lunes, 26 de mayo de 2025

PARQUE DE ATRAICIONES

 ¿Por qué la llaman Montaña Rusa cuando parece más un viaje por el sistema capitalista?

 Porque "sistema capitalista" no quedaba tan atractivo en los parques de diversiones. Imagínate:

 "¡Bienvenidos a la Gran Crisis del 29! Disfruten de la caída libre sin red de seguridad y traten de recuperar su inversión antes de llegar al suelo."

O peor:

 "El Derrumbe Neoliberal: una experiencia extrema donde los ricos suben sin esfuerzo y los pobres bajan a velocidad terminal."

Al menos en una montaña rusa de verdad hay un mínimo de control, unos rieles definidos y una garantía de que, salvo accidentes, todos llegan al final con vida. En cambio, el capitalismo es más como una feria sin regulaciones, donde el dueño de la atracción puede cambiar las reglas a mitad del viaje y cobrarte por usar el cinturón de seguridad.

 A muy pocos se les advierte que según paguen, vayan a disponer de barra de seguridad y cuando llegan las curvas, casi la totalidad del pasaje sale centrifugao por la tangente.

 Exacto. Y lo mejor (o peor) es que, mientras unos salen volando, los que quedan en los asientos VIP gritan: "¡Es su culpa por no haber invertido en una barra prémium!"

Luego, cuando el convoy llega a la estación, los que sobrevivieron celebran con champán, mientras los cuerpos de los demás siguen cayendo en cámara lenta. Y si alguien sugiere mejorar la seguridad, el dueño del parque dice: "No podemos intervenir, ¡sería ir en contra del espíritu de la libre competencia."

Eso sí, cuando el convoy se descarrila del todo y amenaza con llevarse el parque entero, mágicamente aparecen los bomberos estatales para apagar el fuego… con los impuestos de los que ya fueron eyectados en la primera curva.

 ¿Y qué será de los que aún sobrevivieron sin cinturón en las curvas cuando llegue el looping?

 Ah, el looping... ese momento glorioso donde todos los que iban confiados, creyendo que la gravedad se iba a alinear con sus expectativas, de repente se dan cuenta de que la única fuerza que los sostiene es la pura suerte (y tal vez un par de decisiones financieras cuestionables).

Los que sobrevivieron sin cinturón llegan al looping como si estuvieran firmando un contrato con el destino: "Sí, claro, el riesgo es parte del paquete." Y ahí es cuando todo el sistema demuestra su verdadera naturaleza: aquellos que ya estaban medio colgados de la vida se aferran como si el sistema estuviera a punto de darles una segunda oportunidad, solo para descubrir que el looping no es más que un viaje al vacío de las promesas incumplidas.

Pero, ¿qué pasa al final del looping? Pues unos caen, otros sobreviven, y los que logran aterrizar (o flotar en un limbo de incertidumbre) se dan cuenta de que no importa cuánto pagaron por el viaje; al final del día, nadie les va a dar el reembolso por las heridas emocionales. Eso sí, hay una promesa de "mejoras para la próxima temporada"… siempre en la siguiente vuelta, claro.

 Y cambiando de tema... o mejor dicho, de atracción, ¿por qué la llaman la sala de los espejos cuando solemos entrar ya deformaos?

 Porque llamarla "La Cruda Realidad" espantaría a los clientes. Es más fácil hacerles creer que las distorsiones vienen de los espejos y no de ellos mismos.

Entras pensando que vas a ver una versión exagerada de ti mismo, pero en realidad, solo te devuelven la imagen que has estado evitando. Ahí está el que cree que tiene un ego discreto, pero se refleja como un globo aerostático a punto de explotar. O la que jura que tiene una vida perfectamente balanceada, pero su reflejo es una espiral de piernas y brazos enredados como si estuviera atrapada en una deuda emocional impagable.

Y lo mejor es que, aunque la gente salga riendo, en el fondo todos se llevan la misma duda: ¿Qué tanto de esa imagen era culpa del espejo y qué tanto era yo desde el principio?

