sábado, 26 de agosto de 2023

¡NO LE HE ENTENDIDO!

 


¿Eran viejos? Ahora, pasado el tiempo, cuando sus figuras han quedado en mi memoria grabadas en claroscuro, no lo puedo asegurar. Eran mayores, con las facultades mentales perfectamente cabales, al menos así los recuerdo. Eran mis vecinos. Se reunían por las tardes en la escalera del jardín que bajaba hasta la calle, después de regar las flores que cada casa tenía delante de la puerta de entrada en aquella zona del barrio. Siempre había siete u ocho, mujeres y hombres, casi todos con el pelo plateado y surcos en el rostro, alrededor de los cuales jugábamos los niños. A veces los escuchábamos cuando nos requerían para contarnos alguna historia, otras veces se sentaban más juntos y nos largaban del corrillo, comenzando un bisbiseo que nosotros pretendíamos quebrar por la curiosidad. Después de los años comprendimos que hablaban de cosas que no se podían decir en alto en aquellos años en los que el miedo seguía construyendo sus velos de silencio.

No los asocio a decrepitud ni a dependencia, más bien al contrario, eran los que nos curaban las heridas cuando caíamos de la bici, los que nos envolvían las uñas con una hoja de higuera para que curasen, los que mediaban en las peleas y los que nos informaban de las reglas de tal o cual juego. Nos transmitían experiencias de sus viajes, de sus vidas, compartían y conversaban sobre las novelas y libros que leían (entonces no había pantallas), sobre sus achaques o sobre los acontecimientos y chismes del barrio y de la ciudad. Todo este bagaje iba impregnando nuestra mente infantil, modulando los estímulos perceptivos de nuestras “mariposas” cerebrales, que diría Ramón y Cajal.

Los recuerdo hermosos, podría dibujar las arrugas que componían sus caras una a una, como mapas de su territorio vital. Si el olor es el más antiguo de los sentidos, los huelo en este momento, pasadas tantas décadas, envueltos en la tierra húmeda de los jardines y en aquel aroma a rosas de las que ya no hay. Algo de todos ellos se quedó prendido en mi nariz.

¿Eran sabios aquellos, mis vecinos? ¿O solo eran personas con las mismas pasiones, emociones, tristezas, miedos, que la mayoría de la gente y con los que me identifico ahora? El tiempo nos iguala a todos irremediablemente. Lo que nos diferencia a unos seres humanos de otros es la mirada y la actitud, sin que ninguna de ellas sea válida para otros. La mirada no depende solo del que mira, sino de lo que hay alrededor, y la actitud… La actitud es más personal.

Unos luchan contra el paso del tiempo, así como si intentasen romper un átomo con las manos. El solo deseo es ya un sinsentido. Aun la física cuántica no nos ha explicado cómo se puede modificar el pasado desde el presente, a no ser de forma creativa y engañando a nuestro recuerdo. Será porque valoro aquellas tardes que no temo al desengaño inevitable.

Otros se enganchan al color del pesimismo, piensan que el futuro ya no les pertenece, que la vida es lineal, les cuesta manejar los recuerdos y sentirse limitados, como expone Norberto Bobbio en su libro “De Senectute”, actitud que le llevó a segar su vida intentando absolverse y condenarse, sin conseguirlo. No lo juzguemos.

Pero también agarrarse a la idea ilusoria de una vejez sin amargura, sin limitaciones, obviando la inseguridad y los miedos, conduce a un optimismo que tendrá al desencanto como puerta de salida. Los años no nos conceden la sabiduría, son el esfuerzo, la pasión y el haber aprendido a degustar el placer a cualquier edad, lo que nos proporciona el conocimiento y el aprendizaje para saber asumir la caducidad de la vida y, sin embargo, exprimir su jugo.

¡Hay tantas miradas, cada una distinta!

Foto: John Rankin Waddel 

Hace unos meses leí unos artículos sobre la teoría de las generaciones, la que divide en parcelas los años de la vida y adjudica a los coetáneos unos comportamientos semejantes, diferenciados del resto de contemporáneos. No fue hasta el siglo XIX cuando se dejó de ver la ancianidad como una parte de la condición humana y comenzó a verse como una enfermedad o un problema, generando toda clase de prejuicios, desde la consideración de los mayores como seres ya alejados de la vida, de los que solo importan sus años productivos, hasta la indiferencia de su faceta familiar, afectiva, sexual, intelectual…

El concepto de adolescencia también fue creado como grupo, y se hizo al desmovilizar a los jóvenes menores que habían tomado parte en la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de formar una nueva clientela para la sociedad de consumo.

