¿Qué es lo que define y separa a un expoliador de un expoliado? ¿Siglos de civilización y cultura? ¿Una tecnología superior? ¿La invasión de un país por parte de otro con unos recursos muy superiores? Todas esas circunstancias pueden coincidir para realizar un perfecto expolio, pero quizá el expolio más efectivo sea aquel basado en una supuesta superioridad moral y/o civilizatoria. Es esencial que, aparte de la fuerza bruta, expresada en tropas, bombas y cañones, el expoliador sienta que le acompaña una especie de derecho moral que le autoriza a despojar a otros pueblos de su territorio e incluso de su derecho a existir.
La teología cristiana, y en general la de las tres grandes religiones monoteístas, fue una gran propiciadora de este tipo de expolios. Las cruzadas fueron la primera incursión masiva del Occidente colectivo en territorios extraeuropeos justificada por unas creencias religiosas. Al tiempo que se le daba salida al excedente de población europeo en proporción a los recursos alimentarios, se iniciaban operaciones de saqueo destinadas a enriquecer a las clases dirigentes feudales de la época. Muchas de las conquistas occidentales de aquella época -la toma de Jerusalén, por ejemplo- tuvieron muy poco que envidiar a las operaciones de genocidio masivo de Genghis Khan, que les seguirían muy poco después, o a las masacres más sanguinarias del Imperio Romano. Ese filón inagotable de la supuesta superioridad moral de la doctrina cristiana sirvió también para justificar la persecución masiva y escalonada de los judíos en las distintas naciones europeas, y jugó un papel todavía más importante en la posterior conquista de las Américas. El exterminio y sometimiento de los pueblos indígenas no habría sido posible de una manera “razonada” sin la convicción de esta superioridad civilizatoria. Pero quizá lo más trágico ocurre cuando las mismas víctimas de estos procesos llamados civilizatorios llegan a creer en la superioridad de sus mismos verdugos. Ese fue sin duda el caso de los pueblos indígenas de lo que hoy conocemos como la América Latina, donde mayas, aztecas, incas, etc., sucumbieron a la superioridad militar española y acabaron renunciando a su propia cultura y tradiciones, de manera que la religión traída por los intrusos acabó imponiéndose de manera irrebatible, y la Pachamama cedió su puesto al interminable elenco de vírgenes y santos de la doctrina católica, hasta que ha vuelto a ser reivindicada en los últimos tiempos.
El proceso fue solo ligeramente distinto en la América del Norte, donde la abundante presencia de mujeres protestantes que acompañaban a sus esposos, huyendo en grandes grupos de la persecución y/o intolerancia religiosa encontrada en Inglaterra, hizo innecesario el mestizaje y, a la postre, favoreció una limpieza étnica mucho mayor que la realizada por los españoles con el auxilio de las enfermedades víricas traídas por ellos. El o la indígena, ya fuera cherokee, navajo, apache o de cualquier otra estirpe, solo podía ser enemigo, puesto que era inimaginable como compañera sexual, con lo cual su existencia suponía meramente un obstáculo para la expansión del pueblo colonizador, y ni siquiera era apetecible como mano de obra, puesto que para ello ya servían los esclavos negros, mucho más desubicados en lo territorial y lo espiritual y, en su mayoría más dóciles, por ese mismo desarraigo. Por supuesto, también los negros que eran traídos a América como esclavos fueron evangelizados, y de esta forma adoptaron la religión de sus opresores. Pero el suyo fue siempre un cristianismo como de segunda clase, segregado, una graciosa dádiva que les había otorgado sus amos. ¿Cómo podían ser auténticos cristianos si incluso se dudaba de que los negros -o los indios- tuvieran alma? Por lo demás, el pensamiento occidental tenía una larga tradición de justificación de la esclavitud. Tanto Platón como Aristóteles habían respaldado con numerosos argumentos la existencia de la esclavitud. Cuando Platón habla de su comunidad igualitaria utópica, aparte de lo dudoso del conjunto de sus argumentos, se da por supuesto que los esclavos jamás podrán ser parte de esas élites que gozarán de ese sucedáneo de comunismo. Ese cristianismo de consolación de los negros de Estados Unidos empezó a ser cuestionado abiertamente solo en el siglo XX, cuando muchos negros derivaron hacia el ateísmo y aun muchos más abrazaron el Islam como una muestra de rebeldía hacia la cultura cristiana anglosajona imperante. Un ejemplo extremo de este caso sería el célebre Louis Farrakhan, un reverendo protestante más tarde convertido al Islam, y desde hace ya décadas líder de la llamada Nación del Islam, además de antisemita convencido y militante.
