martes, 17 de enero de 2023

RECORDAR, DORMIR, PENSAR

“Conservar algo que me ayude a recordarte,
sería admitir que te puedo olvidar”
(W. Shakespeare)

Llegados a una edad nos empieza a preocupar la pérdida progresiva de la memoria, sobre todo la inmediata. Perdemos las llaves, buscamos las gafas que tenemos puestas o no recordamos el nombre de la vecina, y nos preguntamos sobre la esencia de esa sorprendente habilidad del cerebro que nos permite recordar.

El mismo interrogante lo han hecho científicos de todas las épocas. Por ejemplo, Edison explicó con una metáfora que la memoria era producida por millones de hombrecillos en nuestro cerebro, que llevan el registro de todas las cosas que hacemos o pensamos. Hoy les llamamos células cerebrales o neuronas que, en cantidad de cientos de millones se conectan entre sí para crear cada recuerdo, recorriendo a la inversa el camino de cada experiencia registrada.

No hace falta ser viejo para notar la dificultad de recrear con claridad muchos recuerdos, sobre todo los inmediatos. Dicen que a partir de los 25 años comienzan a debilitarse las conexiones entre las neuronas. Pero aquí se nos plantea una duda, no sabemos si este hecho se debe a la concentración de la atención en cuestiones vitales de esa edad, el trabajo, los hijos, las responsabilidades y el estrés o, por el contrario, se trata de un hecho biológico. La experiencia científica nos dice que la gimnasia cerebral mejora nuestra memoria inmediata y también la evocadora, debido a la flexibilidad de las células neuronales, lo que significa que podemos alargar la capacidad de la memoria con técnicas especiales o cotidianas, desde el ajedrez, la lectura continua, el ejercicio físico o el aprendizaje de lenguas (los bilingües conservan más tiempo la capacidad de la memoria), entonces no sería la edad biológica la responsable de la pérdida de la memoria sino el tipo de vida que llevamos.

Desde luego no es descabellado pensar que, igual que las calculadoras lograron que abandonásemos el cálculo mental y mucho antes la escritura contribuyese a relajar la memoria que se empleaba en la transmisión oral, o la instantánea fotográfica usada como retrato privase a las neuronas de ser utilizadas para almacenar un recuerdo, no es descabellado, digo, afirmar que las nuevas tecnologías nos están robando a manos llenas la capacidad de establecer conexiones entre las neuronas que acrecientan la memoria. Internet es un almacén tan inmenso que nos sumergimos en él para buscar información básica que aprendimos en la escuela, pues es más fácil teclear unas letras que poner en marcha las células neuronales. Y no queramos pensar en lo que el futuro próximo nos tiene reservados, quizás un chip que transforme nuestro cerebro en un cíborg.

Esta facilidad continua que la tecnología nos ofrece es la causante directa de nuestra comodidad a la hora de recordar aprendizajes elementales. Y no es que quiera reivindicar el memorialismo al que nos sometieron en la escuela en otras épocas, pero sí lamento el abandono del ejercicio de la memoria en las etapas educativas, que hoy se traduce en no poder declamar a los poetas clásicos o no recordar la localización de la cordillera de los Andes (o Soria, por poner un ejemplo extremo) o quién fue Pericles.

Autorretratos, William Utermohlen (el pintor del olvido)

No se trata de emular a Funes el memorioso, aquel cuento de Borges cuyo protagonista recuerda todo desde que nació y con tal lujo de detalles que hasta recordaba “las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez.”
Pero Borges también dice que una memoria infinita trae problemas, pues Funes era incapaz de pensar, de generalizar, de razonar, de abstraer y de dormir, convirtiendo la inmensa memoria en una experiencia monstruosa.
Lo describe así: “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico ‘perro’ abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).”

Otro caso, y en esta ocasión real, fue el de Solomon Shereshevskii, estudiado durante 30 años por Alexander Luria, un neuropsicólogo y médico ruso. Solomon poseía una brillante capacidad para recordar largas listas de palabras, números y ecuaciones, que repetía sin error. Pero ante una tabla de números consecutivos, hizo el esfuerzo de memorizar, sin darse cuenta de que eran consecutivos. Y, tras recordar una larga lista de elementos, no supo responder cuáles eran líquidos. El científico ruso comprobó que la memoria limitaba el pensamiento.
Estas experiencias (una ficticia y otra real) dan a conocer que para recordar hay que saber olvidar, y que una memoria tan enorme elimina el razonamiento.

