jueves, 22 de junio de 2023

EL JARDÍN Y LAS JUNGLAS





Por definición, un jardín tiene unas características muy concretas. Para empezar, en él sólo crecen aquellas plantas que su propietario desea. No caben las malas hierbas, que si aparecen son desbrozadas y exterminadas en el acto. Su diseño puede ser rectilíneo, como el de los jardines franceses, o un poco más espontáneo, como suele ser el de la mayoría de los jardines ingleses. Pero hay plantas y flores cuyo crecimiento se cultiva y favorece, y otras que están estrictamente prohibidas o desaconsejadas. Por supuesto, existen jardineros y botanistas expertos que asesoran al dueño del jardín o plantación sobre qué plantas o árboles pueden dar los mejores frutos.

Otro fenómeno inevitable es que, para el jardinero fanático, todo lo que no es su jardín es jungla. Por eso no es extraño que determinados jardineros se pasen la vida aconsejando a otros jardineros como deben ordenar sus espacios. Riñen, critican, amenazan, y a veces se apropian del jardín del vecino. Eso sí, siempre por el bien de las plantas y para favorecer aquellas especies que deben crecer por encima de las otras.

Por supuesto, los tiempos cambian y los gustos también. Las técnicas de jardinería que eran aconsejables en los siglos remotos ya no lo son en el presente. Los abonos que parecían aconsejables en el pasado, ya no lo son tanto ahora. Y para algunos jardineros muy audaces, lo que en ciertos jardines serían malas hierbas, son cultivos aconsejados en otros.

Cosas parecidas ocurren en las relaciones internacionales. Existen jardineros expertos que alardean de siglos de experiencia y se creen autorizados a sentar cánones a aplicar por todos los demás miembros del ramo. Según los tiempos, han aconsejado -o más bien impuesto- determinados tipos de semillas, pero lo que nunca han consentido es que los demás botánicos propusieran otros tipos de flora. Por ejemplo, durante siglos Occidente fue sembrando las semillas del cristianismo dondequiera que fue. Tampoco es que dentro del mismo Occidente las opiniones sobre el cristianismo fuesen unánimes; a las arcaicas variedades del catolicismo español o incluso francés, Inglaterra opuso sus variedades protestantes, en teoría más abiertas a las discusiones teológicas sobre la Biblia, de lo cual surgieron las diversas ramas del protestantismo. Pero todas ellas compartían una creencia en común; el derecho del hombre blanco a colonizar la Tierra entera y de exterminar a los paganos si era necesario, ya fuera en América, África o Australia. Después de todo, como tampoco se sabía si los negros u otras razas extraeuropeas tenían alma o no, el sufrimiento que se pudiera infligir pasaba a un segundo plano. Sin duda fue Rudyard Kipling, el famoso novelista inglés, quien lo resumió como nadie cuando habló de “la pesada carga del hombre blanco” -the white man’s burden-, la cual consistía en traer la civilización a todas esas regiones del planeta, como por ejemplo la India, que de alguna manera eran incapaces de regirse por sí mismas.

¿Pero qué ocurre cuando el jardinero pierde toda su credibilidad ante los antiguos aparceros de sus diversos jardines? ¿Cuándo dice estar plantando geranios, pero en realidad siembra la cicuta y la cizaña? Un ejemplo perfecto de esas plantas en realidad dañinas que con tanto entusiasmo recomienda Occidente, sería el FMI. Ese FMI que promete prosperidad a raudales, pero que acaba hundiendo en un círculo vicioso de endeudamiento a los países que acaban cayendo en sus redes. A cambio de empréstitos que los países tardarán décadas en devolver, si es que alguna vez lo hacen, el Fondo impone la privatización progresiva de la economía y su desviación de cualquier finalidad social, puesto que sus planes de “saneamiento” siempre pasan por el tamiz de las políticas de austeridad -para los desfavorecidos, claro está- y por anteponer el pago de la deuda externa sobre cualquier prioridad social. El único abono reconocido para las plantas recomendadas por el FMI se llama “dólar”, y de ahí la insistencia en que las transacciones importantes a realizar desde las diversas junglas hacia el jardín dominante sean en esa moneda.