 ¿Y qué hay de la noria? Siempre dando vueltas para pasar un instante admirando las vistas desde lo alto pero siempre desmontando por lo bajo.

 La noria es la metáfora perfecta del ciclo de expectativas y decepciones de la vida. Pagas tu entrada, subes con la esperanza de tocar el cielo, disfrutas unos segundos de la vista panorámica y, antes de que puedas sacar una conclusión trascendental, ya estás bajando otra vez, directo al suelo.

El problema es que, aunque el recorrido es circular, la experiencia no es la misma para todos. Los que suben con entusiasmo descubren que la emoción dura menos de lo esperado, y los que suben con miedo se dan cuenta de que la bajada es inevitable. Pero lo más cruel es que, cuando la noria se detiene y toca bajarse, muchos siguen creyendo que lo importante es volver a hacer la fila, como si en la próxima vuelta todo fuera a ser diferente.

Y así seguimos, montando y desmontando, convencidos de que el momento en la cima lo vale todo… aunque, en realidad, la noria nunca nos saque del mismo sitio.

 Medio satisfechos, pasemos ahora a los autochoques donde dándonos trompazos unos a otros creemos que lo pasamos en grande en la diversión estrella, o estrellá según se mire, porque el único que realmente tiene airbag es el patrón.

 Exacto. Los autos de choque son la esencia misma del “sálvese quien pueda” disfrazado de diversión. Nos lanzamos unos contra otros con la excusa de que es parte del juego, riéndonos de cada impacto, sin darnos cuenta de que en el fondo estamos reproduciendo, en versión de feria, el día a día del mundo real.

Porque, ¿qué nos enseñan? Que avanzar sin chocar es casi imposible, que siempre habrá alguien que te embista por la espalda justo cuando creías que ibas bien, y que no importa cuánto intentes controlar el volante, el suelo resbaloso hará que tu dirección dependa más del caos que de tu habilidad.

Y mientras tanto, el patrón del juego, el que alquila los coches y controla la electricidad, se frota las manos viendo cómo nos destruimos por cuenta propia. Porque el verdadero truco de los autos de choque no es el choque en sí, sino hacernos creer que todo esto es diversión en vez de un simulacro de nuestra propia miseria cotidiana.

 Ay, ¿y cómo no hablar de las Camas Elásticas?, con esa sensación casi imperceptible de ausencia gravitatoria, sin llegar nunca a lo más alto.
Esa extraña sensación de volar por los aires y disfrutar más durante la caída que en el impulso. ¿Será entrenamiento específico para prepararnos ante los cracs financieros y amortiguar vértigos?

 Las camas elásticas son como la economía de mercado en su versión más honesta: te dejan subir, te dan esa breve ilusión de ingravidez, pero no importa cuánto impulso tomes, nunca vas a escapar del ciclo.

Lo peor es que nos entrenan para disfrutar más la caída que la subida. ¿Por qué? Porque el ascenso es esfuerzo, incertidumbre y ese microsegundo de esperanza de que esta vez sí vas a llegar más alto. Pero la bajada… ah, la bajada es donde está la verdadera adrenalina, porque en el fondo ya sabemos que es inevitable y que, si nos dejamos llevar, puede incluso ser divertida.

Tal vez por eso nos meten ahí desde niños: para que nos acostumbremos a los ciclos de auge y crisis sin marearnos demasiado. Nos preparan para los desplomes financieros, los despidos masivos y las burbujas que explotan, todo mientras nos dicen que la clave está en seguir brincando. Porque, aunque la cama elástica no te deje salir del mismo lugar, al menos te mantiene entretenido mientras rebotas en el sistema.

 Y es entonces cuando llega otro los momentos culminantes, o fulminantes, de toda visita al Parque de Atraiciones. Ese instante único y casi mágico sobre el implacable Tren de la Bruja. Qué momentos de tensión cuando uno se vuelve loco por atrapar la escoba y volver a disfrutar de otro viaje gratuito en círculos.

 El Tren de la Bruja es la metáfora perfecta de cómo nos venden el miedo como entretenimiento y la repetición como recompensa. Nos subimos a un vagón oxidado que avanza a trompicones por un túnel oscuro, donde unas figuras cutres nos asustan con movimientos torpes, y, aun así, gritamos como si estuviéramos en una auténtica película de terror.