Se adaptaron productos para ambas edades. A los mayores les hacen pagar medicinas para paliar enfermedades muchas veces inventadas y productos de rejuvenecimiento (inútiles). Y los jóvenes se ven navegando en un mar de todo tipo de objetos que no hace falta nombrar. La sombra del consumo es alargada y llena de fantasmas.

Al mismo tiempo, la insistencia en hablar de generaciones para describir las sociedades de cada época, va generando unos compartimentos que aíslan a unas edades de otras, los mayores van a la residencia o a los centros de día, los niños a la guardería y al colegio, los padres a trabajar. En las ciudades ya no hay corrillos intergeneracionales ni placitas donde reunirse ni tiempo para vivirlo en común. Las horas de la vida diaria están diseñadas y es difícil romper la dinámica. La sociedad de consumo ha matado la comunicación y la transmisión de las esencias humanas.

Aquellos, mis vecinos del pelo plateado, demuestran, transcurrido el tiempo, que estaban viviendo para ser imagen del futuro, para estos días presentes en los que el bagaje y la comprensión del sencillo y complejo acto de vivir es tan necesario para transmitirlo a los que ahora juegan alrededor nuestro, aunque en estos tiempos huela el aire a gases contaminantes y las rosas hayan perdido para siempre aquel aroma mezclado con la tierra húmeda. Por eso cuando una voz fría le dice a un mayor por el móvil: “¡No le he entendido!”, habremos de pensar quién es el que no entiende a quién.

Una bandada de aves cruza el cielo, sabemos que sus ojos desafían las leyes de la física clásica, detectando el campo magnético de la Tierra y usándolo para orientarse en el espacio. Los seres humanos hemos perdido la capacidad de encontrar el norte. Solo si miramos hacia fuera de vez en cuando, nos visitarán aquellos que un día fueron nuestra brújula, para recordarnos que siempre habrá un motivo para no dejar que las neuronas -mariposas- se mueran de aburrimiento y hastío.

Espero haberme hecho entender.

E I R E N E

domingo, 13 de agosto de 2023

LA CONVERSIÓN


Todo cambia, cantaba Mercedes Sosa hace ya muchos años. Y quizá nada haya cambiado tanto como Europa. Barrios enteros que en los años 50 votaban a la izquierda o incluso al PC de los distintos países votan ahora a candidatos de la derecha, especialmente de la derecha extrema, como el Frente Nacional en Francia, donde los hijos y nietos de militantes del PCF han cambiado de bando. El voto de protesta contra el capitalismo se ha convertido de un voto de rechazo a la inmigración, y también en un voto en defensa de los derechos sociales cada vez más menguantes en la Europa salida de Maastricht, que algunos ven en peligro por la misma presencia de los inmigrantes que, según la extrema derecha, se quedan con todas las subvenciones o “paguitas” del estado.

Pero quizá el fenómeno más profundo sea que Europa se ha convertido en una idea abstracta de un continente que cada día tiene menos relevancia en el mundo y ya sólo es capaz de empatizar consigo misma. Europa ya ha renunciado a toda su independencia tecnológica, puesto que la llegada de las innovaciones se espera del Big Brother americano, ya sea en materia tecnológica, informática o incluso de vacunaciones en caso de pandemia. En lo militar, es un miembro dócil del club OTAN, ese que ha asumido la herencia de mantener por la fuerza de las armas el imperialismo occidental bajo la coartada de las famosas “guerras humanitarias”, otro de los hallazgos del lenguaje orwelliano de nuestro tiempo.

Eso al nivel de las élites. Pero al nivel de los pueblos, se ha conseguido que cale la idea del enemigo interno, simbolizado en los infelices que llegan en pateras a menudo huyendo de las guerras provocadas por Occidente. Y la reacción de las gentes, de manera especial entre las capas populares, suele ser de rechazo ante esa “invasión” de lo extranjero. Ya no se revuelven contra las clases dirigentes, sino contra los marginados, que casi siempre son las víctimas de las guerras organizadas por esas mismas élites, o de los regímenes despóticos apoyados por ellas. Y de esta forma se convierten en una especie de “pequeña burguesía” a escala planetaria, aunque ellos mismos no tengan asegurados ni siquiera esos 400 dólares o 400 euros que los servicios sociales de todo el mundo occidental dicen que son el mínimo indispensable ante una emergencia doméstica o familiar, y aunque se encuentren en serio peligro de no poder pagar la hipoteca de sus casas si pierden su empleo. La idea es que se sientan orgullosos de ser lo que son, unos blancos pobres, tal y como ocurre en el sur de Estados Unidos, incluso si apenas pueden pagarse una casa combinando dos empleos, tres contando con el de la pareja. Fenómenos sociales como el de los “menas” sirven como catalizador de todo el discurso racista, un discurso que sirve para nutrir de votos a la extrema derecha. Pero esta misma estigmatización de la pobreza se extiende a los blancos que caen en esas mismas situaciones de precariedad, y entonces el racismo se transforma en aporofobia. No han valido para nada generaciones de hacer lo correcto, generaciones de votar a quien se debía, porque cualquiera puede encontrarse con un salario de 700 euros y luego quizá en la calle. Los conflictos o traumas mentales que puedan surgir de estas situaciones de desempleo o incluso desahucio, similares por su nivel de angustia a los síndromes traumáticos ocasionados por estar en un frente de guerra, son tratados a pastillazo limpio y a menudo considerados una deficiencia genética de la persona que ha pasado por esa situación, dado que una sociedad reputada como casi “perfecta” no puede generar enfermos mentales.