Cuando no es así, el jardinero en jefe, desde su cuartel general en Washington, puede irritarse y alborotar a sus mozos de Bruselas para que le ayuden en la tarea de regar con bombas aquella parte de la jungla en la que crezcan las supuestas malas hierbas. Fue el caso, por ejemplo, de la Libia del coronel Gadafi, quien quiso ser pionero en crear una moneda africana que sirviera para abonar toda la parte africana de la jungla, y por eso perdió el poder y la vida en el empeño.

Por supuesto que los jardineros occidentales han procedido de distinta forma con las diversas junglas que han colonizado a lo largo de los últimos quinientos años. En el continente africano, simplemente se dedicaron a capturar esclavos que mandar a otras latitudes, especialmente América. Siglos más tarde, los jardineros aprendieron también a explotar las riquezas naturales africanas, y a repartirse todo el continente africano como si fuera un pastel, con grandes disputas entre los jardineros ingleses, franceses y alemanes sobre la pertenencia de las mejores porciones, algo que también sucedió en Oriente Medio. En Australia se procedió pura y simplemente a la eliminación de la población indígena, más o menos lo que sucedió en el norte de América con los nativos.
En Asia los jardineros procedieron de una manera algo distinta; dado que las poblaciones autóctonas eran demasiado numerosas y considerablemente “civilizadas” -entiéndase por ello difíciles de subyugar y en su caso exterminar-, se prefirió actuar de maneras algo más sutiles, mostrando incluso tolerancia con las creencias y tradiciones locales. Aunque eso sí, la escuela de jardinería inglesa, quizá la más imaginativa de todas, procuró enriquecer dichas tradiciones introduciendo en la China el consumo del opio, algo que a los diferentes gobiernos chinos les costó mucho rechazar, incluyendo una sangrienta guerra librada por Inglaterra en pro del “libre comercio”. El Japón resultó ser una parte de la jungla extremadamente díscola, tanto que aspiraba a tener su propio jardín. Pero la utilización de otro tipo de abono, esta vez nuclear y en forma de hongo, terminó con el ejercicio de la botánica en tierras niponas, que desde entonces se han incorporado al jardín occidental común de los dueños del mundo (no está del todo claro si por obediencia, convicción, o miedo. La cuestión es que el único que en Japón se atrevió a cuestionar el jardín occidental fue el malogrado escritor Yukio Mishima. Pero eso sería el tema de otra entrada).

Es impensable un imperio que no esté apuntalado por algún tipo de ideología supremacista, sea ésta reconocida por el propio imperio o no. Si el imperio español y el portugués pretendían exportar el catolicismo tal y como se entendía en la península ibérica a todo el mundo, a partir del surgimiento del imperio británico apareció la idea de un imperialismo apuntalado no sólo en la Biblia y la religión protestante, sino también en el progreso científico, que de hecho debía contribuir a la mayor colonización de las diversas partes de la jungla. En la actualidad, el mesianismo imperante es el del “Destino Manifiesto” marca USA, y ese tipo de misionero ha sido sustituido por el militante de Human Rights Watch o Amnistía Internacional, que levanta acta de todas las infracciones a los derechos humanos -reales o supuestas- que tienen lugar en los distintos sectores de la jungla. Si el sector infractor en cuestión es reticente a los sistemas de cultivo del “Big Gardener” -o “Big Brother”- washingtoniano, esos informes serán el pretexto para las futuras operaciones de poda -léase bombardeos- de los jardineros.