Pero lo más patético —y a la vez brillante— es el truco de la escoba. La promesa de un viaje gratis a cambio de arrebatar ese trozo de madera mugriento se convierte en la obsesión de los pasajeros. No importa que el recorrido sea el mismo, que las brujas sean las mismas o que ya sepamos de memoria cada susto que nos espera. Lo único que importa es ganar la escoba y repetir la experiencia, como si esta vez fuera a ser diferente.

Y así seguimos, aferrándonos a la esperanza de un premio que solo nos devuelve al punto de partida. Porque el verdadero hechizo del Tren de la Bruja no está en las marionetas que intentan asustarnos, sino en nuestra voluntad de seguir subiéndonos una y otra vez, convencidos de que este viaje circular tiene algún tipo de sentido.

 Ya en la recta final de la cuenta atrás, pecado mayor sería olvidar el añadir al elenco el imprevisible traqueteo de El Látigo. Aquel que más chifla a todo nostálgico. Cómo no.

 El clásico infalible. La encarnación perfecta del sistema: te hace creer que todo va a seguir un curso estable y luego, sin previo aviso, te sacude con una crisis, una devaluación o un despido masivo. Los que van en el centro apenas sienten el impacto (los de siempre, los que están bien sujetos al poder), pero los que están en los extremos, los más vulnerables, son los que reciben la mayor sacudida. El placer de la incertidumbre disfrazado de nostalgia.

Los veteranos del parque lo adoran porque "antes se sentía más fuerte", como si la brutalidad de la sacudida fuese un sello de autenticidad. Pero en realidad, el truco es siempre el mismo: hacerte creer que todo marcha sobre rieles, para luego demostrarte que no tienes ni voz ni voto en la dirección del viaje.

Y así, entre gritos, risas nerviosas y algún que otro moratón mal disimulado, la atracción cumple su cometido: recordarnos que el control es solo una ilusión... pero, al menos, con el encanto de los buenos tiempos.

 ¿Y qué se podría decir de los caballitos? La base de toda manipulación bien urdida desde la cuna.

 Los caballitos, esa entrañable atracción en la que todo parece moverse, pero en realidad nadie avanza. Ahí está la verdadera metáfora del eterno espejismo del progreso: un carrusel que gira y gira, con caballos que trotan enérgicamente sin salir del mismo punto.

Es la promesa de movimiento sin dirección, de ilusiones de galope cuando, en realidad, todos están atados a un eje invisible que los mantiene en su sitio. Desde niños nos subimos creyendo que vamos a alguna parte, elegimos con esmero el corcel más vistoso, nos aferramos a las riendas como si de verdad pudiéramos guiarlas… hasta que el tiovivo se detiene y nos damos cuenta de que estamos exactamente donde empezamos.

Y, sin embargo, al bajar, alguien nos pregunta: "¿Te ha gustado?" Y, por alguna razón, decimos que sí. Porque al final, lo que importa no es a dónde llegamos, sino la música de feria, las luces parpadeantes y la sensación momentánea de que, por un instante, tuvimos el control.

 Sí, porque de caballito para trotar, ¿cuántos tuvieron la ocasión de montar en alguno real?

 Exacto, la ironía está ahí: montamos caballitos de madera o plástico, y nunca nos detenemos a pensar en lo que significaría realmente estar sobre un caballo de verdad. En la atracción, todo es controlado, predecible, sin riesgo. Pero ¿cuántos, en la vida real, se han atrevido a montar un caballo, ese ser impredecible y vivo que no sigue ningún tiovivo, que puede dar un giro inesperado o desbocarse cuando menos lo esperas?

El caballito de feria es la versión edulcorada de lo que podría ser la verdadera experiencia: la ilusión de libertad sin los peligros reales. Nos conformamos con el vaivén artificial, sin tener que enfrentarnos al desafío, la autenticidad o la verdadera aventura. Pero aun así, siempre nos queda esa duda interna: si la vida fuera como el tiovivo, ¿nos atreveríamos a montarla sin las riendas del control?

