jueves, 23 de febrero de 2023

LAS MALAS LETRAS

Decía Umberto Eco en uno de sus libros que las malas canciones –“le cattive canzone”– eran las que contaban las mayores verdades de la vida. Seguramente estaba pensando en las canciones de artistas como Adriano Celentano, Mina, Eros Ramazzotti y tantos otros intérpretes de música ligera italianos. Y a uno se le ocurre pensar si no ocurrirá lo mismo en la literatura. ¿Son los grandes y más celebrados estilistas los que más nos dicen sobre la condición humana, o no serán, por el contrario, los escritores más asilvestrados y en apariencia más descuidados en su estilo los que más se adentran en la naturaleza humana y más nos revelan acerca de nosotros mismos?

Es harto conocida la manera en que el gran escritor argentino Julio Cortázar se mofaba de las largas novelas galdosianas. El sambenito de “escritor garbancero” y costumbrista ha acompañado para siempre a Galdós desde entonces. Y, sin embargo, la lúcida visión que Galdós nos proporciona de lo que eran la España y el Madrid de hace ahora un siglo y medio, ofrece una perspectiva antropológica envidiable que nos pone ante los ojos la evidencia de lo poco que ha cambiado ese país que conocemos como España. Al emprender la lectura de, por ejemplo, “Las novelas de Torquemada”, uno tiene la impresión de que las consignas demagógicas de la Ayuso habrían tenido en aquella época tanto o más éxito que en la presente, y que también en aquella época habrían sido legión los que habrían preferido la cervecita en la terraza a los hospitales. Pero es que además los personajes de Galdós transmiten una sensación de veracidad que está al alcance de pocos escritores. También es notable la preocupación de Galdós por la locura y el mundo alucinatorio. Son varios los personajes de sus muchas novelas que son dementes o caen en la locura durante el transcurso de la trama de la novela; seres que no pueden soportar la realidad que les rodea y sucumben a algún tipo de demencia.

Como ocurre con Balzac o Dickens, no hay apenas un tipo humano que no quede retratado en sus novelas. Es pura vida la que pulula en ellas, y es difícil no reconocer el calado psicológico de casi todos sus personajes. Pero hay otro autor español que supera de largo a Galdós en el arte de escribir novelas que no sean del agrado de los estetas: Pío Baroja. Sus novelas son una sucesión casi inacabable de eventos que se empujan los unos a los otros en el espacio de pocas páginas, sin darle al lector apenas oportunidad de meditar sobre lo que está sucediendo. Las novelas del ciclo de Aviraneta y de las guerras carlistas destacan en este sentido. Pero por los mismos motivos, sus narraciones suelen enganchar al lector, al igual que el estilo seco y desabrido, muy certero en la elección de adjetivos, que caracteriza al autor vasco. Para Baroja, la vida es un caos sin apenas sentido, y esta idea se refleja de manera constante en sus novelas. Pero a la vez sus obras carecen de la profundidad en el análisis de los cambios que se producen en la sociedad que caracteriza a Balzac e incluso al propio Galdós. A menudo se tiene la impresión de que Baroja narra el caos por el mismo placer de narrar el caos.

Mientras que autores como Flaubert se demoran de manera interminable en cada párrafo, cambiando de posición en la frase tal o cual palabra, Stendhal escribió su novela “Rojo y negro” de un solo tirón, vertiendo página por página toda la tempestad que bullía en su cabeza. La suya es una escritura desde la rebeldía, una epopeya que narra el período más lúgubre de esa restauración monárquica que pretendía borrar de un plumazo los restos de la Revolución Francesa como si no hubiera ocurrido nunca. Pero paradójicamente la historia no se cuenta desde la perspectiva de un rebelde, sino de la de un advenedizo, Julien Sorel, que quiere triunfar a toda costa, y que ve que en la Francia de la Restauración el ascenso social es imposible para una persona de su condición, a no ser que ingrese en el clero y desde allí trate de progresar en la jerarquía eclesial. Dotado de una inteligencia superior, y después de una sórdida estancia en el monasterio en el que se inicia como novicio rodeado de otros aspirantes a sacerdote de una enorme mediocridad humana, consigue colocarse como preceptor de una familia de abolengo. Un personaje que en principio podría parecer hipócrita y despreciable, se convierte en la pluma de Stendhal en casi un héroe romántico que contrasta con la sombría mediocridad de la sociedad en la que vive. Al final, Sorel acaba guillotinado, principalmente porque esa estirpe dirigente no permite que un personaje de su extracción social se encumbre.