Pero el hongo nuclear antes mencionado nos lleva a desarrollar una nueva idea. ¿Qué hubiera ocurrido si Calígula, Commodo, o incluso Rómulo Augústulo, considerado como el último emperador romano, hubiesen dispuesto de la bomba atómica?¿O si hubieran dispuesto de algún arma bacteriológica capaz de diseminar epidemias en los ejércitos adversarios? ¿Habrían consentido en ser arrollados por los “bárbaros”? Es muy probable que la historia de Europa y de la Humanidad hubieran sido muy distintas a las que hemos conocido. El Imperio Romano no sólo habría aniquilado a sus enemigos y persistido inmutable en su decadencia, sino que se la habría contagiado a los demás pueblos. Probablemente, no habrían surgido las lenguas romances derivadas del latín, o, quizá, lo hubieran hecho mucho más tarde. En todo caso, de haber dispuesto de semejante superioridad militar, habrían podido imponer de manera casi indefinida lo que es el objetivo evidente de todos los imperios: perdurar durante milenios, aunque hasta el momento ninguno lo haya conseguido. A lo sumo, han podido mantener su poder durante unos pocos cientos de años. Y lo mismo podría decirse del imperio español y los que le sucedieron.

La situación actual es justamente que, por primera vez en la Historia, el jardinero de turno dispone de los medios para aniquilar al planeta entero si nota que todo el jardín se le vuelve jungla y ya no puede imponer sus propios regadíos, abonos y sistemas de cultivo. Se cuenta que Eleanor Roosevelt comentó en cierta ocasión que prefería la destrucción del planeta antes que verlo “dominado por el comunismo”. ¿La reacción del establishment neocón que gobierna Washington será la misma si detecta el peligro del surgimiento de un mundo multipolar en el que el jardinero washingtoniano quizá ni siquiera sería el primus inter pares? Creo que la respuesta tiene más que ver con la cordura que con cualquier relación de poder imaginable.

V E L E T R I

domingo, 11 de junio de 2023

ELOGIO DE LO EXTREMO





    Ante la inminencia de las elecciones en julio, Pedro Sánchez repitió varias veces la expresión “derecha extrema y extrema derecha” como si fuera el pistoletazo de salida y leitmotiv a repetir en la campaña. Y lleva toda la razón este gran político, porque esta campaña va de extremos, no de centralidad. Quizás los asesores y expertos en comunicación le han dicho que es más efectivo lo extremo que el “mainstream” de lo moderado, que es aburrido y convencional. En la actual sociedad de la comunicación, donde la guerra cognitiva se da en los cerebros (guerra neocortical), mola más y llega antes al sistema límbico y amígdala una idea extrema y simple. Cuanto más simple, mejor. Y si despierta emoción, mejor aún. ¿Y qué suscita más emoción?, ¿lo extremo (alternativo) o lo central (convencional)? Pues lo extremo, claro, que lo convencional es más aburrido que la misa de 12 del domingo. Así que el binomio “ideas simples-emociones fuertes” se transforma en “ideas extremas-emociones extremas”.

    El siguiente paso es buscar y poner sobre la mesa temas extremos. Esto varía según el punto de vista del político y su asesor de comunicación. Para Pedro Sánchez lo extremo es esa derecha extrema que pacta con la extrema derecha de Vox: sería de tontos llamarla derecha moderada. De forma recíproca, para Feijóo lo extremo sería esa “izquierda extrema” que tiene como socios a Podemos, Bildu y ERC. Con lo cual, las votaciones se van a decantar por los extremos: ¿qué es más extremo?, ¿los nostálgicos fascistillas de Vox?, ¿los radicales de Podemos que quieren demoler las “estructuras franquistas del régimen del 78”?, ¿Bildu, que quiere cancelar España?, ¿ERC, que dice “lo volveremos a hacer porque España nos oprime”? Quizás los políticos están hartos de la equidistancia de tibios, flojos y cobardes conciliadores de extremo centro. O de extremo posfranquismo.

    Conste que estamos hablando de los extremos del espectro ideológico sistémico, porque si hablamos de los de fuera del sistema y antisistema, estos más que extremos serían extramuros. Aquí estarían incluidos los anticapitalistas, anarquistas rocosos, comunistas puristas, la CUP y algún votante de Bildu antisistema, porque para ellos lo extremo es el capitalismo extremo, el (neo)liberalismo extremo y la España extrema. Parafraseando a Sartre, “los extremos son los otros”, porque todos consideramos que nuestro punto de vista es el centrado, el fetén, el adecuado.