Una de las cuestiones que plantea la ciencia actualmente y que suscita dudas por los peligros que puede generar, es la posibilidad de eliminar en el laboratorio los recuerdos negativos o dolorosos. Ya se ha experimentado con éxito en ratones la eliminación de neuronas que les producían sensaciones de miedo, terror o desagradables. Sin embargo, ¿sería positivo para nuestro bienestar olvidar algunos sucesos que padecimos en la vida, sabiendo que con ellos perderíamos también recuerdos agradables ligados a los negativos?
Del mismo modo, ¿de dónde íbamos a extraer experiencias de aprendizaje si eliminamos el recuerdo de los errores o de los obstáculos que encontramos en otro tiempo de nuestro trayecto vital?

Las nuevas investigaciones sobre la memoria han demostrado que hay neuronas que responden a nombres, a conceptos. Son interesantes los experimentos de Rodrigo Quian Quiroga de la Universidad de Leicester que consiguió a través de un algoritmo matemático que una neurona libre en el área del hipocampo, despertase y reaccionase ante un nombre, es decir, que una neurona pudo codificar un nuevo concepto, no una imagen. Es novedoso y está basado en la plasticidad sináptica del cerebro.

Esa memoria del hipocampo era de la que Funes el memorioso, carecía. Quizás Borges se adelantó a la ciencia cuando dijo que pensar es olvidar los detalles inmediatos y aprender a generalizar y a diferenciar.
Otro ejemplo de que el arte y la literatura se adelantan muchas veces a la ciencia.

E I R E N E

lunes, 2 de enero de 2023

EL SENTIDO DE LA VIDA

El sentido de la vida es una película descacharrante de los Monty Python que contiene más filosofía que muchos tratados profundos de sesudos pensadores. Estos sesudos pensadores se pasan la vida intentando explicarlo y sus respuestas son variopintas. Unos hablan de poder, voluntad, autocontrol y autoconciencia. Otros de razón, lógica y conocimiento. Otros de sentimientos, emociones y placer. Otros de equilibrio, paz interior y desapego. Otros de libertad, igualdad, solidaridad, justicia y bien común. Otros de trascendencia y espiritualidad. Y otros hablan de todo lo que se nos pueda ocurrir, porque todos somos filósofos, aunque no lo sepamos. Eso suponiendo que la vida tenga sentido, cosa que decía Camus al afirmar que el sentido de la existencia es la propia existencia y que el valor de la vida es el que nosotros le demos. No sé si eso tiene que ver con resignarse y asumirse, con sobrevivir y adaptarse o con ser modernos Sísifos del esfuerzo incesante.

Al igual que la filosofía, las ideologías también nos han ayudado a encontrar ese sentido a la vida. La modernidad nos ayudó trayendo ideas sólidas y la postmodernidad trayendo ideas líquidas, por no decir gaseosas y evanescentes. Y de ahí los sólidos conceptos modernos (comunismo, socialismo, anarquismo, liberalismo, etc.), que han sido sustituidos por otros postmodernos, líquidos y gaseosos, que son relatos emocionales de fragmentación y deconstrucción. Casi echamos de menos los antiguos y sólidos comunismo y capitalismo, enfrentados en el siglo XX en guerras muy sólidas. Pero han sido sustituidos por los líquidos, emocionales y postmodernos conceptos de wokismo, identitarismo y globalismo (neo)liberal. Y ahí estamos, en el mundo postmoderno del vacío, el pensamiento débil y la nada del espectáculo del capitalismo de ficción. Todo ello aderezado con sentimentalismo prêt-à-porter y emocionalidad low cost, para estar convenientemente anestesiados y manipulados en las actuales guerras cognitivas, en las que pensamos poco y sentimos mucho. O sea, poca crítica y muchas tragaderas, poco lóbulo frontal y mucha visceralidad.

Desde la óptica de la antropología, el sentido de la vida del Homo sapiens ha sido socializar formando estructuras sociales y comunidades jerárquicas. No quisiera pecar de fatalismo jerárquico, quizás podría haber habido otra tendencia más horizontal y menos vertical en las relaciones sociales, pero la Historia nos dice que la secuencia fue clan, banda, tribu, reino, ciudad-estado, estado-nación e imperio. Y ese fue el sentido de la vida social y grupal, formar comunidades jerárquicas. Aunque desde la aparición de internet y las redes sociales, estas mallas sociales son más horizontales y menos jerárquicas, por lo que este fatalismo jerárquico quizás podría revertirse y llegar a estructuras más horizontales.