Pero mientras Stendhal escribía para “the happy few”, Dostoievsky, otro escritor desaliñado donde los haya, supo canalizar e identificar casi todos los dilemas que han ido marcando al hombre contemporáneo. En “Crimen y castigo” aborda muchas de las cuestiones morales que luego se planteará Nietzsche en sus libros. Principalmente, la cuestión de si un ser supuestamente superior tiene derecho a recurrir al mal hasta el último extremo. La trama de la novela es bien conocida; un joven estudiante universitario llamado Raskolnikof asesina sin compasión a dos viejas usureras porque considera que su talento e inteligencia superiores le dan derecho a ello. A partir de allí se origina una peculiar investigación policial que concluye con la confesión del propio Raskolnikof como autor del crimen. Pero el auténtico telón de fondo de la novela es la lucha de las nuevas ideas utilitaristas occidentales contra lo que Dostoievsky consideraba como la tradicional moralidad cristiana rusa. El misticismo de Dostoievsky , al igual que el de otros pensadores europeos como Kierkegaard o mucho más tarde Unamuno, se basaba mucho más en la fe que en la racionalidad, dando así casi por perdida la lucha contra el escepticismo desde el punto de vista lógico. Con los años, Dostoievsky fue adoptando unas posturas cada vez más conservadoras, renegando así de su juventud liberal y casi revolucionaria, para terminar escribiendo “Los demonios”, una novela en la que parece anticipar -y condenar- el tipo de revolucionario materialista que llegaría al poder en Rusia en 1917. Desde el punto de vista estético, Dostoievsky era escritor de pocas o ningunas florituras. La misma “Crimen y castigo” fue escrita en unas pocas semanas a pesar de su considerable longitud, pues Dostoievsky no sólo estaba apremiado por las deudas que contraía debido principalmente a su ludopatía, sino también por los plazos que le imponían sus editores. Pero poseía el don de la autenticidad en todo lo que escribía, ese don innato de algunos escritores privilegiados para hacer creíbles a todos sus personajes. Un don que heredaría el también ruso Antón Chéjov, capaz de redactar a mansalva centenares de cuentos breves en los que retrató de manera lúcida e imperecedera la sociedad rusa de su tiempo.

No quisiera terminar este artículo escrito en defensa de las malas letras, de la literatura escrita deprisa y corriendo y sin ínfulas estéticas aparentes, sin referirme a por lo menos tres autores que cultivaron durante toda su carrera el género literario más despreciado de todos; la novela policíaca. Ese género que nunca ha conseguido ni conseguirá un Nobel de literatura ni falta que le hace.

El primero de esos autores es el belga Georges Simenon. Pocos como él poseen una prosa tan sensual, tan visual, que le permite describir cualquier ambiente evocando olores, sonidos, colores, todo lo cual transmite a sus novelas una gran sensación de realismo. El inspector Maigret, su personaje más conocido, se encuentra en las Antípodas exactas de los detectives de Edgar Allan Poe, Conan Doyle o Agatha Christie. Al funcionario policial Maigret no se le suelen ocurrir ideas geniales, pero sí que destaca por su minuciosidad y su tenacidad, y en saber discernir los mejores chivatazos. Por lo demás, lleva una vida anodina con su esposa de toda la vida, y no se le conocen otros vicios que el tabaco y una ocasional cerveza.

Sin embargo, las mejores novelas de Simenon, aun perteneciendo también al género policíaco, no suelen estar protagonizadas por Maigret. Son novelas como “El hombre que veía pasar los trenes” o la claustrofóbica “Los gatos”, que narra el lento e irreversible deterioro de la convivencia de un matrimonio con un arte que recuerda al de Kafka. Novelas en las que seres vulgares y corrientes se ven totalmente desbordados por las situaciones en las que se encuentran.