    Lo extremo suele ser aquello contra lo que vota, porque España es un país donde se vota más “en contra de” que “a favor de”. Ese ir a la contra, hizo que en una campaña electoral el eslogan de un partido fuera “Donde más les duele. Vota HB”. También es un país donde se vota por miedo, que es un arma formidable. Esto lo saben los políticos y asesores de comunicación, que en sus “brainstorming, think-tanks” y mandangas de cuento y manipulación se preguntan: ¿a qué tienen los votantes más miedo?, ¿a la pobreza, al desempleo, a la desaparición de España como entidad histórica, a la agenda 2030, a la emigración, a la pérdida de la identidad cultural, a los cambios sociales o a qué? Dicho de otra forma, ¿la gente siente más miedo por las cosas del comer o por la cosa ideológica?, ¿somos pancistas o quijotescos?, ¿más teóricos ideologizados o más pragmáticos despolitizados?

    Lo extremo no es necesariamente malo. Así, la literatura de lo extremo e hiperbólico nos ha dado el culteranismo de Góngora. O escritores de vida hiperbólica y extrema, como Yukio Mishima, que después de trabajar su cuerpo de forma exagerada, terminó con su vida de forma extrema y ritual. O Ernest Hemingway, cuyo alcoholismo extremo fue una muerte a cámara lenta hasta su suicidio final. O Bukowski, otro escritor alcoholizado de lenguaje extremo y agresivo que decía “si vas a intentarlo, ve hasta el final”. Y llegó al final, vaya que sí. O la historia de la música moderna, que es una historia extrema de drogas, sexo y R&R: vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver para entrar en el selecto y extremo club de los 27.

    Lo extremo es parte de la vida. La historia del ser humano es una sucesión de guerras extremas y de luchas de poder extremo. Los protagonistas de la historia suelen ser personajes extremos y es difícil imaginar a Julio César, Lenin, Che Guevara, Hitler, Stalin, Reagan, Thatcher, etc. como personas moderadas y templadas. La ciencia avanza por los extremos del conocimiento al poner en tela de juicio las ideas centrales y tradicionales, muchas veces erróneas. La filosofía también avanza por los extremos al crear nuevos conceptos en el límite. Por eso en filosofía hay de todo, apología de lo moderado y de lo extremo. Aristóteles nos decía que en el punto medio está la virtud y que los extremos no son buenos, pero no sé yo si eso podría resultar aburrido para Nietzsche, autor de espíritu trágico que hablaba de ideas extremas, pulsiones, instintos, vitalismo extremo, etc. O los románticos, que elevaban los sentimientos y la emoción extrema a categoría. En Matemáticas existe el “número complejo hiperbólico”, hipérbolas y función hiperbólica. Por no hablar de la actual sociedad de consumo, en cuyos realities extremos se ven hombres hipermusculados y mujeres hipersexualizadas, lejos ambos de la normalidad y equilibrio. Claro que ante estos extremos podemos hacernos hípsteres de diseño que se van a la sierra a hacer un retiro de fin de semana en plan budismo zen prêt-à-porter o yoga para alcanzar la paz extrema. Y si no nos gusta tanta paz, podemos hacer deportes extremos para liberar adrenalina a tope: pocas cosas más extremas que jugarnos la vida.

    El mundo es dual y se mueve entre extremos: por eso buscamos un centro de gravedad permanente, como decía Battiato. Aunque podemos dejarnos de centros y gaitas y "caminar por el lado salvaje", que diría Lou Reed y así terminar siendo “héroes por un día”, como decía David Bowie. Porque en esta sociedad infantilizada y llena de frikis, lo extremo mola. Por eso España es extrema, la vida es extrema y el blog es extremo. De hecho, nuestra mera existencia es producto de una estadística extrema, porque entre millones de espermatozoides triunfó solo uno: el que nos dio la vida. Y eso sí que es extremo. Mucho más extremo que las broncas en este Blog cuyo lema es “siempre en el umbral de la otra zona”. ¿Y qué es el umbral sino el límite y el extremo?

                                                      Un Tipo Razonable