Pero la conversión de la supuestamente tolerante sociedad europea -y occidental- parece ya imparable. Ya no es tiempo de pacifismo, sino de guerra, nos dicen desde las más altas instancias políticas, y no basta con dedicar una parte cada vez mayor del presupuesto nacional a la guerra de Ucrania y a las demás guerras que seguirán, los famosos “gastos de defensa”, sino que los antiguos niveles de libertad de expresión ya no son tolerables en una sociedad que se encuentra en un estado de belicosidad permanente. Las últimas directivas de la UE se dirigen a cercenar el discurso llamado subversivo en las redes sociales. Lo que empezó como una censura a “la propaganda rusa” se está transformando rápidamente en una persecución del pensamiento rebelde en las “zonas de conflicto social”, de manera que no se pueda llamar a la “acción violenta” contra las directrices de la UE. En tiempos no muy lejanos, se consideraba que este tipo de censura era privativa de estados “paria” del estilo de la maligna Corea del Norte, pero al parecer, el Occidente colectivo se siente ahora tan amenazado que tiene que recurrir a una puesta al día de los métodos que empleaba la policía del Zar de Rusia o cualquier otro régimen totalitario que haya existido en el mundo. Francia en particular parece incapaz de controlar a unas masas crecientemente rebeldes, enfrentándose a la vez a un conflicto racial y a la oleada de protestas sociales, resultado de haber llevado a la práctica los recortes y el aumento de la edad de jubilación recomendado no sólo por la UE, sino, sobre todo, por las biblias anglosajonas del neoliberalismo, empezando por The Economist.

España ha quedado por el momento relativamente al margen de esta oleada de protestas, y ha aceptado sin rechistar la elevación de la edad de jubilación a los 67 años, argumentada, lo mismo que en Francia y otros países, sobre la muy endeble base de una esperanza de vida cada vez mayor, cuando los datos de los años más recientes muestran justo todo lo contrario, en especial en Estados Unidos, pero también en los países europeos. Lo que se pretende enmascarar es pura y simplemente el retorno a la concepción victoriana del estado, un estado que debía servir sólo para mantener el orden público por cualquier medio necesario y para financiar la guerra. En España este curso de acción, iniciado por los gobiernos anteriores, no se ha revertido bajo el Gobierno más progresista de la historia”, sino que solamente se han amortiguado algo sus efectos merced a instrumentos como el llamado cheque energético o un aumento del salario mínimo que no ha podido compensar la embestida inflacionaria. Por lo demás, este Gobierno “progre” ha asumido en todo lo esencial el discurso neoliberal emanado de Bruselas.

      


Por supuesto, nada de todo esto puede sostenerse sin el correspondiente armazón ideológico. Un armazón que justifique sin fisuras una pretendida superioridad moral de Occidente en esta nueva etapa de evangelización de los continentes crecientemente rebeldes y reivindicativos, especialmente África y América Latina, donde el brazo militar de la OTAN, convertida en auténtico gendarme universal presto a reprimir cualquier nación díscola, une sus esfuerzos con el brazo económico del FMI y el Banco Mundial, en suma, de las instituciones salidas de Bretton Woods.

Para mí la pregunta es cuánto tiempo tardarán los pueblos europeos en darse cuenta de que ellos mismos son también víctimas de todo este entramado, puesto que se les fuerza a apoyar un orden internacional y un estilo de vida que no sólo los enfrenta a la gran mayoría del planeta y arrasa con todas las conquistas sociales del siglo XX, sino que esta “conversión” implica también una renuncia en gran medida a la propia dignidad. El experimento social en marcha se basa en que unas generaciones pasto del Instagram, un instrumento de narcisismo todavía más poderoso que Facebook, desarrollen un individualismo tal que sean incluso incapaces de reconocer sus auténticos intereses comunes. De momento ese parece ser el curso que están tomando las cosas.

V E L E T R I