El segundo de esta breve lista que se me ha ocurrido sería Chester Himes, el mayor cronista que nunca haya tenido el Harlem negro. Himes disecciona el lumpen y la pequeña delincuencia de raza negra con una asepsia casi absoluta, mostrando el bajo nivel cultural de su gente, sus supersticiones religiosas y sus vidas sin futuro y marcadas por la injusticia racial; todo ello de la mano de su pareja de policías negros protagonistas, Ataúd Johnson y Sepulturero Jones. Himes posee el talento narrativo y la prosa brillante de un Dickens, y sin haber redactado ni una sola línea que pudiera calificarse de panfletaria, muestra toda la realidad desoladora de los barrios marginales de Nueva York.

Y la tercera de la lista sería la autora británica Ruth Rendell, fallecida en 2015. Rendell posee una habilidad para captar la mentalidad criminal que se asemeja a la de Dostoievsky, una virtud que se refleja especialmente en su novela “A Judgement in Stone”, extrañamente traducida al castellano como “La mujer de piedra”. Sus detectives son también seres rutinarios y en absoluto superdotados, hombres que preferirían estar tomando un té en su casa que solucionando un crimen. Rendell no ha superado a su predecesora Agatha Christie en el suspense de sus intrigas, pero, en mi opinión, la dejó atrás claramente en cuanto a nivel literario.

¿Por qué suelen gustarnos estos escritores tan terrenales más que los considerados como grandes estetas por determinada crítica? ¿Por qué Stendhal, Balzac o Victor Hugo siguen teniendo más lectores que J. K. Huysmans o Barbey d’Aurevilly, por ejemplo? ¿Por qué seguimos leyendo a Galdós pese a que consideremos que Julio Cortázar es un mejor prosista? Quizá porque Eco tuviera razón y a veces una canción del festival de San Remo apele más a nuestra experiencia y nuestros sentimientos que el más sesudo libro de, por ejemplo, el “Nouveau Roman” francés o la interminable taxidermia literaria repleta de erudición y misantropía de un Josep Pla.

 V E L E T R I

domingo, 12 de febrero de 2023

LA FELICIDAD EN TRES MINUTOS: "Homo tecnologicus"

Querer ser felices es un deseo humano desde siempre y, de hecho, ya a los antiguos les preocupaba el tema de la felicidad: el llamado eudemonismo. Aristóteles decía que la felicidad es el fin último del ser humano y de la polis. También decía, como Sócrates, Platón y Séneca, que la felicidad depende de nosotros mismos, no del exterior, con lo que se habría adelantado varios siglos a lo que los psicólogos llaman el “locus de control interno”. Así, la felicidad dependería más de nuestro punto de vista ante el entorno que del entorno en sí y no vendría de recompensas externas o reconocimientos, sino del éxito interno. Este éxito interno se relacionaría con reducir nuestras necesidades para apreciar los placeres más simples, con lo que el secreto de la felicidad no estaría en la búsqueda de más, sino en disfrutar con menos. Ante esta aparente actitud de “resignación, conformismo o aceptación” se rebela Nietzsche, que cree que la felicidad está vinculada a enfrentarse a las adversidades, por lo que la felicidad sería una especie de control que uno tiene sobre su entorno: el “sentimiento de que una resistencia ha sido superada”. Somos felices cuando hemos superado aquello que nos oprimía (voluntad de poder).

A nivel legal, en la sociedad ha habido debates sobre si la felicidad es un derecho o un bien jurídico a proteger y sobre el papel del Estado en lograrla. En la Declaración de Independencia de USA se habla de la “búsqueda de la felicidad”, derecho que corresponde satisfacer a cada individuo. En cambio, en las constituciones de Europa, el Estado debe organizar servicios sociales y prestaciones que permitan el bienestar necesario para esa felicidad. En USA se optó por una interpretación individualista y en Europa por una concepción solidaria y social. Por eso en la Constitución Española de 1812 se hablaba de “la felicidad de la Nación” y “el bienestar de todos los individuos”.