Esta tendencia social a formar comunidades y colectivos sigue, pero ahora a escala global. Por eso nos preguntamos hacia dónde va ese sentido de la vida a escala planetaria. La respuesta quizás está en el “Nuevo Reinicio o Reseteo”, idea de Klaus Schwab, el gurú del Foro Davos. O en la Agenda 2030, con lo que el sentido de la vida estaría vinculado a la sostenibilidad del planeta y la ecología. O en el Club Bilderberg. Quizás esté en un mundo globalizado y multipolar en el que Occidente ya no será el director. Quizás sea una “Nueva Edad Media Tecno-feudal” con nuevos señores y vasallos. Quizás sea la coexistencia entre una nueva “aristocracia global” y un pueblo llano inmerso en un neodarwinismo social individualista. Esta nueva aristocracia global y nuevos señores feudales serían la élite capitalista mundial formada por multinacionales, grandes empresas tecnológicas o Big Tech (Google, Apple, Facebook, Amazon), empresas farmacéuticas o Big Farm (Pfizer, Roche, Janssen), fondos de inversión (BlackRock, Vanguard), empresas del complejo militar-industrial (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, General Dynamics), oligarquías financieras, banca y magnates. Ese es el poder actual que condiciona nuestra vida, porque el dinero que manejan es superior al PIB de muchos Estados.

Y ante este panorama oscuro de grandes poderes que condicionan nuestra vida, ¿qué podemos hacer? ¿Revolución, rebelión, reforma, abstención? ¿Tenemos poder personal para dar sentido a nuestras vidas? ¿Pensar globalmente y actuar localmente? Lao Tse decía que “el que se domina a sí mismo es poderoso”. Sócrates, Séneca y Baltasar Gracián hablaban de ser dueños de uno mismo, saber controlarse y de conocerse a sí mismo. Lo que hoy se llama inteligencia emocional como conocimiento y gestión de las propias emociones. O en román paladino, fortaleza mental, autocontrol y autodisciplina, conceptos no muy en boga en la actual sociedad de consumo y ficción que invita a la dejadez y comodidad de un cierto pasotismo hedonista, en el que somos desertores de nosotros mismos y meros espectadores en la actual sociedad del espectáculo.

La sicología nos habla de la necesidad de encontrar una motivación para que la vida tenga sentido, tener razones y algo por lo que vivir, para que la vida sea más llevadera y podamos levantarnos tras las caídas. Y para ello es importante la autoconciencia y conexión con uno mismo. Y a ser posible, llegar a estados de flujo o fluidez (flow), en los que lo importante es la tarea, no el objetivo. La neurociencia nos habla de circuitos de placer-recompensa, hormonas de la felicidad y hormonas del estrés. Quizás el sentido de la vida esté en la gratificación demorada de objetivos vitales y no en placeres instantáneos, rápidos y sin sentido.

El sentido de la vida no debería ser el “yo, mi, mío”, sino aprovechar nuestro tiempo. O aprender por el método ensayo-error. O saber que lo que realmente da miedo no es morir, sino no vivir plenamente. O el arte de saber morir, porque lo importante es el camino, no el final. O sea, el arte de vivir. Y para que haya arte debería haber amor por la vida, por las personas y por las cosas. Como dice la canción final de “La vida de Brian”, “ver el lado brillante de la vida”. Porque la vida es en sí misma brillante. Aunque habrá alguno que vea el lado oscuro, como decía Lou Reed cuando aconsejaba tomar el camino salvaje. O sea, atreverse a vivir con riesgos. El riesgo de llegar a la verdad, como cuando Antonio Machado decía “¿Tu verdad?, no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”.

Vale, nos guardamos nuestra verdad. Pero entonces, si la verdad no existe, si todo es relativo, si han desaparecido las ideas absolutas y sólidas porque han sido sustituidas por las relativas y líquidas, si todo es discutible y ya no se diferencia entre verdad, postverdad, certezas, bulos, realidades y fakes, ¿qué nos queda? ¿resistir? Quizás el sentido de la vida sea darnos cuenta de que somos tan pequeños y tan relativos que solo nos queda resistir. Y que el sentido de la vida es eso, resistir. Que no es poco, porque como decía Cela "el que resiste, gana."


Un Tipo Razonable