusalén, pero preferentemente en aquellos países que no
tengan una visión amable del imperialismo yanqui. De ahí que en
cierto artículo de prensa cuyo autor no recuerdo, se le reprochase a
China el no ser capaz de producir un personaje como Lady Gaga, dado
que al parecer la cultura china tiene la obligación de ser un calco
de la yanqui, mientras que cierta periodista del The Guardian, otro
célebre vocero del imperialismo anglosajón con etiqueta y
reputación de “medio fiable”, una tal Emma Graham-Harrison,
escribía en un artículo reciente que el ex primer ministro
pakistaní Imran Khan, nada partidario de unirse al esfuerzo otánico
en Ucrania y por ello derrocado en una típica maniobra de lawfare,
era “un playboy diletante y misógino”, presumiblemente porque la
tal Graham-Harrison había realizado un examen sobre los militares y
políticos adversarios paquistaníes de tendencia a menudo
islamofascista que les eximía de estos pecados. Ejemplos de este
tipo podrían citarse a montones en la prensa supremacista
anglosajona, pero este artículo ya empieza a ser demasiado largo
para su propósito. En cualquier caso, las cruzadas y guerras con
abundancia de “efectos colaterales” del presente y del futuro ya
han recibido la bendición de la nueva Roma.
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(1) El
libro de la autora Barbara Ehrenreich “Nickel and Dimed: On (Not)
Getting by in America” (traducido en España como “Por cuatro
duros: cómo (no) apañárselas en Estados Unidos”) sería una de las
pocas excepciones en este sentido, aunque sería bastante discutible
adscribir a Ehrenreich al movimiento “woke”.
V
E L E T R I