En el actual mundo moderno, ¿qué papel cumple la tecnología para proporcionarnos felicidad?, ¿nos hace más felices o nos esclaviza haciéndonos tecnoadictos del nuevo opio social? Los psicólogos y neurólogos nos hablan de la perniciosa influencia de la tecnología en los cerebros, del déficit de atención, dificultades para la concentración, adicción a las pantallas, ansiedad, dificultad para las relaciones sociales, trastornos del sueño y empobrecimiento del lenguaje. En el actual mundo audiovisual, la tecnología es una tormenta perfecta de distracciones y cada vez cuesta más mantener el foco en una tarea, concentrarse en un libro, ver una película, seguir el hilo de un argumento complejo y centrar la atención en algo durante un periodo prolongado (profundidad de pensamiento y discurso elaborado). El neurocientífico Earl Miller habla de “degradación cognitiva por exceso de estímulos” y dice que es falso que algunas personas puedan prestar atención a seis o siete cosas a la vez, porque el cerebro humano solo puede pensar conscientemente en una o dos cosas al mismo tiempo. Los estudios dicen que los adolescentes cambien de tarea cada 65 segundos, tiempo que se amplía hasta los tres minutos en el caso de los adultos que trabajan en una oficina. Así que esos tres minutos son el límite máximo de concentración.

En el libro “Anestesiados: la humanidad bajo el imperio de la tecnología”, Diego Hidalgo habla de bombardeo tecnológico y de la cantidad de información inútil de muchas aplicaciones. Estos productos están diseñados deliberadamente para capturar y mantener la atención, porque esas empresas ganan dinero con ello: los ingenieros más inteligentes del mundo dedican todo el día a hacer que sigas allí distraído. Con esta distracción la mente divaga, perdemos el tiempo, estamos ansiosos e inquietos y no dormimos bien.

Esta tecnoadicción, dispersión mental y falta de pensamiento profundo tiene consecuencias: al no ser dueños de nosotros mismos, somos manipulables a nivel político y carne de cañón de populistas y demagogos que prometen soluciones simplistas o autoritarias, pudiéndose llegar incluso al fanatismo y radicalismo. Así que la tecnología no es inocente ni aséptica, tiene ideología y un poder detrás.

¿Cómo nos manipulan? Fácil, utilizando el sistema de placer-recompensa del cerebro (núcleo accumbens, núcleo caudado y área ventral tegmental). Este sistema se activa con estímulos placenteros como alimentos, sexo, deporte, drogas, etc. Estos estímulos actúan sobre las neuronas dopaminérgicas (neuronas del placer), que liberan dopamina (hormona del placer), que activa este circuito, que a su vez activa la serotonina, que es la hormona encargada de hacernos sentir felices. Y este es el proceso: estímulo, liberación de dopamina, activación del circuito de placer-recompensa, liberación de serotonina y recompensa (felicidad).

Las redes y pantallas nos prometen una felicidad virtual y falsa, una realidad ideal y mejorada, una felicidad ficticia de colorines. Las notificaciones de WhatsApp, Facebook, Twitter, Instagram, etc., provocan descargas de dopamina que provocan que el usuario tenga que volver cada cierto tiempo a buscar constantes recompensas (circuitos de placer-recompensa). Podríamos tener esa misma tecnología no diseñada para piratear e invadir nuestra atención y para hacernos tecnoadictos, pero las empresas tecnológicas no harán eso por sí solas porque saben que queremos gratificaciones rápidas y sin tiempo de demora.

La solución a esta tecnoadicción no es fácil, porque supone una actitud crítica de rebeldía e insumisión personal. Somos libres para decidir qué hacer con la tecnología, rendirnos a ella o utilizarla, porque la felicidad no está en un mundo tecnológico de colorines y falsa realidad, la felicidad está en nosotros. Como decían Los Chichos “libre, libre quiero ser, quiero ser, quiero ser libre”, así que la pregunta es ¿seremos usuarios de la tecnología o sus esclavos?, ¿la usaremos como herramienta o nos dejaremos manipular por ella?

Un Tipo Razonable

miércoles, 1 de febrero de 2023

NO SON LAS REDES, SON LOS PECES

Uno de los muchos mitos contemporáneos es que las redes sociales lo pueden todo, especialmente decidir los resultados de las elecciones. Pero las redes no son sino un integrante más de la compleja arquitectura de la propaganda y de las creencias sobre la que se sustentan todas las sociedades. Actúan sobre una estructura preexistente en la que determinados prejuicios están anclados desde hace generaciones o quizás siglos.