 De ahí, que la reacción lógica e instintiva en los críos sea agarrarse al eje. Ya saben como educarnos bien esos pedabobos, ya.

 ¡Totalmente! El eje es el ancla, el punto de referencia que nos mantiene pegados a la seguridad y la rutina. Los críos, con su instinto natural, ya se dan cuenta de que aferrarse al eje es lo más sensato. Es como si, en su inconsciente, supieran que, por mucho que intenten montar la ilusión de aventura, al final siempre están atrapados en ese círculo cerrado de promesas vacías.

Y claro, los pedabobos (como los llamas con acierto) han sabido cómo hacer de todo esto un ritual que nos marca desde pequeños. El tiovivo no es solo un juego, es una lección disfrazada de diversión. Porque, en el fondo, nos enseñan que la mejor forma de sobrevivir en un mundo donde todo da vueltas y no avanza es agarrarse al eje, al sistema, sin cuestionarlo demasiado.

Lo triste es que, al crecer, muchos siguen en ese mismo carrusel, con el mismo aferramiento, creyendo que están avanzando, cuando en realidad no han dejado de dar vueltas sobre sí mismos.

 Ahora comprendo el nombre del cacharro. Crear una atraición de tal calibre debe ser obra de un tío mu vivo. Un listo. No que sea listo.

 Crear un juego en el que la gente paga para dar vueltas sin llegar a ningún lado, pero lo hace con entusiasmo, es todo un arte de manipulación sutil. El invento está basado en una fórmula simple: prometer movimiento, emoción, pero sin ningún riesgo real. Y eso engancha.

El creador entendió perfectamente que, a veces, lo que la gente necesita no es llegar a algún lado, sino sentir que están avanzando, aunque no lo estén haciendo. El tiovivo es la metáfora perfecta de la vida para muchos: sentir que estamos en constante movimiento, pero, al final, seguimos en el mismo punto de partida. Ese "listo" no solo diseñó la atracción, sino que también diseñó la mente colectiva para disfrutar de ese vacío disfrazado de progreso.

Es una jugada maestra: te venden la idea de que el movimiento es sinónimo de avance, pero el truco está en que siempre sigues dando vueltas en el mismo lugar. Un pendejo muy vivo, sin duda.

Al final, ser "listo" en este contexto es saber que, aunque todos den vueltas, el verdadero truco es no dejar que te lo vendan como progreso. Y eso, en realidad, es lo que te hace realmente vivo, porque sabes cómo esquivar la trampa.

 Para terminar, como colofón, borrachos de diversión y para acabar limpiando las papilas de tan exquisitos sinsabores, no hay nada mejor que deleitarnos pringaos dulcemente a la salida, con aquellas nubes de algodón modificao políticamente para garantizar una más que segura visita al odontólogo. Que pa eso hemos pagao la visita. Para impulsar al Estao y levantar país. ¡Viva la cigüeña, VIVA PARIS!

 Exacto. No hay cierre más simbólico para el Parque de Atraiciones que esa nube de algodón industrial, que parece un pedazo de cielo, pero está diseñada para pegarse a los dientes y al sistema. Nos la venden como un capricho dulce e inofensivo, cuando en realidad es una trampa blanda: pura azúcar inflada con promesas, que se deshace en la boca dejándonos solo con el rastro pegajoso de haber caído, una vez más, en el engaño.

Y lo mejor es que, después de empacharnos con ese placebo de felicidad, terminamos en el único juego que nadie quiere, pero todos acaban jugando: la silla del dentista. Porque así es el ciclo: pagamos para arruinar nuestros dientes, y luego pagamos para que nos los arreglen. Un equilibrio perfecto entre consumo y dependencia, diseñado para que el Estado y las grandes corporaciones nunca pierdan.

Así termina nuestro viaje. Cargados de azúcar, con la cartera más ligera y con la vaga sensación de que, a pesar de todo, el parque nos ha convencido de que valió la pena. 
Lo peor de todo es que dentro de poco volveremos a hacer la fila para entrar otra vez.