La joven nación norteamericana pronto supo desarrollar su propia retórica de justificación del expolio masivo. La famosa frase del presidente James Monroe, “América para los americanos”, pronto se convirtió en un “América para los americanos del norte”, a medida que los Estados Unidos iban desplazando a las antiguas potencias europeas del continente y apoderándose de las nuevas naciones de la América Latina, originadas bajo el patrón del clásico caciquismo español y la sombra de la Iglesia Católica. La nueva nación yanqui no solo supo extender sus tentáculos, sino que también supo protegerse a sí misma durante todo el siglo XIX que puso los cimientos de su colosal potencia industrial. Proteccionista a ultranza en lo referente a la llegada de mercancías extranjeras a su territorio, no vaciló en absoluto en piratear todas las tecnologías y métodos de producción que pudo, especialmente del Reino Unido y Alemania. Justo lo mismo de lo que acusaría a China siglo y medio después. La idea del excepcionalismo yanqui y el “destino manifiesto” de los Estados Unidos harían el resto a la hora de cimentar la creencia americana en un supuesto derecho a regir los destinos del mundo, una idea recientemente reafirmada por el propio presidente Joe Biden.
En el caso de los nazis, dicha superioridad se argumentó esgrimiendo la grandeza de las obras de Bach, Mozart, Beethoven, por citar a algunos entre los músicos, o a Goethe, Kant, Hegel, Schiller, Novalis, Hölderlin, Schopenhauer o Nietzsche entre los filósofos, poetas y escritores. De esta forma, los autores de obras sublimes se convirtieron en involuntarios testaferros de los genocidas nazis sin derecho a réplica (por supuesto, el judío Karl Marx, el mismo que renunció de manera explícita al judaísmo y al sionismo, tan alemán como cualquiera de los otros, no figuraba en este grupo de elegidos). Estos genios proporcionaban la coartada para una masacre sin precedentes en la historia europea y sin apenas precedentes en la universal. Cualquier matarife de los campos de exterminio podía presumir de pertenecer a la misma nación que Beethoven o Goethe. Los nazis supieron explotar de manera magistral el eterno complejo alemán de inferioridad en lo colonial -además de las humillaciones impuestas por el tratado de Versalles-, es decir, el no haber sido capaces de construir un imperio siguiendo los patrones de Inglaterra, Francia o España, una consecuencia de la tardía formación del estado alemán como tal. Lo que Bismarck había iniciado como una afirmación e imposición del estado alemán dentro de Europa, fue elevado primero por el emperador Guillermo II y más tarde por Hitler, en realidad de una manera bastante consecuente y lógica, al intento de realización de un imperio mundial. Porque los imperios, al igual que los cánceres, nunca pueden dejar de crecer.
Pero hay un arma psicológica y argumental aún más indispensable que la afirmación de la supuesta superioridad moral e intelectual en el acto del expolio, y es el proceso de deshumanización del expoliado. A partir de un cierto momento, lo único que puede justificar la magnitud de la propia barbarie es convertir a las víctimas en seres más cercanos a las alimañas que a las características de lo que entendemos como humano. Ya no hay que hablar del Otro como un igual, aunque sea un igual “equivocado” en sus puntos de vista o en sus percepciones de la realidad, si no más bien hay que representarlo como alguien ajeno a la misma condición humana. Alguien exterminable en su misma esencia. Indigno de convivir entre las diversas familias humanas. El lenguaje empleado por los miembros del gobierno israelí en su actual campaña de agresión o genocidio contra Palestina va en esa dirección. Cuando el ministro de defensa de Israel, Yoav Gallant califica a los palestinos de “animales”, dicho apelativo puede considerarse como una simple expresión de puro racismo, pero también como parte del proceso de justificación de un genocidio en marcha. Después de todo, ¿qué clase de acuerdo político puede alcanzarse con una hiena, una anaconda o con un perro rabioso? La deshumanización del contrario implica que solo una de las partes implicadas en el conflicto es capaz de un pensamiento racional, es decir, todo el logos está de su parte. Por lo demás, el supremacismo sionista goza del privilegio de ser inatacable en el seno del Occidente colectivo, ya que casi cualquier crítica realizada contra la violencia sistémica del estado de Israel es tildada de “antisemitismo”, como el anterior líder del Partido Laborista británico, Jeremy Corbyn, pudo comprobar en sus propias carnes. El “pueblo elegido” por Dios no solo es elegido, sino además impune.
El lenguaje de Gallant, por otra parte, tiene una extraña -o quizá nada extraña- similitud con el utilizado por ciertos miembros del gabinete ucraniano, que no vacilaron en referirse a los rusos y a los habitantes del Donbass en particular como “animales”, y dignos de exterminio. De la misma forma que la quema de millones de ejemplares de libros en ruso en las ciudades de Ucrania, presentada por la inmensa mayoría de los medios occidentales como algo natural o bien ocultada, mostraba una fuerte similitud con la quema de libros efectuada por los nazis en los años 30 del pasado siglo. Pero como dijera el poeta Heinrich Heine, otro judío alemán genial, “donde se quema los libros, se acabará quemando también a las personas”■