En realidad, la supuesta influencia casi fatídica de las redes sociales se ha convertido en la excusa de casi todos los políticos mediocres de Occidente o que, en realidad, desprecian de una manera profunda a su propio electorado. Se ha convertido en un recurso manido que busca disimular las propias deficiencias o incluso los motivos profundos del descontento que se apodera de un país por razones por lo general objetivas.

El ejemplo más obvio y comentado es el del famoso “Russiagate” que habría sido la causa de la derrota electoral de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales del 2016. Supuestamente, una devoradora granja de trols con sede en San Petersburgo, auxiliada por la cadena de televisión Russia Today, habría enloquecido tanto al electorado estadounidense como para que los votantes cometieran el inmenso error histórico de concederle la presidencia al demagogo ultraderechista irresponsable Donald Trump. Es decir; la granja de trols rusa habría tenido más influencia que las cadenas de televisión prorrepublicanas Fox News, OANN, la web de noticias Breitbart, Parler (otra web muy utilizada por los simpatizantes republicanos), las peroratas radiofónicas del célebre y recientemente fallecido Rush Limbaugh (una especie de Federico Jiménez Losantos americano y posible modelo de este), por no hablar de las sectas religiosas protestantes y la jerarquía católica estadounidense, en su abrumadora mayoría partidarias del Partido Republicano.

Mediante esta estrategia, el Partido Demócrata conseguía al menos los siguientes objetivos:

1 - Evitar la necesaria crítica al totalmente desfasado y antidemocrático sistema electoral americano, que prima los votos de los estados por encima del voto popular, el cual había sido ampliamente ganado por Clinton. Una clara herencia del sistema esclavista que rigió durante las primeras décadas de la nación, y que históricamente ha favorecido a los sectores más conservadores de la sociedad estadounidense. De esta forma, se mantenía el mito de la supuestamente perfecta democracia americana y se echaba las culpas del desaguisado a una potencia extranjera, en particular la odiada Rusia.

2 - Soslayar el hecho de que, pese a haber ganado en el cómputo general de votos, Clinton había perdido en varios estados habitualmente ganados por los demócratas, probablemente debido al mal recuerdo que la presidencia de su marido, Bill Clinton, había dejado en amplios sectores de las clases trabajadoras americanas, aunque también pudo influir el perfil escasamente empático de la candidata, y determinadas actitudes de superioridad semiaristocrática y comentarios desafortunados con que salpicó su propia campaña. Por ejemplo, el famoso adjetivo transformado en nombre “deplorables”, que utilizó para referirse a los partidarios de Trump, con una evidente connotación clasista que fue un regalo para los propagandistas republicanos.

3 - Ignorar por completo la tradición autóctona de racismo y supremacismo muy arraigada en determinados sectores y zonas geográficas de los Estados Unidos, haciendo ver que se trata de un fenómeno “importado” y ajeno al propio país.

4 - Preparar a medio plazo la ofensiva incluso militar contra Rusia que tanto el Pentágono como la clase dirigente neocón americana, que siempre guarda a Alexis de Tocqueville y todo el repertorio de la Guerra Fría en la cabeza, ya tenían entonces como su proyecto más importante.

Con menor insistencia, la misma estrategia de culpar de todos los problemas internos y de los fiascos electorales al enemigo ruso se empleó con motivo del referéndum del Brexit e incluso con la tentativa independentista del 1-O del 2017 en Catalunya. En el caso de Inglaterra, el sector de la población que más votó a favor del Brexit fueron los ciudadanos de más de 60 años. O sea, esencialmente el mismo grupo generacional que en el 1973 había votado a favor del ingreso en la UE de la Gran Bretaña. ¿Acaso no había en ese voto un deje de decepción hacia la UE que era necesario disimular? El hecho de que la situación del país no haya mejorado en nada desde su salida de las instituciones europeas no hace sino demostrar que los males sociales ya endémicos de la Gran Bretaña arrancan de muy atrás, tal vez de la misma época en la que se decidió que “la sociedad no existe” para volver al orden social neodarwinista que siempre había caracterizado al país antes de que el Labour llegase al poder en 1946.

En el caso de Catalunya, el recurso de culpar a Rusia y a sus bots del resultado de la tensión producida por años de discordias entre el gobierno autonómico y el gobierno de Madrid resultaba aún más ridículo si cabe, aunque algunas publicaciones lo emplearan con cierta insistencia.

Pero en definitiva, nadie llega ideológicamente virgen a las redes sociales. Todos somos el fruto de unas determinadas circunstancias sociales y culturales, y no necesariamente vamos a dejarnos influir por el primer meme que veamos. Lo que es más; aunque tanto Facebook, Twitter como Instagram y, en general, todas las plataformas de redes sociales tienen un claro sesgo conservador, el mismo no es tan grande como para no poder fijar las propias preferencias. Cualquiera puede bloquear a los usuarios u organizaciones que se le antoje, dar los like que quiera a quien quiera, y lo más importante, compartir los mensajes que le parezca oportuno. Y aunque la guerra de Occidente contra Rusia ha demostrado que las redes pueden ser objeto de la misma censura que los medios llamados convencionales, siempre habrá un cierto espacio para que el pensamiento disidente prolifere.

Es cierto que la fuente emisora de esos mensajes puede cumplir al dedillo todos y cada uno de los artículos del Decálogo de Goebbels, pero yo soy muy libre de prescindir de ese mensaje si no se ajusta a mis creencias o a mis prejuicios. Puedo rechazarlo incluso si su contenido es verdadero, y tenderé a buscar y compartir aquellos mensajes que sean más acordes con mi visión del mundo. ¿Y quién dijo que tanto la seudoizquierda estadounidense como la izquierda y/o seudoizquierda europea no tengan sus propios trols? Al fin y al cabo, todos compiten por el mismo territorio digital. Luego tiene que haber algo más que decante el rumbo que tomen los algoritmos. Ya sabemos que Twitter es el agitprop de nuestra época, pero también deberíamos darnos cuenta de que es un arma al alcance de todos los ejércitos.

Y ese algo que influye en el tráfico digital es justamente todo lo que no es la red. No se trata solo de quien miente mejor, sino de la visión del mundo que monopoliza todos los espacios. Por ejemplo, de quién controla las emisoras de televisión y radio que han modelado el pensamiento de las generaciones mayores que a su vez han trasmitido sus esquemas mentales a su descendencia; de quién dicta las noticias “aceptables” en la prensa escrita, a fin de crear la impresión de unanimidad que el mismo Goebbels consideraba como indispensable para alcanzar sus fines propagandísticos; de qué clase de educación ha recibido cada individuo en su infancia, y ya no digamos si se trata de una educación que ha anulado su sentido crítico, como puede ser el caso de la educación religiosa. Por otra parte, si las redes van por un lado y los medios convencionales, por el contrario, como al parecer ocurrió en gran parte en la ya mencionada campaña presidencial norteamericana del 2016, eso es indicación de una sociedad escindida, probablemente de manera irremediable. Una sociedad que busca canales de expresión que los supuestos medios de referencia le niegan.

En realidad, el auténtico favor que las redes sociales le hacen al sistema capitalista imperante es el de mantener satisfechos a los pececillos que navegan en ellas. Cualquier sardinilla, por insignificante que sea, puede ver cumplida con creces la promesa hecha por Andy Warhol en los años 60-70, y que entonces era mera palabrería; “Todos podrán tener sus 15 minutos de celebridad”. En efecto, cualquiera puede colgar un video de 15 minutos en Twitter si lo desea, o en YouTube de cualquier duración, algo que no podía conseguirse en las cadenas de televisión, y también publicar cada día en Instagram, por ejemplo, que le gusta tal restaurante o determinada marca de té o patatas fritas. Esto no solo suplanta y es una especie de consolador o sustitutivo consumista de la participación real de la ciudadanía en los asuntos que más le afectan, sino que supera de lejos la oferta de Warhol al poder exhibir la propia personalidad de una manera cotidiana y muchas veces narcisista. Y poco importa que el propio mensaje se vea desbordado y sumergido entre los millones emitidos por los demás pececillos que surcan el mar digital. Como decía el gato protagonista de un meme del mismo Facebook: “Yo, mientras tenga mis dos followers, seguiré publicando”.

V E L E T R I